Una polémica con la revista Jacobin Latinoamérica.
A Inés Ragni, in memoriam
Como no podría ser de otro modo, la saga de acontecimientos más o menos sorprendentes (y también contradictorios) de los últimos tiempos ha dado lugar a disímiles interpretaciones y orientaciones entre las izquierdas. En sendos artículos publicados recientemente en Jacobin, Martín Mosquera y Henrique Canary argumentan en favor de un posicionamiento defensivo. Ambos se definen en favor de un repliegue: “Los revolucionarios –afirma Canary– debemos dar un paso atrás porque el proletariado ya ha dado demasiados y está cada vez más lejos, casi fuera de nuestro alcance. Debemos recuperar la confianza de la clase, que ahora se deja seducir por los cantos de sirena de los fascistas”. Mosquera, por su parte, sostiene que “asumir plenamente las características y tareas de un momento defensivo ayuda a salir de esta situación lo antes posible”.
Las metáforas espaciales y militares suelen ser habituales en la cultura de izquierdas. Pero no siempre aportan claridad: a veces acrecientan la confusión y en no pocas ocasiones pueden provocar despistes. En términos políticos e ideológicos no siempre es evidente qué significa avanzar o retroceder. Por otro lado, incluso en medio de un avance generalizado hay momentos o lugares de repliegue, y en el marco de una retirada puede ser conveniente lanzar contra ofensivas puntuales. Para complicar aún más las cosas, es posible tener un abanico muy diverso tanto de opciones ofensivas como defensivas (para elegir las cuales no alcanza con saber si es momento de atacar o defenderse). Por último, pero muy importante, es evidente que no tiene por qué darse una situación idéntica en todos los planos. Pueden ser posibles ofensivas reivindicativas (sindicales por ejemplo) sin que las mismas sean posibles en términos políticos o ideológicos, y viceversa.
Si tomamos todo esto en consideración, lo que surge es que las afirmaciones de Mosquera y de Canary no dicen en concreto nada relevante a ningún militante. El genérico reconocimiento de que la clase obrera se halla a la defensiva –que hubiera sido igual de válido hace diez, treinta o cuarenta años– es muy poca cosa. Ambos textos reflejan más un estado de ánimo que una propuesta concreta de acción política, y muy poco es lo que nos dicen respecto a la pregunta de siempre: ¿qué hacer?
Desde mediados de los años noventa, y habiendo reconocido sin tapujos ni atenuantes una situación de “derrota histórica” sentenciada entre los ochenta y noventa, Perry Anderson viene instando a las izquierdas a abandonar las actitudes de acomodación con el sistema o de consuelo auto indulgente, en favor de un realismo intransigente. En un texto famoso del año 2000 que serviría como orientación general ante los nuevos tiempos de una renovada New Left Review expuso sin rodeos el significado de “intransigente”: “Intransigente en dos sentidos: negándose a toda componenda con el sistema imperante y rechazando toda piedad y eufemismo que puedan infravalorar su poder”. La intransigencia que propugnaba, empero, no implicaba ningún sectarismo:
De ello no se desprende ningún tipo de maximalismo estéril. La revista debería expresar siempre su solidaridad con los esfuerzos en favor de una vida mejor, por más modesta que sea su envergadura, pero puede apoyar todo tipo de movimiento local o de reforma limitada, sin pretender además que alteren la naturaleza del sistema. Lo que no puede, o no debería hacer, es dar crédito a las ilusiones de que el sistema avanza en una dirección de progreso, o bien sostener mitos conformistas de que es urgente y necesario protegerle de las fuerzas reaccionarias (…).
Autor de una obra extensa y exquisita, nadie podría acusar de dogmatismo o estrechez de miras a quien posiblemente sea el intelectual marxista vivo más importante. Sin embargo, como resulta manifiesto, el grueso de la izquierda intelectual y la mayor parte de la izquierda política –señaladamente en sus versiones progresistas– no prestó atención a sus palabras. La acomodación y el consuelo avanzaron a lo loco. Los mitos conformistas están a la orden del día.
