Reproducimos las reflexiones de Patricia, una trabajadora de la salud que se desempeña en internación domiciliaria, sobre la muerte digna.
Viernes 8 de julio de 2016
Los humanos creemos (y hasta el momento no hay quien pueda refutarlo) ser la única especie con conciencia de su propia finitud.
La muerte es, entonces, una vieja conocida que nos espera en algún recodo de nuestro camino.
Es innegable que las muertes jóvenes nos resultan absolutamente insoportables. Nuestro aparato psíquico no está preparado para aceptar la muerte de los que nos suceden.
Pero, ¿qué pasa si seguimos lo que creemos es "el orden natural del universo"?
Es una verdad de perogrullo que los viejos se mueren. ¿Cómo se mueren? ¿En qué condiciones? ¿Con qué asistencia?
No me voy a referir a aquéllos con enfermedades reversibles quienes, más allá de su edad, deben recibir los tratamientos necesarios para su curación. Me detengo en los que tienen padecimientos o deterioro que los llevará a la muerte.
Los equipos de salud, en general, no están preparados para el acompañamiento. El sistema capitalista pide éxitos. Todos hemos escuchado alguna vez esos discursos con resonancias épicas de "luchar contra la enfermedad", "ganarle la batalla al cáncer", dichos, quizás, con la mejor de las intenciones.
Pero, algunas veces, no se puede.
Es muy frecuente que los oncólogos (probablemente los especialistas con más contacto con los murientes) corten los vínculos con los pacientes que ya no son pasibles de tratamiento antineoplásico. A la desazón de la enfermedad, se agrega la del abandono.
Es la contracara del encarnizamiento terapéutico y tan devastadora como aquél. Siempre se puede asistir, siempre se puede acompañar. Algo tan simple como la escucha se vuelve un bien inalcanzable.
Los médicos dejan de ver al enfermo y se comunican con la familia. A todos por igual (tanto quienes la emiten como quienes la reciben) los tranquiliza la frase "está en manos de dios".
Así, vemos cómo se los abandona a su suerte y sin la menor asistencia terapéutica, inclusive con rechazos manifiestos en los centros de salud. "No hay cama. Las pocas que tenemos son para alguien que se pueda curar. Es cuestión de horas. Lléveselo a su casa".
Y lo llevan. Y no saben qué hacer.
Quizás la propia casa, la propia cama, sean el mejor lugar para morir, pero nadie les da a los familiares los elementos indispensables para acompañar ese proceso.
Poner en palabras nuestros sentimientos nos alivia profundamente. En general, resulta intolerable escuchar a alguien querido hablar de su propia muerte. Las respuestas como: "¡No digas eso! ¿De dónde sacaste que te vas a morir? ¡Pensá en otra cosa!" tranquiliza al que debería ser receptor de toda esa angustia. De esta forma se condena al silencio a quien quiere comunicar lo que siente. Poder tolerar esa escucha es el mejor acompañamiento.