A propósito de los veinte años de las jornadas del 19 y 20 de diciembre de 2001 circularon por estos días múltiples artículos, dossiers, homenajes, memorias personales, recuerdos. El documental “Diciembre” de César González y Alejandro Bercovich fue una de las producciones audiovisuales más destacadas, también escuché algún que otro podcast o programas de radio con emisiones especiales. Una pregunta que surge permanentemente es: ¿El 2001 ha muerto o aún vive? Y si todavía mantiene vigencia, con una crisis que en muchos aspectos es similar (o peor) a la de aquellos años, ¿dónde vive el 2001?
Voy a empezar por un dato que puede ser secundario, pero es muy significativo: las huellas en el paisaje urbano. Los edificios emblemáticos de los tres poderes del Estado (la Casa Rosada, el Congreso y el Palacio de Tribunales), blancos de aquella rebelión, hoy están rodeados de rejas y vallas que antes no existían. Una memoria política por arriba; una muestra del trauma y el miedo de toda una dirigencia política; es el temor del Estado a su propio pueblo. También vive en las memorias personales, en las almas rotas de aquellos y aquellas que hasta hoy reclaman justicia: los familiares y amigos de los asesinados el 20 diciembre en todo el país: Diego Lamagna de 26 años asesinado en la ciudad de Buenos Aires de un tiro en el pecho disparado por policías de civil desde un auto particular; Claudio «Pocho» Lepratti de 35 años, militante comunitario muerto con un tiro en la garganta cuando desde el techo del comedor pedía que bajen las armas que ahí sólo había pibes comiendo; Carlos «Petete» Almirón de 24 años, militante de la Coordinadora contra la Represión Policial e Institucional (Correpi), muerto por un disparo de la policía en el pecho en 9 de Julio y Av. de Mayo (todavía recuerdo la larga peregrinación de 7 km desde su casa hasta el cementerio de Lanús aquel domingo 23 de diciembre bajo un sol implacable); David Moreno de 13 años: salió corriendo cuando la policía empezó a disparar contra los vecinos que se agolpaban frente a un supermercado en la provincia de Córdoba, la autopsia determinó que fue herido con cinco proyectiles, algunos de goma y otros de plomo; Rosa Eloísa Paniagua también de 13 años: había ido con su familia a buscar comida en un supermercado en Paraná, Entre Ríos; Gustavo Ariel Benedetto de 30 años: se encontraba en la esquina entre la Avenida de Mayo y Chacabuco, uno de los tristemente “famosos” asesinados desde el interior del Banco HSBC de Avenida de Mayo; de Walter Campos, rosarino de 17 años; de Gastón Riva, porteño de 30 años. Y así sobre los 39 asesinados identificados en aquellos días. También vive en la memoria de una generación —que integramos la mayoría de los que hacemos este programa—. En parte porque tenemos esos muertos. Aunque todas las muertes de personas que lucharon a lo largo de la historia contra distintas formas de opresión o explotación son parte de esa memoria, quizá por cercanía generacional tenemos muy presente estas últimas. Acá vale lo que decía el intelectual alemán Walter Benjamín: la lucha contiene un componente de venganza y el deber de llevar hasta el final la obra de liberación en nombre de generaciones vencidas. Esa imagen de los antecesores sometidos, avasallados alimenta mucho más el fuego de la lucha y que el ideal de los descendientes liberados. Pero, también por lo que significó para esa generación presenciar en vivo y en directo las potencialidades de un pueblo dispuesto a tomar en sus manos el gobierno de su propio destino. Eso crecía entre el crujir metálico de las cacerolas, los martillazos contra las vallas de los bancos, los bocinazos de los autos, los gases lacrimógenos, las fogatas en las esquinas, las barricadas improvisadas, los torsos desnudos, las caras tapadas, el humo, el corte de ruta y la asamblea, el rugido de las motos, los aplausos y que se vayan todos, que no quede ni uno solo; las fábricas que había que ocupar para resistir y producir, las discusiones, las votaciones ganadas o perdidas, las balas de goma y las de plomo. Pero, también vive en una memoria política por abajo y se manifiesta en hechos que tienen su reminiscencia. Y que curiosamente muchos de los que hoy evocan el 2001 o hasta lo reivindican, no le dan tanta relevancia a estos hechos o hasta los niegan y los impugnan: Por ejemplo y miren que coincidencia, también en diciembre del 2017: la rebelión contra la reforma previsional que concentró en realidad una oposición mayor al Gobierno de Mauricio Macri y que fue el principio del fin de su administración. Ahí empezó a morir el experimento de Cambiemos. Más recientemente, este año, en los trabajadores y trabajadoras de la salud de Neuquén que protagonizaron un conflicto muy extendido y profundo y que terminó en un triunfo (parcial, si quieren), pero un triunfo. En esas puebladas y rebeliones en repudio a los asesinatos cotidianos de las policías bravas. La última la vimos en Miramar. O, bueno, el reciente proceso de movilización contra la megaminería contaminante en Chubut, contra Mariano Arcioni, un gobernador con ribetes muy “delaruescos”. Todas tienen algunas características comunes: la acción directa, la participación y la tendencia a superación o a pasar por encima de las dirigencias que les dicen que ese no es el camino. Si el 2001 ha muerto de esta manera, entonces: ¡Que viva el 2001!