Despuntando el vicio de la lectura. A propósito de Trance, el último libro de Alan Pauls.
Con la pregunta sobre qué es la lectura como disparador, la colección Lector&s de la editorial Ampersand viene publicando las reflexiones sobre la experiencia propia en esas lides de una serie de escritores y críticos, entre ellos Noé Jitrik, Daniel Link, Sylvia Iparraguirre, José Emilio Burucúa o Silvia Molloy. Su última adquisición para esta serie es Trance, de Alan Pauls.
Escritor, crítico y docente de Letras, varios de los apuntes del autor reflejan la perspectiva del lector profesional, como haber consolidado, tomando referencias del ajedrez, un sistema de acotaciones al margen, necesidad de quien sabe que va a volver sobre esas páginas. También se detiene a evocar las enseñanzas de quienes considera sus maestros –Jorge Panesi, profesor de una de las materias introductorias a la carrera de Letras de la UBA para varias generaciones; y Josefina Ludmer, con sus talleres clandestinos en tiempos de dictadura– o en barajar algunas hipótesis que se van hilvanando en el libro, aunque más bien esbozadas como ocurrencias o “supersticiones de lector” que, él mismo reconoce, son discutibles: hasta dónde se puede ir con la interpretación de un texto, las teorías sobre la traducción, el tipo de lector implícito en las teorías de Barthes o en las oposiciones entre Borges/Cortázar o Proust/Bolaño, son algunas de ellas.
Sin embargo, acota Pauls, como en el ajedrez, leer tiene algo de “soberana soledad”, un “efecto de abducción” que reformula lo que habitualmente se entiende por ser una persona “leída” (o léida). La adjetivación que reflejaría una cantidad elevada de lecturas, y con ello un determinado nivel cultural, se trastoca cómicamente: parece que “a fuerza de leer, el que lee termina leído”.
Esa transformación en “la relación de fuerzas y de voluntades”, ese cambio de agencia entre el sujeto y el objeto, es la marca del vicio. Y efectivamente, así es como se caracteriza a la lectura a lo largo del libro: “vicio gratuito, benéfico, generoso”. Como la gula, no solo supone leer libros sino diarios, afiches, las historietas mínimas del chicle Bazooka. Como cualquier otra sustancia peligrosa, tiene malos viajes (“malas lecturas”) y resacas marcadas por el desánimo.
Estos síntomas son reconocibles para cualquier lector voraz, profesional o no. De hecho, el síndrome parece manifestarse desde la infancia (como demuestran las repetidas anécdotas de lectores que se recuerdan manipulando libros invertidos antes de saber leer), y permiten reconocerse como comunidad de viciosos, gente capaz de querer enamorar a alguien leyéndole o hablando de libros.
Como para toda comunidad viciosa, los prejuicios de los que no lo comparten arrecian. El básico, al parecer, es el de ser considerado un anti-social. ¿Cuántos padres se habrán preocupado por las habilidades para la socialización de una hija o hijo que “lee demasiado”? ¿Tendrá dificultades de hacer amigos? ¿Por qué no hace deporte? ¿Sufrirá bullying y por eso prefiere recluirse?
Es que el escándalo de la lectura viene de lejos, recuerda Pauls. Podría arrancarse con la descripción de San Agustín en sus Confesiones, asombrado de encontrar a un obispo leyendo, silenciosamente… ¡en público! Leer es un ritual, un “recogimiento laico” que, a pesar de haberse extendido y naturalizado desde entonces, parece seguir siendo inquietante cuando se lo practica en exceso.
Para todo vicioso de la lectura, una actividad que según Pauls no admite la “cultura multitasker” sino que exige exclusividad, continuidad y una linealidad hoy percibida como anacrónica, los que rodean al lector no solo se preocupan, sino que, sobre todo… interrumpen.
Sus “tentativas desesperadas de sabotaje” pueden ser diagnósticos de vistas arruinadas a malas posturas irreversibles, o lecciones sobre el buen comportamiento o la responsabilidad: “irrumpen en su habitación, le hablan en voz alta, le recuerdan todo lo incalculablemente valioso que olvida, que posterga, que reemplaza por estar ahí tirado con sus libritos. Le exigen que haga algo”. El lector, como el protagonista de El juguete rabioso de Arlt, sabe “qué gigantesca es la masa de odio que palpita en el fondo de esos ojos obligados a apartarse de la página que leen…”.
Aunque está estructurado como entradas en orden alfabético (un homenaje al Roland Barthes de Fragmentos de un discurso amoroso, un autor que se pasea por todo el libro), Trance bien podría leerse como el diario de un adicto a la lectura, aunque aquí las entradas no sean cronológicas y los recuerdos de infancia se mezclen con sus tiempos de estudiante y el oficio de padre, porque el paso del tiempo queda registrado en las preocupaciones sobre las condiciones materiales para la lectura.
Los malos augurios parecen finalmente manifestarse. Hay que preocuparse por los lugares para entregarse a la lectura: camas, sillones o asientos incómodos de un avión, que tienen la ventaja de no dejarte hacer otra cosa. Y el más humillante: “la evidencia, ratificada una y otra vez por el gesto siempre balbuceante de buscar tanteando los anteojos, de una dependencia que nunca se revertirá”.
Todo lector con años reconoce estos cambios paulatinos, a los que registra con más preocupación que otros achaques. ¿En qué momento el tamaño de la letra o el peso del libro se nos convierten en uno de los “criterios” para elegir llevar un libro de viaje o sentarse a leerlo a la luz del día? ¿Cuántas horas aguanta uno “terminando una novelita” a la noche si tiene que levantarse temprano al otro día? Y si dispone del tiempo, ¿cuánto puede permanecer concentrado en la misma posición sin contracturarse?
El mismo Borges, siempre presente en las reflexiones de Pauls –le ha dedicado además un libro imperdible, El factor Borges–, quizás funge acá no solo como referencia literaria sino, con su ceguera, como terror máximo: ¿cómo se vive sin ya poder leer?
Desde los cuentos que nos leyeron de chicos, o los que ahora leemos nosotros en la difícil misión de “doblegar a un organismo que se resiste” (dormir al hijos, hermanos menores, sobrinos), hasta la invalidez transitoria –y vislumbrada como permanente–, que reclama un desesperado “¿me lees?”, el libro recorre el arco vital de un lectómano que aprendió que “ser leído” (que te lean) puede significar también “ser querido”.
La lectura, ¿es entonces escape de la realidad, como sospechan familiares y amigos dispuestos a la intervención terapéutica? ¿O es inmersión en ella en la medida en que proporciona recursos para “estar en el mundo?, se pregunta el autor. La pregunta no tiene respuesta unívoca, porque la experiencia de la lectura es polivalente: “Se lee para vivir tanto como para evitar vivir: se lee para escapar de la vida e imaginar una vida posible”. El equívoco, registrado en algunas de las ficciones de Borges donde la actividad “segura” de leer aparece arriesgando “el amparo que brinda”, no deja de configurar la persistencia del vicio.
Trance se suma así con fundamentos a una colección que bien podría constituir las bases de un grupo de “Lectómanos anónimos”, aunque la sospecha es que la ronda terminaría pronto en un club de lectura, cada cual con su librito, leyendo...
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