Pocos años después, en una lúcida recapitulación sobre la importancia de las ideas y la acción política en el cambio histórico a la luz de la evidencia de los últimos siglos, Anderson expuso con elocuencia las lecciones que deberíamos sacar. Vale la pena citarlo extensamente:
¿Cuáles son las lecciones de esta historia para la izquierda? Primero y principal, que las ideas cuentan en el balance de la acción política y los resultados del cambio histórico. En los tres grandes casos de impacto ideológico moderno, la Ilustración, el marxismo y el neoliberalismo, el patrón fue el mismo. En cada caso se desarrolló un sistema de ideas con un alto grado de sofisticación, en condiciones de aislamiento inicial de –y en tensión con– el entorno político circundante, y con poca o ninguna esperanza de influencia inmediata. Fue sólo al producirse el estallido de una crisis objetiva muy importante, de la cual ninguno de estos sistemas fue responsable, que recursos intelectuales subjetivos que fueron acumulándose gradualmente en los márgenes más apacibles adquirieron súbitamente una fuerza arrolladora como ideologías capaces de influir directamente sobre el curso de los acontecimientos. Tal fue el patrón en los años 1790, 1910 y 1980. Cuanto más radical e intransigente era el cuerpo de ideas, tanto más impetuosos fueron sus efectos en el contexto de las turbulentas condiciones de la época. La resistencia y el disenso están lejos de haber muerto, pero carecen todavía de cualquier articulación política sistemática e intransigente. La experiencia sugiere que no se conseguirá mucho por medio de cambios débiles o acuerdos eufemísticos con relación al estado de cosas existente, como los que hoy podrían impulsar muchas fuerzas políticas que aparecen representando una cultura aggiornada de la izquierda. Lo que es necesario, y que no ocurrirá de la noche a la mañana, es un espíritu totalmente diferente: un análisis cáustico, resuelto, si es necesario brutal, del mundo tal cual es, sin concesión a las arrogantes demandas de la derecha, a los mitos conformistas del centro ni tampoco a la devoción bienpensante de muchos en la izquierda. Las ideas incapaces de conmocionar al mundo también son incapaces de sacudirlo.
Por desgracia, el grueso de las izquierdas no escuchó a Perry Anderson o, si lo escuchó, no le hizo caso alguno. La inmensa mayoría de la intelectualidad y de las organizaciones militantes que de una u otra manera se consideran de izquierdas renunció a todo horizonte revolucionario, abrazó alguna forma de posmodernismo, se refugió en las políticas de la identidad, buscó consuelo en la micro política, se ilusionó con la posibilidad de cambiar el mundo sin tomar el poder, pasó sin muchas transiciones a apoyar a cualquier gobierno progresista que apareciera por ahí, se intoxicó de corrección política.
Contra viento y marea, los pequeños partidos y agrupaciones que se mantuvieron leales a la perspectiva marxista (fundamentalmente las organizaciones trotskistas) aguantaron los trapos como pudieron. Conservaron en sus documentos el objetivo comunista, la orientación insurreccional y la estrategia revolucionaria, pero en su práctica cotidiana priorizaron en general las tácticas sindicales y electorales. De la revolución y del socialismo se hablaba en las reuniones partidarias (cuando se hablaba); con la gente de a pie las conversaciones políticas rara vez pasaban de las reivindicaciones más inmediatas.
Por supuesto, hubo momentos –como los años noventa– en los que hablar ante un auditorio popular de revolución o de comunismo era casi imposible. Quien lo intentara pasaría más por marciano que por marxista. Una actitud defensiva, en un contexto así, no solo resulta comprensible: era virtualmente ineludible. Pero una cosa es estar social o políticamente a la defensiva y otra muy diferente cambiar los objetivos o modificar las convicciones. Perry Anderson diagnosticaba con realismo lo primero y lo consideraba una situación que se prolongaría en el tiempo. Pero apuntaba que había sido el radicalismo y la intransigencia a contracorriente lo que había llevado al éxito a los tres grandes movimientos ideológicos modernos. Lejos de moderarse y aggiornarse, la izquierda debía ser intransigente en sus principios. Esto no implicaba necesariamente, por supuesto, ningún sectarismo reivindicativo ni ninguna negativa a explorar nuevos problemas o proponer soluciones novedosas a viejos dilemas, siempre y cuando estuviera clara la necesidad del derrocamiento del poder capitalista y la transformación revolucionaria de las relaciones de producción.
Como es evidente, nada parece haber estado menos claro. Con la excepción de un puñado de organizaciones políticas y de unas cuantas figuras intelectuales, el grueso de quienes se consideran críticos del sistema se aferró a los clavos ardientes de la política identitaria y de un reformismo cada vez más aguado, siempre dispuestos (aunque con entusiasmo menguante) a brindar su apoyo al “mal menor”. Era una vía muerta. Aceptar las reglas de juego imperantes, minimizar los antagonismos de clase, suspender por tiempo indefinido la crítica radical al sistema, posponer eternamente la afirmación de los objetivos revolucionarios, lejos de ayudar a consolidar posiciones defensivas de la clase trabajadora, colaboró en acrecentar su desorientación, acentuó su desbandada, sumó fragmentación subjetiva a la fragmentación objetiva.
Lo que resultaba indispensable hace treinta años, y sigue siendo imperioso hoy en día, es instalar un horizonte revolucionario a los ojos de las masas. Pero no se lo logrará de un día para el otro. Y no se lo conseguirá nunca si las fuerzas socialistas se extravían en un tacticismo sin estrategia o suspenden por mal tiempo la lucha ideológica. En estos tiempos de desconcierto los revolucionarios debemos dar un paso adelante y hablar sin pelos en la lengua, poniendo llegado el caso en segundo plano las tácticas sindicales o electorales para revalorizar la propaganda ideológica, la lucha de ideas.
