El museo de arte moderno Reina Sofía clausura en pocos días su recorrido a través del vanguardismo ruso.
Viernes 19 de octubre de 2018
Bajo el título general de Dadá ruso 1914-1924, la exposición da muestra de un abanico inmenso de creatividad de la mano de las principales corrientes artísticas de la Rusia pre y postrevolucionaria, desde el suprematismo de Malévich, al constructivismo de Tatlin.
La exposición recoge los principales rasgos que atraviesan las vanguardias rusas que dominaron el panorama artístico del país desde el inicio de la guerra hasta la muerte de Lenin, momento de inflexión en el que la burocratización de las artes comienza a eliminarlas en pos del ‘realismo socialista’ que predominaría con Stalin.
La visión común de las vanguardias oscila entre dos posturas tan enfrentadas como complementarias: aquella que ve en l’art pour l’art la exaltación libre del artista, la emancipación de las formas de la constreñida figuración; y aquella que ve en la vanguardia un arte pobre que podría hacer “hasta un niño”. Los artistas rusos se desmarcaron de ambas posturas. Reconocieron la necesidad de nuevos lenguajes artísticos que rompieran con el realismo burgués y las estructuras académicas que, como una casta, establecía los criterios. Pero, a su vez, el arte no podía aislarse del mundo real. A esta hambre estética sumaban la visión de un mundo cada vez más agonizante; los hombres morían entre el metal de las ametralladoras y el barro de las trincheras, en una descarnada guerra imperialista, el Estado zarista cada vez era más represivo y ahogaba más a trabajadores y campesinos. Mientras tanto, las élites artísticas se codeaban con los poderosos y discutían sobre el significado de un trazo en una obra de Monet.
Nunca antes el arte fue tan politizado y, a la vez, tan sutil y libre de fronteras formales y estilísticas. Los vanguardistas rusos pronto rompieron con el futurismo de Marinetti, el cual estaba empapado de tintes fascistas. Dejaron de hacer culto al ego del artista y tomaron como sujeto de referencia a la colectividad, que no podía ser otro que el proletariado ruso, «forjador de un mundo nuevo», que diría Malévich.
Por ello, pese a ser paradójico las obras de Malévich, Lissitzky o Ródchenko no se reducen a cuadros y esculturas para exposición. Casi en su totalidad, las obras expuestas contienen un valor social y político, que no sirven (y me atrevería a decir que aun hoy es así) para la mera contemplación estética. De aquí se derivaba una versatilidad artística sin igual que se expresaba en panfletos, rótulos para películas, decorado para obras de teatro, collage que componían carteles de propaganda. En palabras de Gustav Klutsis «las formas antiguas de arte visual, con sus técnicas y métodos de trabajo atrasados, no resultaban adecuadas para la agitación de masas que necesita la revolución».
Las obras adquirieron un lenguaje simplificado, universal y accesible para las clases más humildes, cuyas galerías de arte eran las calles donde empezó a combatirse el antiguo régimen. Pero no sólo a las masas se dirigía el colectivo, sino que en cierto sentido, los artistas rusos entendían que eran los trabajadores quienes desarrollaban ese arte al convertirlo en un trabajo social. Habida cuenta de la dimensión de algunas obras, como el Monumento a la III Internacional, de Tatlin, o la misma cartelería, el arte se había vuelto una labor productiva que impulsaban y visibilizaban cientos de trabajadores. El consumo del arte estaba, por tanto, mediado por su dimensión social y política.
A su vez, la complejidad técnica y la creación de diversos estilos hacían que no se pudiera reducir estas creaciones a un “arte panfletario”. No eran creaciones obvias, reivindicaban la creatividad y la imaginación, remitiendo al explosivo cambio social que se vivía por entonces. El arte debía ser, además de una herramienta, un reflejo de los nuevos tiempos que se avecinaban.
Sin embargo, este afán creativo, de ver más allá del mundo inmediato, tomando el espíritu revolucionario no sólo en un contenido, sino también en su dimensión formal, se truncó después de la muerte de Lenin. La burocratización de la URSS hizo que, siendo el arte una labor social, quedara constreñido a mensajes de exaltación de la patria y a pastiches socialistas, y situó a estos artistas al filo de la navaja. Poco a poco, el ‘realismo social’ iría ganando terreno hasta volverse, no sólo un estilo hegemónico, sino, prácticamente, el único que estaba permitido. En 1932 se publica el Decreto sobre la reconstrucción de las organizaciones literarias y artísticas, en el que eliminaba todas las asociaciones proletarias para unificarlas en una sola organización.
Más mal que bien, algunos intentaron resistir esta tendencia. Un ejemplo de ello fue la fundación de la LEF (siglas en ruso del Frente de Izquierda de las Artes), que luchaban en el plano artístico contra la burocratización, haciéndose eco de las críticas que ya había hecho Trotsky. Este grupo lo compusieron desde artistas fundamentales de la vanguardia rusa como Ródchenko y Varvara Stepánova, hasta escritores de la magnitud de Isaak Bábel o Nikolai Aséiev y grandes cineastas como Einsenstein.
Todos sus esfuerzos serán vanos. En 1935, quedarían prohibido todo arte no-objetivo (ambigua categoría que sólo servía de cobertura para reprimir la creación artística). La vanguardia había muerto. Muchos artistas se exiliaron, otros permanecieron en la URSS y fueron asesinados en las purgas, como Bábel y Klutsis. Ante esto, la respuesta más crítica y contundente a tan brutal represión la dio Trotsky en julio de 1938, cuando publicó un Manifiesto por un arte libre y revolucionario, en el que denuncia cómo el régimen estalinista convierte a los artistas en meros mercenarios del Estado so pena de muerte y llamaba a la construcción de una Federación Internacional del Arte Independiente Revolucionario, organización afin a la IV Internacional que se crearía unos meses más tarde.
La exposición podrá verse en el Museo Reina Sofía de Madrid hasta el 22 de octubre.