Ilustracion de David Martiashvili
Martes. Tipo diez de la mañana le mando un audio a Martín, el coordinador del CENMA en el que hice las prácticas docentes. Me preocupa la situación que atravesamos los colegios para adultos: los estudiantes dejaron de participar en el classroom, no se conectan a los encuentros por Meet, varios salieron de los grupos de Whatsapp de las materias.
Espero un par de horas y, como no hay respuesta, insisto y le mando dos audios más. No quiero molestar, pero necesito saber qué estrategias desplegar para enfrentar el desinterés que, en la mayoría de los casos, termina en deserción.
Pasada la medianoche, responde.
Hola loco, ¿cómo estás? Perdoná que te hable a esta ahora. Pasa que recién termino con el cole. Aunque ya estoy en la cama, me despabilo.
Nos estamos quedando sin gente -digo.
Mirá, nosotros… Qué se yo, te diría que participa un sesenta por ciento, poco más. Con sus ritmos, sus altibajos, pero participan.” Martín me cuenta que, para sostener al grupo, decidió centralizar él mismo gran parte de la comunicación con los estudiantes. Les envía personalmente las actividades de cada materia, lo que le permite tener un contacto diario con ellos. Y no solo hablan de temas escolares sino de las complicaciones particulares que pueden estar transitando a causa de la pandemia y la cuarentena.
Además -prosigue cuando ya perdimos el sueño- los docentes me mandan a mí todas las actividades, yo las organizo y se las reenvío a los estudiantes.
O sea que todo pasa por vos.
Estos últimos días, sí -dice al final-. Vengo laburando doce horas, mínimo. Pero hace falta, no hay otra si no queremos perderlos. Esta opción aparece como un modo, entre otros, de sostener el vínculo entre los estudiantes y la escuela, algo fundamental en la educación y que este contexto viene resquebrajando. Días más tarde hablo con unos amigos de un Ipem. Están en una zona vulnerable y me cuentan que apenas pueden sostener la mitad de la matrícula de la escuela. Dicen que hace cuatro años que los estudiantes no reciben una computadora, algo que en este momento les facilitaría las cosas, y que los celulares que usan son viejos, lentos, con pocos datos.
¿Y cómo hacen?
Papel. Casi todo el material educativo circula en papel. Lo imprimimos, se los llevamos de alguna forma. Los docentes sacan fotocopias de las actividades y las explicaciones para que sean retiradas en el edificio escolar, una vez por semana. Pagan ellos. En el barrio casi nadie tiene internet en la casa, mucho menos una impresora. Por eso, en el Ipem siempre hay alguien que, al límite de lo permitido por la ley, entrega las tareas, las recibe, las escanea y se las envía a los docentes para las correcciones. La realidad de estos colegios no es excepcional y, sin embargo, pareciera no ocupar un lugar central en las discusiones político-pedagógicas. Los debates en materia educativa vienen girando en torno a los usos de las herramientas tecnológicas y las diferentes aplicaciones para clases virtuales. Para capacitar a los docentes en la enseñanza a distancia, pululan los cursos y conferencias por canales como Youtube o redes sociales como Instagram. Se han dado fuertes debates en torno a la evaluación, la sobrecarga laboral docente, la cantidad de tarea que envían las seños y los profes. Para hacer frente a las demandas, en las últimas semanas se anunciaron créditos para que los docentes puedan comprar una computadora y proseguir con las clases (porque, tal como los alumnos, no todos tienen internet ni computadoras en sus hogares). De eso se habla. Y todo bien, son preocupaciones totalmente válidas. Pero el foco se pone sólo en aquellos estudiantes que cuentan con recursos materiales y culturales para transitar la educación en la virtualidad, que habitan un espacio físico con relativas posibilidades de adecuación, y que poseen con una estructura familiar que (más allá de las dificultades) sirve de acompañamiento. ¿Qué pasa con el resto? ¿A dónde quedan los otros que, sin recursos, ven vulnerado su derecho a la educación? Ya circula por las redes el protocolo para cuando llegue el día de volver a las aulas. ¿Cuántas escuelas estarán en condiciones de cumplir las exigencias sanitarias? ¿Y las que no puedan adaptarse? Es como si el derecho a las clases fuese un derecho de clase. Suena el celular. Es Marcelo, un alumno de la nocturna del que hacía dos meses no tenía noticias.
Profe, me estoy poniendo al día. El fin de semana subí como veinte actividades que tenía atrasadas. Ahora estoy con su materia.
Ey, ¿qué te pasó? Estabas perdido.
Se me había roto el celular. Pero escuche, un día vino a casa la seño de mi hijo a preguntar por qué él no estaba haciendo la tarea. Y entonces le contamos que no teníamos más teléfono.
¿Y…?
Y a los dos días volvió y nos regaló uno, así Tiago no se atrasa tanto. Y bueno, yo aproveché y también me estoy poniendo al día. Este texto fue publicado originalmente por el diario Hoy Día Córdoba