Hay que reconocer sin hesitación que Anderson estaba en lo cierto al aconsejarnos radicalidad e intransigencia en las ideas. Y en la actualidad hay un conjunto de circunstancias que nos permiten ensayar una cierta ofensiva cuando menos en el plano ideológico. Esto es: poder interpelar a amplios sectores de la clase trabajadora hablando a viva voz de la revolución y del comunismo; exponiendo nuestras ideas y nuestros sueños. ¿Cuáles son esas circunstancias?
Lo primero que hay que considerar es que tanto las derrotas de los setenta como el descalabro del “socialismo real” a principios de los noventa tienen un impacto subjetivo cercano a cero para la mayor parte de la ciudadanía actual: o bien no habían nacido o eran demasiado jóvenes para que estos acontecimientos les impactaran de manera significativa.
Aunque es un arma de doble filo, las tecnologías digitales ofrecen posibilidades de difusión masiva inaccesibles en el pasado. Hay que apreciar sus posibilidades sin tener ceguera ante sus riesgos ni menoscabar la militancia cara a cara. Sería necio entusiasmarse acríticamente ante tecnologías cuyo efecto socialmente dañino es considerable, como comprenderá cualquiera que lea libros como Superficiales, de Nicholas Carr. Quizá no sea del todo azaroso que sean las derechas radicales las que hasta ahora han hecho un uso más efectivo de las “redes”. Es un asunto que amerita estudios serios, debate constante, supervisión crítica. Pero no hay dudas que hay allí un espacio para el lanzamiento de ideas con una capacidad potencial de llegada incomparable.
En medio de una situación de crisis, en muchos países se empiezan a abrir espacios para los discursos más abiertamente ideológicos. Bolsones crecientes de la población se hallan a la búsqueda de alternativas radicales o que parezcan serlo (en Argentina, ese fue el atractivo de Milei); hay más predisposición a escuchar propuestas que se salgan de los carriles habituales. Asumir que será la derecha quien logre canalizar ese descontento es renunciar a una pelea necesaria. Y para darla no será buen consejero el minimalismo programático. Será más factible conectar con las masas descontentas si la izquierda radical expone a la luz del día sus objetivos revolucionarios, que si se limita a la defensa de instituciones manifiestamente degradadas ante peligros hipotéticamente mayores.
El fracaso ostensible (a veces estrepitoso) de los gobiernos progresistas, aunque en lo inmediato pueda favorecer electoralmente a la derecha, a mediano plazo abre posibilidades a la izquierda radical, si la misma no renuncia a su radicalismo y actúa con inteligencia. Y al menos en la Argentina, el FITU ofrece una plataforma mínima como para lanzar una ofensiva ideológica que apueste a acercar a amplios sectores un mensaje comunista y revolucionario sin subterfugios. Si este no es el momento, ¿entonces cuándo?
Es posible, como afirma Martín Mosquera, que estemos “presenciando el cierre de un largo ciclo en la historia de la izquierda a nivel global”. Pero no habría que apresurarse y darlo por hecho. Hay un abismo entre la coyuntura actual y aquella marcada por la debacle de la URSS a comienzos de los noventa con la que, indudablemente, se cerró un ciclo histórico. El ascenso actual de fuerzas de ultraderecha no es equiparable en lo más mínimo. Tampoco se trata de una tendencia uniforme. Recientemente el Nuevo Frente Popular francés derrotó en las elecciones a la extrema derecha francesa. Gabriel Boric asumió el poder hace poco más de dos años. No es completamente seguro que Trump gane las elecciones en USA. No hay ninguna razón para esperar que las nuevas derechas se afiancen de manera generalizada y por largo plazo en el poder. Y lo que es esencial: las supuestas derechas radicales de la actualidad, a diferencia del fascismo del siglo XX, carecen de un modelo social alternativo al capitalismo liberal. Los gobiernos de este fantasmagórico “fascismo” introdujeron pocas modificaciones estructurales y en no pocas ocasiones debieron abandonar el poder tras un único mandato decepcionante: es lo que ocurrió con Trump y Bolsonaro.
