Son incontables los trabajadores que se ven obligados a deambular por el circuito clandestino de la industria textil. Para estos costureros sin techo no hay más opción que producir a destajo para permanecer allí. Se lo conoce como el sistema de las “camas calientes” ya que duermen en el lugar donde son explotados laboralmente por extensas jornadas. Mientras el Ministerio de Trabajo nacional lanza campañas callejeras por el trabajo en blanco, no avanzó demasiado en cuanto a acabar con este tipo de trabajo semiesclavo: tan solo en la Ciudad de Buenos Aires y GBA se calcula que hay más de 5.000 talleres textiles clandestinos. Hacinamiento, falta de privacidad, ventilación e higiene junto a las máquinas de coser. La precariedad en la vivienda como contracara de un negocio que produce millones. Así lo manifiestan los crudos testimonios de esta nota.
Sábado 20 de septiembre de 2014
BETSABÉ es de La Rioja y se vino con su pareja, Eduardo, hace 10 años a la Capital Federal. Ambos jóvenes y para ese entonces sin hijos. Los alquileres fueron la primera barrera con la que se encontró su sueño de vivir solos. No tuvieron más opción que ingresar a un taller clandestino.
“Llegamos a Paternal. Dormíamos en una habitación 3 x 3 con 12 personas más. El taller y la vivienda eran en el mismo lugar. Las pertenencias las teníamos arriba de la cama, en los pies. Había niños y ellos estaban en la pieza. La habitación estaba rodeada de cuchetas triples. La única privacidad era una tela que salía de la cama de arriba como si fuera una cortina. El espacio íntimo de los dos era el de una cama de una plaza. Trabajábamos de 6:30 a 22:30 horas. Se dormía alrededor de 6 horas. Había tres baños para 20, pero con ducha era solo uno. La higiene personal dependía de vos pero con un solo baño con ducha no se podía hacer mucho. Varios días se pasaban sin ducharse. Nosotros comíamos sentados en nuestras camas. La ventilación no era buena, no había ventanas… la entrada y salida del taller era como un garaje y no teníamos la llave”.
RICHARD llegó de Bolivia en el 2011. Estuvo buscando un techo y trabajo entusiasmado con las radios de la colectividad que auguraban trabajo en textiles. Un contacto lo llevó a un taller en Retiro.
“Fui solo a vivir a un taller en Retiro dentro de la Villa 31. Durante un año. Estábamos al lado de la vivienda de los dueños. En una pieza entrabamos como cinco trabajadores y en el taller éramos 15. La mayoría fueron traídos de La Paz (Bolivia) con la promesa de un sueldo en dólares que nunca se cumplía. Costurábamos para marcas conocidas. Cuando caía una inspección solo se quedaban los que tenían documento, los demás eran llevados por la terraza a la casa de los dueños. Y así vivíamos migrando de un lado a otro por la terraza. Lo único que teníamos era nuestra ropa que la teníamos al lado de la cama. Las camas eran marineras y aún recuerdo la inhalación permanente de polvo y polvillo… incluso cuando dormíamos. Para bañarnos teníamos que hacer cola. No había comedor ni patio. La comida se servía en el mismo taller, mientras trabajaban”
HUMBERTO entraba en la adolescencia y a un taller clandestino junto a sus padres. De Oruro habían migrado en los `90 y desde ese entonces se las ingeniaron para alquilar. La situación económica en la Argentina empeoraba y ya no podían costear el precio de la vivienda.
“Era 2002 en San Alberto (La Matanza). Dos años estuvimos con mi padre y madre viviendo allí en el taller donde trabajábamos. Dormíamos en una habitación sin ventana ni puerta. Solo con dos camas, bolsos y una mesita. Dormíamos uno en cada cama y otro en el piso. Había cuatro niños, estaban en el taller. La privacidad la tenía solo el patrón, las demás habitaciones estaban con cortinas. Teníamos 12 o 18 horas de trabajo y a veces 24 horas. Dormíamos 4 o 5 horas como mucho. Los domingos visitábamos a familiares, pero no podían visitarnos. El inodoro estaba roto, la canilla con pérdida de agua, no había ducha. Calentábamos agua y la cargábamos con agua fría para bañarnos con un jarrito. Había una cocina de cuatro hornallas donde funcionaba una sola, con garrafa. Comíamos en la pieza y nos turnábamos para cocinar y nos turnábamos para limpiar. Había mala ventilación, el patio tenía aguas retenidas con olor nauseabundo, y el taller dejaba mucho polvillo en el ambiente. Había poca iluminación, oscuro, aún recuerdo como forzábamos la vista. Si nos enfermábamos, tratábamos de que se nos pase con remedios caseros, en caso de agravarse recién acudíamos al hospital, pero eso nos podía hacer peligrar el trabajo… y el techo”.
En el 2006 sucedió el terrible incendió del taller Luis Viale en el barrio porteño de Caballito. Allí murieron dos costureros y cuatro menores de edad que no lograron escapar del encierro cuando un televisor precariamente colocado cayó sobre los rollos de tela que rápidamente se prendieron fuego. Las cenizas dejaron las huellas de lo que tantos testimonios relatan. Sobre los cadáveres incinerados el gobierno de la Ciudad tuvo que reconocer que ese lugar estaba legalmente habilitado. La Justicia dejó libre de culpa y cargo a los fabricantes. Pasaron más de 8 años y sin embargo, parece no inmutarse la rutina insalubre de miles de trabajadores de ir “del trabajo a la cama caliente”.