Kike Ferrari es escritor y trabajador del Subte. Autor de novelas como Que de lejos parecen moscas, Operación Bukowski y Todos nosotros, comparte ahora con los lectores de La Izquierda Diario un cuento inédito que nos lleva de paseo a Londres y a los tiempos de la guerra mundial y la revolución rusa.
Sábado 17 de agosto de 2019 00:00
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"These youngsters, however, go everywhere and hear everything. They are as sharp as needles, too; all they want is organisation."
Arthur Conan Doyle
I
¿Dónde están los rusos?
—No se haga golpear más. No es que no me guste, eh. Creame, lo estoy disfrutando. Pero es inútil. Ya le rompí una pierna, varias costillas, la nariz, le bajé unos cuantos dientes. Vamos, hable, que se nos acaba el tiempo: dígame dónde están los rusos.
— ...
—Uffff, Me había advertido el Profesor que iba a ponerse duro. En fin, peor para usted.
—Tu jefe... no pudo matarme ni ... ni con la ayuda del otro imbécil aquella vez... en la cascada.
—¿Y quién dijo nada de matarlo? Usted ni se imagina lo que le espera. La paliza que le di hasta ahora ha sido un paseo por el campo comparado con lo que le tenemos preparado. Así que, última advertencia, mejor hable: dónde están los rusos.
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II
El hombre flaco
El departamento, igual que el hombre flaco en el sillón, era tal como los recordaba. Pero, igual que el hombre flaco, desgastado por el paso del tiempo. Las cortinas estaban descorridas y la luz entraba por los enormes ventanales haciendo visible la degradación de aquella habitación en la que tantas veces había estado años atrás. Todo era igual y distinto a la vez: La alfombra estaba raída en las cercanías de las sillas, los libros de la biblioteca principal cubiertos por una leve pero indisimulable capa de polvo y era notorio que nadie había pintado las paredes en mucho tiempo. Miró a su alrededor una vez más: donde solía haber fotografías de crímenes y recortes de diario ahora se veían imágenes de abejas, cuadros comparativos, dibujos de colmenas en escala.
—No sé en qué pueda ayudarlo, señor, hace años que estoy retirado de toda... —dijo el hombre flaco que estaba sentado en el sillón junto a la ventana. Era bastante alto, de nariz aguileña y una mirada penetrante que, no obstante, parecía ir perdiendo su fuerza.
—Preferiría que no me llame señor —interrumpió el recién llegado— Ninguno de nosotros somos señores. Señores son aquellos, los dueños de todas las cosas y nosotros, bueno, nosotros no poseemos nada.
—Perfecto. Quizá quiera entonces usted tener a bien decirme su nombre.
—¿Entonces no me recuerda? Pensé que era un fisonomista.
El hombre flaco se incorporó apenas en el sillón entrecerró los ojos como un halcón ante su presa. Antes de empezar a hablar, chasqueó la lengua.
—Bueno, mi memoria ya no es lo que era —dijo señalando con su mandíbula, una mandíbula fuerte, de pugilista; en la pequeña mesa ratona atestada de papeles, una larga pipa de fumar opio, un frasco con cocaína, algunas agujas—, ni mi capacidad de deducción; pero claro que sé que usted vivió largamente en la calle, que trabaja de linotipista, que esta mañana desayunó en compañía de al menos cuatro personas un café muy cargado y que, pese a sus esfuerzos en contrario, sigue siendo zurdo para la escritura, que..
El recién llegado se sacó la gorra de fieltro gris y la movió como si espantase una mosca.
—No lo haga, mi amigo, no lo haga. No me va a impresionar con eso. Se lo he visto hacer montones de veces, mejor y con más precisión.
La cara del hombre flaco se desdibujó, como si una piedra hubiera caído en un estanque de agua clara rompiendo su reflejo, en una mueca de disgusto.
—Mi capacidad de observación está intacta. La de deducción, por el contrario, como le dije...
El otro continuó como si no lo hubiese escuchado:
—Además todos leímos los escritos de su amigo el Doctor. Por cierto, ¿cómo anda él? Espero que bien, aunque recuerdo que no tenía en gran estima nuestro trabajo.
Las ondas del agua en el estanque se detuvieron de pronto y la mueca de disgusto en el rostro anguloso fueron dejando paso a una sonrisa que después fue risa franca.
—Wiggins, ¡por dios, cómo no me di cuenta! —exclamó al fin el hombre delgado poniéndose de pie— es que para mí ustedes siempre serán unos chiquilines. Ven acá, dame un abrazo.
El muchacho llamado Wiggins arrugó la gorra de fieltro, la metió en el bolsillo de su chaqueta y fue al encuentro del hombre que ya dejaba el sillón con los brazos abiertos.
—Ese justamente es el problema, mi buen amigo, —dijo estrechándolo en un abrazo— ya no somos unos chiquilines. Y necesitamos su ayuda.
—Vamos, vamos, no perdamos tiempo, cuéntamelo todo. Deja que te prepare una taza de té.