En realidad, la clave de la política contemporánea es una ausencia: la ausencia de verdaderas alternativas radicales con influencia de masas portadoras de una opción al capitalismo y/o a las democracias liberales. Por regla general, en condiciones de estabilidad domina sin despeinarse un extremo centro neoliberal con “buenos modales”. Cuando llega la crisis se hacen fuertes las versiones aparentemente radicalizadas de ese neoliberalismo basal, carentes por igual de verdaderas propuestas diferentes a una economía capitalista crecientemente desregulada y a la democracia liberal. Allí donde el ciclo económico resulta circunstancialmente favorable, gobiernos tanto de “izquierda” como de derecha pueden afianzarse por una década, rara vez por dos. Pero los ciclos locales de bonanza son cada vez más raros y cortos: la economía mundial se halla atascada (los países que crecen casi siempre lo hacen a expensas de otros) y, en lo sucesivo, a las recesiones económicas cada vez más pronunciadas y frecuentes habrá que agregar los efectos del cambio climático, una crisis geopolítica acrecentada y, cada vez más, una crítica situación energética. Pero en la medida en que no aparezcan opciones genuinas al capitalismo del desastre las sociedades seguirán oscilando entre fuerzas políticas dedicadas a administrar sin transformar (o haciéndolo cosméticamente) una realidad que, para las grandes mayorías, será cada vez más invivible. El punto de partida es el que expusimos colectivamente en Por un futuro comunista. Manifiesto de la Asamblea de intelectuales socialistas: “ante la dinámica crítica en la cual nos vemos inmersos, o inventamos o erramos. Sin revolución, no se avizora ninguna verdadera solución. Hay que atreverse a inventar un futuro comunista”.
De todos modos, antes que repentinos colapsos sociales, económicos, ecológicos o políticos (que de todos modos no se pueden descartar en algunos sitios), lo más probable es que en los lustros por venir asistamos a una lenta sucesión de crisis que se solapen y potencien prolongándose en el tiempo sin “resoluciones” nítidas. En esa situación de crisis prolongada (y que en el límite puede ser “naturalizada” y experimentada como una nueva normalidad) las políticas de administración de lo dado o de reformas limitadas tendrán poco que ofrecer, aunque siempre podrán ofrecer algo y, en las coyunturas favorables, podrán presentar una mejoría temporal y precaria como si se tratara de una situación estable. Pasado el breve período con “viento de cola” las masas trabajadoras se hallarán regularmente en una situación peor que la anterior (abundan los ejemplos en el pasado reciente). Sobrarán motivos para el descontento y habrá tendencias a la radicalización. Pero, por si solas, ni la miseria ni la desesperación conducen a proyectos revolucionarios. Es indispensable que las ideas revolucionarias estén públicamente disponibles a gran escala para que el proletariado descontento se decida a tomar el cielo por asalto. Nuestra tarea es reponer en el imaginario social la opción socialista revolucionaria. Eso es lo que tenemos que hacer.
La lucha de ideas será ciertamente compleja. Pero poco se ganará con actitudes puramente defensivas o con esquematismos intelectuales. Por ejemplo, la defensa de la democracia no puede consistir en la apología de las democracias capitalistas: debe basarse en la crítica sin subterfugios de las mismas y en la propuesta de una democracia superadora. La defensa de lo público no debería confundirse, sin más, con la defensa del Estado, mucho menos actual. De manera aún más complicada: en el campo intelectual habrá que defender a la ciencia como principio, pero criticar sin complejos a las instituciones científicas realmente existentes, mercantilizadas en su mayoría y sometidas de manera directa o indirecta a las necesidades del capital. Habrá que defender a la ciencia del “terraplanismo” de la derecha, pero también del irracionalismo de la izquierda posmoderna. Y habrá que desarrollar una política socialista de la ciencia pensada para sustraerla de las garras del capital y orientarla en otras direcciones: por ejemplo priorizando la ciencia básica por encima de la aplicada, incentivando la investigación en tecnologías de bajo impacto ecológico en lugar de tecnologías “extremas”, etc.
Una orientación intelectual o política, cualquiera que sea, puede ser ejecutada con virtuosismo o sin él. En cualquier caso, conviene diferenciar las partituras de los intérpretes. En nombre de la crítica al dogmatismo, Henrique Canary critica en realidad al radicalismo que es consustancial a la izquierda revolucionaria. Sin embargo, es evidente, se puede defender sin dogmatismo alguno una perspectiva revolucionaria en general, así como la necesidad e incluso la posibilidad de una política revolucionaria en el presente. Robert Brenner, uno de los historiadores y economistas más sofisticados del último medio siglo, escribió en 2017:
Tras cuatro décadas de continuo declive económico y descenso del nivel de vida, las promesas de la Edad de Oro del capitalismo se han visto brutalmente frustradas. El llamamiento a la eliminación del capitalismo, que no hace mucho podía tacharse de irrealista y utópico, debe ser hoy el punto de partida de cualquier izquierda realista. [1].
Aunque pueda parecer disonante y en ocasiones se den notas en falso, para que la humanidad no pierda toda esperanza de realización de los ideales de la libertad, la igualdad y la solidaridad, son las estrofas de La Internacional las que habrá que interpretar, hoy y en las décadas por venir.
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