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Red Internacional
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JORNALERAS DE SAN QUINTÍN. Detrás los surcos: historias de las mujeres de San Quintín

Son las primeras en levantarse y las últimas en acostarse. Las mujeres del Valle de San Quintín entregan su vida a los patrones y a la administración del mísero salario que reciben. Sin seguridad social y expuestas al acoso sexual, sus vidas son testimonio de la voracidad capitalista.

Martes 30 de enero de 2018

Un abanico es suficiente para refrescarse del calor, que no cesa en el cuartito donde Inés López Lázaro contesta todas mis preguntas. La mujer habla rápido mientras ahuyenta las moscas con su brazo derecho y suelta risotadas de oreja a oreja. Habla de mujeres y de los jornaleros sin desdoblar las piernas, que mantiene cruzadas a la orilla de su camastro. A sus 70 años y con 40 de vivir en este lugar, que desde la década de los 30 se convirtió en el campo agrícola más reconocido en el país, Inés presume de los partos que le han tocado atender.

– ¿Qué te puedo decir? Me siento bien por lo que hice, en las pulgas atendí a 78 partos, todos los niños están vivos – dice con calma.

En sus recuerdos salta el campamento Las Pulgas, a donde llegó por primera vez cuando salió huyendo de la pobreza en Santa Inés del Monte Xachila, Oaxaca, a mediados de 1970. Vino porque le ayudó su hermano mayor, quien nunca regresó a su pueblo. En Las Pulgas vivió más de 26 años.

“Cuando llegamos no había buenas casas. Los cuartos eran de láminas negra. Había personas que se morían de hambre, cuando llovía, recuerdo que en el año de 92 se cayeron los puentes, unos paisanos de Oaxaca me hablaron que venían tres tráileres de comida, pero esa comida no llego a nosotros (…) los hermanos Rodríguez (los dueños) quienes vendieron a cinco pesos la bolsita”, cuenta.

A los jornaleros que llegaban al campamento Las Pulgas los llamaban abonados (jornaleros que comen y pagaban a la semana), la mayoría de ellos acudía al comedor que atendía Inés porque era la que les vendía la comida a bajo precio y le daba fiado hasta dos semanas cuando se lo pedían.

Cierto día Inés recibió vista de dos mujeres de Guerrero que llegaron con siete niños pidiendo comida, llevaban tres días sin comer. Inés les ofreció ayuda: “Les di el almuerzo y un poco de despensas, mientras ellas descansaban yo espera con ansiedad a don Benjamín”.

Cuando llegó Benjamín Rodríguez, el dueño del rancho Los Pinos, Inés lo encaró, a pesar que la amenazó con echarla del campamento: “Mis paisanos tienen hambre, no porque seamos del sur por eso nos va a discriminar y si usted quiere correrme de aquí, pues ahí lo dejo a ver quién va a mantener a sus trabajadores”.

Eva Marcos Remedios llega con una mochila floreada con olor a hiervas podridas entre lodazal. Los demás se quedan mirando, pero la mujer, cuyo cuerpo se pelea a diario con el viento para que no se la lleve, ni siquiera les hace caso. Afuera, un remolino empolva el ataúd donde reposan los restos mortales de Gudelia Lázaro López.

Eva mira en silencio a los familiares de Gudelia, a quien conoció cuando llegó a San Quintín expulsada de la comunidad de Joya Real, municipio de Cochoapa el Grande, desde que se instaló en la colonia Santa María los Pinos conocido también como las “casitas”, trabó amistad con la difunta, quien al morir dejó cuatro hijos: Carlos, Rodrigo, Adriana y William. Ellos no conocieron al papá, ni abuelos ni tíos que se quedaron en la mixteca oaxaqueña, el único contacto que tuvieron con ellos fue por llamada telefónica.

Ahí también la conoció Lucila Hernández, líder de la organización Alianza de Mujeres Jornaleras de todos los Colores A. C. Ahora, y quien ahora trata de descifrar la vida de la jornalera que falleció en los surcos del sector 1, malla 20, del rancho Los Pinos, atropellada por un camión que la llevó a este lugar para cortar jitomate.

Lucila recuerda que un día llegó a su casa una jornalera a preparar comida para unos 25 abonados, la mujer vio que sobró la comida y le dijo que en una galera del campamento Las Pulgas una mujer llevaba días sin comer porque estaba recién parida. De ese encuentro en la galera nació su amistad con Gudelia.