Una sonrisa en la que faltaban varios dientes se asomó en la boca delgada del muchacho llamado Wiggins cuando respondió.
—Té no, mi buen amigo, por favor. Los Irregulares siempre preferimos un buen vaso de cerveza, incluso en una fría tarde de invierno como esta. Si tiene la amabilidad de ponerse su abrigo y su sombrero y acompañarme, abajo hay un coche esperándonos para llevarnos a una taberna donde podremos charlar a gusto.
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III
Sydney Street
—Noches, ’ñor, tiempo sin verlo —masculló con un marcadísimo acento irlandés el cochero al recibirlos. De la boca delgada colgaba un cigarro humeante y apenas una enorme cicatriz que la cruzaba la cara se dejaba ver oculta bajo las sombras proyectadas por el sombrero bombín.
—Buenas noches, Elloit —respondió el hombre flaco—, es un gusto volver a verte.
—Ya, ya —dijo por toda respuesta el cochero. Y escupió el cigarrillo.
— Vamos —agregó el muchacho llamado Wiggins.
Ni bien los dos hombres subieron al carro, Elliot latigueó dos veces a los caballos y a la voz de arre, salieron disparados a la oscuridad de la noche londinense. Cruzaron la ciudad hacia el oeste como si el mismo demonio los persiguiese.
—Disfrute el viaje, mi buen amigo. En un rato estaremos en nuestra zona, donde no tendremos que preocuparnos de la policía y entonces habrá tiempo para conversar —dijo Wiggins.
Al llegar a Bishop Gate, el carro redujo la velocidad y siguieron hasta que, pasando la plaza Mitre, doblaron hacia el sur en Ratliff Avenue. En seguida se detuvieron y, después de que el hombre delgado y el muchacho llamado Wiggins bajaron, el carro cambió de cochero.
—Gracias, camarada —dijo Elliot a su reemplazante.
—Cuando quieran —respondió el otro antes de perderse rumbo en la niebla nocturna.
—Vamos —indicó entonces Wiggins.
Los tres hombres caminaron unos pocos metros y hasta una puerta de madera labrada en la que un cartel anunciaba Malatesta’s. Wiggins y Elliot inspeccionaron minuciosamente la calle desierta, pero fue el hombre delgado quien recuperó la iniciativa.
—Vamos, nadie nos siguió, si es eso lo que los preocupa— dijo, franqueando la puerta de la madera.
La taberna era limpia, amplia y bien iluminada. Un par de docenas de trabajadores y lúmpenes se distribuían en las mesas de madera gastada. En un costado un grupo de obreros jugaban a los dardos por dinero. Los tres hombres se sentaron en los últimos taburetes, al final de la barra.
Un tipo enorme de camisa cuadriculada y bigotes rubios les acercó cerveza sin que nadie la pidiera. El muchacho llamado Wiggins dejó un puñado de monedas sobre la barra de madera y el tipo de bigotes rubios se retiró, guiñándoles un ojo antes de llevárselas.
—Bueno, ¿me van a contar de qué se trata?
—Hay unos camaradas que necesitan salir del país. Contamos con que usted nos ayude —contestó el muchacho llamado Wiggins.
—Pero ahora tome su cerveza, `ñor, que enseguida entraremos en negocios —agregó Elliot.
Los tres hombres terminaron sus bebidas en silencio. El tipo de bigotes rubios volvió.
—Limpio —dijo sin que nadie preguntase nada—, síganme.
Entraron a la cocina y de ahí pasaron al depósito y de allí a un pequeño patio.
—Suerte —los despidió el tipo de camisa escocesa y bigotes rubios.
— Gracias, camarada. —dijo Wiggins, y dirigiéndose a los otros dos— Por acá.
Puso unos cajones como escalera, subió a la medianera y cruzó a la casa de al lado.
—Después de usted —cedió el paso Elliot al hombre delgado.
—No pienso escaparme, Elliot.
—Nadie dice eso, ’ñor. Pero yo cierro la fila. Es mejor así.
Cruzaron dos viviendas más, después golpearon una ventana y desde dentro dos prostitutas negras los hicieron pasar.
—Gracias, Kani— dijo Wiggins a una de ellas. Elliot se demoró besando a la otra. Después bajaron escaleras hasta el sótano y de ahí pasaron por un ducto de respiración a una bodega, salieron a un pasillo, entraron a una nueva habitación, con una llave que Elliot sacó de debajo de su bombín, y descolgándose por la ventana pasaron al departamento contiguo.
