El inoportuno tropiezo del presidente Joe Biden se volvió viral, justo el día en que la Casa Blanca se había propuesto dar muestras de fortaleza frente a China.
Sábado 20 de marzo de 2021 00:26
La caída en tres tiempos del presidente norteamericano, Joe Biden, en las escalinatas del Air Force, cuando abordaba el vuelo rumbo a Atlanta, acaparó por varias horas la atención de los medios y las redes sociales. Tanto el entorno presidencial como el propio Biden, que se recuperó rápidamente y hasta hizo el tradicional saludo militar desde la puerta del avión, se esforzaron en bajarle el precio al percance y dar vuelta la página. Pero el inoportuno tropiezo presidencial se volvió viral, justo el día en que la Casa Blanca se había propuesto dar muestras de fortaleza frente a China, el rival geopolítico por excelencia del imperialismo norteamericano.
Y aquí vamos a la noticia de política exterior más importante de la semana que termina: la primera reunión oficial de la era Biden entre funcionarios de alto rango de los gobiernos de Estados Unidos y China. La mini cumbre se realizó el 18 y 19 de marzo, en la helada ciudad de Anchorage, en la remota Alaska. Por parte del gobierno de Biden participaron Antony Blinken y Jake Sullivan, secretario de Estado y asesor de seguridad nacional respectivamente. Y del lado de Beijing, el consejero de Estado, Yang Jiechi, y el jefe de la diplomacia Wang Yi.
Las expectativas sobre el resultado de este primer encuentro “post Trump” eran bajas. Nadie esperaba que en Alaska se “reseteara” la relación entre las dos economías más grandes del mundo, seriamente deteriorada en los últimos cuatro años de hostilidades y guerras comerciales. Entre otras cosas, porque la administración Biden aún tiene que definir cuál será su estrategia para lidiar con el ascenso de China, y en general su política exterior, más allá del eslogan general de que “América ha vuelto”.
El balance todavía es incierto. Pero todo indica que más que las negociaciones privadas, la clave de esta reunión bilateral fue la apertura transmitida por televisión, que funcionó como una gran puesta en escena, dirigida en primer lugar a las audiencias nacionales de los participantes.
Lo que debía ser un breve intercambio protocolar se transformó en una disputa mediática intensa que se prolongó por una hora. Blinken aprovechó las cámaras para hacer su performance diplomática. Anunció que el interés de Estados Unidos era abordar acciones represivas de China en Hong Kong; la persecución a la minoría uigur, las situación de Taiwán, y volvió a acusar al gobierno chino de perpetrar ciberataques contra Estados Unidos y ejercer presiones económicas contra aliados regionales del imperialismo norteamericano, en referencia a las tarifas impuestas por Beijing contra Australia. En síntesis acusó a China de “amenazar el orden basado en leyes que mantienen la estabilidad global”. La respuesta china estuvo a la altura del ataque. El consejero de estado propagandizó los logros del gobierno de Xi Jinping en particular en el manejo de la pandemia del coronavirus. Y le recordó a su colega norteamericano que Estados Unidos no representaba los valores universales “democráticos, que tenía serios problemas internos de “derechos humanos” como el racismo, de los que debería ocuparse la Casa Blanca.
Que funcionó como un espectáculo lo confirma que después de esta tensión transmitida en vivo, la reunión siguió en privado como estaba previsto.
Pero agotar todo el significado geopolítico de la cuestión en el aspecto teatral sería hacer una lectura superficial.
No se trata solo de un juego de imagen, sino de una contradicción estructural entre la decadencia imperial de Estados Unidos y el ascenso de China que si bien no disputa la hegemonía mundial se ha transformado en el competidor estratégico para el imperialismo norteamericano. Como dijo Blinken, China “es el mayor test geopolítico del siglo 21”.
La necesidad de contener y retrasar el avance de China es una política de estado para Estados Unidos. Las diferencias entre demócratas y republicanos están en el terreno de la táctica. El gobierno de Obama respondió a esa amenaza estratégica con el llamado “pivote” hacia la región del Asia Pacífico, que implicaba una política económica y militar de aislamiento multilateral de China, a través del Tratado Transpacífico. Donald Trump eligió el camino de enfrentamiento bilateral, a través de guerras comerciales. Y le dio nuevo impulso al Diálogo Cuadrilateral de Seguridad, conocido en la jerga como “cuarteto”, una política de seguridad común con Japón, Australia y la India, concebida bajo el primer gobierno de George Bush para mantener “abierta y libre” la región del Indo-Pacífico, lo que quiere decir, libre la influencia decisiva de China.
La administración Biden parece seguir los pasos de Trump. Parte de la coreografía que se expresó en el primer encuentro bilateral con China era posicionarse desde “una posición de fuerza”. En los días previos a la reunión de Alaska, el presidente norteamericano participó de una cumbre virtual del “cuarteto” que ha reforzado la presencia militar en el Mar de China Meridional para cercar a China. Y el secretario de Defensa, Lloyd Austin, se encuentra en la India como parte de una gira por Asia para alistar a sus aliados contra China. Según el jefe del Pentágono, en los últimos 20 años mientras Estados Unidos estaba concentrado en Medio Oriente China modernizó su capacidad militar, y aunque la disparidad sigue siendo enorme (el gasto militar de Estados Unidos es igual a los presupuestos de defensa de los 10 países que le siguen tomados en conjunto) es la justificación del Pentágono para duplicar el presupuesto de la llamada “Iniciativa de Disuasión del Pacífico” que incluye el despliegue de misiles de precisión en Japón y Taiwan apuntando contra China.
Más allá de los gestos para deshacer la herencia de Trump, en la política exterior el gobierno de Biden mantiene una mayor continuidad con su antecesor de lo que está dispuesto a reconocer. En Medio Oriente la promesa de retornar al acuerdo nuclear con Irán viene cargada de condicionamientos e imposiciones. Además, Biden reafirmó la alianza estratégica de Estados Unidos con Arabia Saudita, a pesar de haber ordenado publicar el informe de sus agencias de inteligencia sobre el rol del príncipe Mohamed Bin Salman en el asesinato y descuartizamiento del periodista Jamal Kashoggi, mientras le dice asesino a Putin. En el documento que acaba de publicar la Casa Blanca en el que plantea las líneas generales de su estrategia provisoria de seguridad nacional, China es definida como “el único competidor potencialmente capaz de combinar su poder económico, diplomático, militar y tecnológico para plantear un desafío sostenido al sistema internacional abierto y estable. Rusia sigue decidida a reforzar su influencia global y jugar un rol disruptivo en la escena mundial”, además de señalar a “potencias regionales” como Irán y Corea del Norte como amenazas para la seguridad norteamericana y de sus aliados.
Esta política hostil hacia China, tiene su correlato en crear una base social interna, una opinión pública favorable a acciones eventualmente más agresivas. El gobierno de Trump alentó peligrosamente el sentimiento anti chino entre la población norteamericana. El horrendo crimen de odio perpetrado en estos días en Atlanta contra la comunidad asiático-americana, que dejó un saldo de ocho muertos, la mayoría de ellos mujeres de origen asiático, debe mirarse en el espejo de las políticas imperialistas.
Claudia Cinatti
Staff de la revista Estrategia Internacional, escribe en la sección Internacional de La Izquierda Diario.