“Le llevé comida de lo que me sobró – cuenta –, lo hice porque soy mujer, también pensando un poco de mí, que algún día iba a necesitar ayuda de los demás. A pesar de que era muy joven, tenía como 19 años, cuando me vio se puso muy contenta a pesar de que era una mujer joven en ese tiempo se veía de muchos años, le dije oiga le traigo comida porque para que coma con los niños, ella me contestó: ‘no tengo marido, por lo que debo de lavar ropa ajena para darle de comer a mis dos niños’. Eso me dolió porque era mamá de mi segundo parto, una niña de tres o cuatro meses”.

Lucila narra la historia de Gudelia y de otras mujeres jornaleras que han tenido que ingeniárselas para criar a sus hijos cuando son abandonadas por sus parejas, que tienen que trabajar en la pisca y en sus días de descanso lavan ropa ajena; así sobreviven, pero no logran mandar a sus hijos a las escuelas, porque por más que le hagan nomás no les alcanza el dinero.

Eva escucha la conversación con enfado, mientras que en el patio de la capilla aun no terminan de sacar las flores ni las velas que amigos y vecinos llevaron la noche anterior al velorio de Gudelia.

Para las mujeres, la jornada es más dura: se levantan a las tres de la madrugada para cocinar tacos de fríjoles y huevos (dieta diaria), sirven el desayuno a su esposo, hijos mayores o hermanos que van a los campos. Luego, ellas también se apuran para llegar a los camiones que las transportarán a los ranchos.

En el Valle de San Quintín hay guarderías, pero ninguna abre a las cuatro de la mañana, hora en que las mujeres empiezan a trabajar.

La cotidianidad de una madre jornalera es ir al trabajo para dar de comer a sus hijos. Tienen dos opciones: dejarlos solos, con un adulto mayor o el hermano más grandecito; o quedarse y desfallecer de hambre junto a ellos, cuenta Lucila Hernández

“Una jornalera necesita 160 pesos a la semana para el pago de una guardería de la Secretaría de Desarrollo Social (SEDESOL), aparte llevarles un lonche (tacos) y artículos personales. Esto casi suma 250 pesos por niño. Si son más de dos niños resulta imposible cuidarlos. Por eso suceden las tragedias como la que acaba de pasar donde dos niños murieron, otro muy grave”, dice la líder de las jornaleras.

La voz fúnebre de Victoria se combina con el silencio; postrada en su cama por una lesión de trabajo, habla de la muerte de su esposo Jaime, un hombre que entregó su vida en la Berrymex y que murió diabético y por un accidente en los surcos hace 10 años. Desde entonces, Vicky, como la conocen acá, recibe una pensión de 2 mil pesos mensuales. La empresa agrícola subsidiaria de la marca internacional Driscoll’s cuantificó el seguro de Jaime en 40 pesos de salario por jornada, y alegó que fue muerte natural para deslindarse de los gastos fúnebres.

Vicky vino de Istmo de Tehuantepec, en Oaxaca, hace 27 años. Cuando su esposo falleció, ella lo reemplazó en Berrymex. Pero ahora está incapacitada, se lastimó el brazo mientras levantaba túneles de invernadero en el cultivo de fresas. Por la lesión de su brazo, le dieron dos meses de incapacidad y un pago de mil 100 pesos. No lo pagaron como riesgo de trabajo, sino que la incapacitaron por enfermedad común. Mientras conversamos, saca de su bolso las recetas que le entregó el Seguro Social el día que se accidentó.

– ¿Qué te pasó? –insisto en saber de su invalidez

– Ese día que me lesioné el brazo, el mayordomo nos dio un cuadro y medio de tarea para 15 mujeres. Era levantar los túneles, cargar los aros pesados y montarlos, cosa que sólo los hombres hacen, pero nos mandaron a nosotras a hacerlo porque no había hombres suficientes. Cuando faltaban tres túneles para acabar con la tarea, sentí un ardor en mi brazo, parecía que me estaba quemando los huesos, ese dolor me hizo voltear a ver los metales que levanté, sólo me hice la pregunta ¿cómo aguanté tanto peso yo sola?, con tal de acabar mi tarea, y ganar mi dinero aguanté, aún con el dolor en el brazo, fui a avisar al revisador que me dolía mucho mi brazo, que ya no podía. Él nos gritó, ‘apúrense porque andan por tarea’. Y no me hizo caso”.

– ¿Cómo se llama el mayordomo?

– Miguel Santiago, es el que está a cargo del rancho, ahí nunca nos da por día, siempre nos dejan tarea, mis compañeros dicen que el mayordomo le ahorra a la empresa por el rendimiento, con eso ahorra mano de obra a la empresa, por eso explotan a los jornaleros. Nuestros mismos compañeros son lo que explotan a la gente, es el único que le ahorra mucho a Berrymex.

Vicky cuenta que antes de su accidente llegaron al rancho “los de derechos humanos a darnos las pláticas”, y les hablaron de mejores condiciones de trabajo. “Dijeron que habría aumento salarial pero no les entendí nada, hablaron de mejores paga, pero en mi cheque no se ve el aumento”.

– ¿Cómo se llama el de derechos humanos? – quiero saber

– Jaime Acevedo… es un señor chaparrito, usa lentes.

Mientras cortamos fresas en el rancho El Molino, Adela, una mujer rolliza de un metro y medio de estatura, cubierta con paliacate morado y un gorro que la protege del sol, platica despreocupada de su vida como jornalera.

– Llegué hace 30 años, cuando apenas tenía 12, y desde entonces trabajo de jornalera, siempre lo hago de “saliendo y pagando”.

Luego se pone a explicar el trabajo: “Esto es Canería, es para rebanar la cola de las fresas. Se les quita la coleta verde, con este cuchillo filoso, hay que tener cuidado en este trabajo porque es muy peligroso, aquí los accidentes son constantes durante el día, las fresas pasan por estos dos agujeros de la cuchilla, muchos de los trabajadores abandonan la jornada cuando se accidentan y se van a sus casas para curarse porque la empresa no paga servicio médico”.

En el rancho el Molino, Carlos Haifer revisa que las fresas vayan bien cuidadas. Es el dueño y supervisa que los trabajadores cumplan con los estándares de calidad que le demanda Driscoll’s, una trasnacional que compra todos los frutos rojos que se cultivan en el Valle.

– ¿Cuánto tiempo tardas en ir y venir con tu caja? – pregunto a Adela.

– Los revisadores pueden tardar de 10 a 15 minutos en aprobar las cajas, esto provoca que haya filas esperando su turno. Si hay una o más fresas maltratadas, lo regresan para ordenarlo de nuevo, mientras perdiste una hora en lo que esperaste formado para entregar. Pero si regresas con las fresas maltratadas el mayordomo general ordena al de cuadrilla romper la tarjeta donde se anotan las cajas que cortaste en la jornada, eso significa que el trabajador o trabajadora es despedido sin la paga… bueno, esto pasa en BerryMex y otros ranchos, hasta ahora no me ha tocado esto aquí.

En distintas incursiones a los ranchos del Valle, platiqué con un centenar de jornaleras para conocer su situación en el Valle; 8 de cada 10 mujeres con las que hablé dijeron haber sido víctimas de acoso sexual, por los mayordomos de cuadrillas, general y patrones en los surcos; 2 de cada 10 confesaron haberlo sufrido por sus compañeros.

Una jornalera me escribió una tarjeta donde me relata su experiencia: “Mejor conocido como don Paz, de la colonia Benito Juárez trabaja con rancho Don Juanito, siempre pide un 24 de cervezas para dar trabajo, a las mujeres les dice que si se portan bien con él van a ganar sin trabajar”.

Gloria Gracida es una ex jornalera que no dudó para incorporarse al movimiento de los jornaleros el 17 de marzo de 2015. Como muchas mujeres jornaleras formó parte de la brigada que recorrió los 280 kilómetros del Valle de San Quintín y narra su historia en los surcos del rancho Los Pinos, donde aprendió el corte de pepino, jitomate, bolita de brusela y calabacitas. Sus padres no saben leer ni escribir. Cuando llegaron a San Quintín, recuerda, no podían comprar ni tortillas porque no sabían cómo pedirlo.

“Mis hermanos no usaban zapatos para ir a trabajar y con el frío que hace y el lodo cuando llueve … (mis padres) habían sufrido mucho más que nosotros y luego en el día se iban a trabajar al campo y en la noche se iban a trabajar a las almejas, en la madrugada llegando se iban al campo, entonces en su momento yo no lo veía mal, pero ahora digo cómo es posible”.

Delgada, de 156 cm de estatura, que a lo lejos se mira como una adolescente, Gloria cuenta que se empeñó en estudiar la primaria, la secundaria, el bachillerato y así llegó a la licenciatura en educación. En viajes a Chiapas y a la Ciudad de México aprendió de movimientos sociales y consolidó una ideología de izquierda. Pero fue dando clases cuando se dio cuenta de falta mucho para cambiar las cosas.

“El día que pasé una hoja para que los alumnos se anotaran, un muchacho me dijo ‘profesora anóteme usted porque no sé escribir’ la verdad no supe qué contestar, solo atiné a decirle, no estés jugando y firma le dije, pensando que mi alumno me jugaba una broma, pero no, el joven repitió de nuevo ‘la verdad no sé escribir’, eso me dio mucho coraje”, recuerda Gloria.

Desde ese día inició su lucha en contra de la explotación infantil, acuñando su propio discurso: “Los niños a la escuela y salario justo para sus padres”.

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