—Llegamos —anunció Wiggins, encendiendo la luz. La habitación estaba pobremente amueblada pero limpia. Una mesa cubierta de volantes con proclamas de huelga, un mimeógrafo, dos cajas de papel blanco, dos sillas, un sillón con una almohada y una frazada, junto al sillón un colchón y con un sobretodo gris encima. Dos bolsos abiertos de los que escapaban camisas de hombre. En el suelo varios libros, algunos en francés, otros en ruso. Una biblioteca medio descolada con libros de pensamiento socialista. Bebauf, Blaqui, Marx, Lissagaray, Luxemburgo, Bakunin. En la pared, frente a la ventana por la que habían entrado, una bandera roja algo descolorida y una puerta tras la que se escuchaban murmullos —bienvenido a la Sociedad Obrera de Socorros Mutuos Los Irregulares de Sydney Street. Disculpará que no hayamos entrado por la puerta principal, pero múltiples fuerzas, la más hostil de las cuales no es la policía, nos siguen los pasos.
—¿Los Irregulares de Sydney Street? Veo que mi relación con ustedes dejó su semilla...
Los tres hombres sonrieron. Wiggins abrió la puerta.
—Venga, nos están esperando.
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IV
Un valiente idiota
Bueno, bueno, bueno... Veo que el baldazo lo despertó. Sabrá disculpar, pero es necesario para que el mecanismo funcione. Por lo menos ahora lo acostamos, ¿no? Supongo que sería más cómodo si la cama tuviera colchón, pero el elástico de acero en su piel es muy, muy importante. Deje que le ajuste bien las correas.
En fin, me está haciendo trabajar un montón, pero no voy a decirle que no lo estoy disfrutando, hace mucho que espero por esta revancha.
Se acuerda de mí, ¿verdad? ¿Del agente John Race?
Claro, claro, no se acuerda... Pero yo me acuerdo muy bien de usted.
No sabe lo mucho que alimenté este odio. Aunque quizá tendría que estarle agradecido. De alguna manera usted me hizo quien soy. ¿Todavía no se acuerda? Me lo dijo hace años: "temo, Race, que no le espera un futuro brillante en la Policía" y también que mi cabeza no debería ser sólo un adorno sobre mi cuerpo. Y se ocupó de hacerme quedar como un idiota frente a mis jefes. ¿Se acuerda ahora? Así que le hice caso: dejé la fuerza. Debía haber algo que un "valiente idiota", como usted me llamó, pudiera hacer. Y claro que lo hubo.
Espere que pongo la radio, pese a estar en un sótano vamos a necesitar algo para tapar los gritos. Bueno, vamos a tener que dejar las noticias que es todo lo que puedo sintonizar acá abajo.
Le decía, busqué otra cosa, algo en lo que fuera bueno. No fue una tarea fácil, claro, pero después de dar vueltas por acá y por allá encontré a alguien a quien le interesaba mi valentía, mi fuerza, mi odio. Alguien que me dio un oficio y me ayudó a especializarme.
Especializarme, mucho más que lo que me ofrecía la Policía de Londres, ¿no cree? Esto, por ejemplo, lo trajimos de Argentina, un ridículo país con ínfulas europeas en el extremo sur de América. Es invención de un tipo, Lugones, que la probó con los chiquilines que tenía a su cargo en un Internado de Menores... Ya va a ver qué belleza: dos cables pelados, el elástico de cama y después el agua hace el resto. La electricidad le va a recorrer el cuerpo como un ratón enloquecido. ¿Qué me dice? Ahora va a hablar, ¿no?
Una cosa, antes de empezar. El Profesor me encargó que le diga que usted es un idiota, que debió seguir con las abejas o resolviéndole acertijos a la monarquía...
¿Listo? Bueno, acá vamos: ¿dónde están los rusos, hijo de mil putas?
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V
Vamos a las presentaciones
Alrededor de una mesa llena de cigarrillos, vasos y papeles, tres muchachos con ropas obreras y una joven con un pañuelo floreado atado en la cabeza hacían una pregunta tras otra a dos hombres de aspecto cansado. Uno de ellos tenía la cabeza calva, brillante, los ojos de un gris acerado y duros como los de un águila. El otro, un poco más alto y ancho de hombros, llevaba el pelo revuelto y unos anteojos de marco redondo que se apoyaban en una nariz de indudable origen judío. Los dos usaban bigotes y una barba en perilla.
—Salud, camaradas. Hemos llegado. —dijo Wiggins al entrar— Mi buen amigo, espero que recuerde a Pilar, Rohan y Alfie. Y, por supuesto, sé que recordará a Ozzie.
Los cuatros saludaron al hombre delgado con un movimiento de cabeza. La chica llamada Pilar se puso a jugar con una moneda de plata, haciéndola girar sobre si misma arriba de la mesa.
Ozzie levantó uno de los vasos y después de alzarlo, en un gesto de brindis, bebió un trago largo.
—Buenas noches, viejo amigo, tanto tempo sin vernos... —dijo.
El saludo fue interrumpido por un acceso de tos.
—Perdón... Espero que no lo haya perturbado nuestra visita. Pero tantas veces usted contó con nuestros servicios que pensamos que quizá, ahora que lo necesitamos, podríamos contar con los suyos.
—Claro, Ozzie, ya le dije a Wiggins que estoy dispuesto ayudarlos en lo que haga falta.
—Bien. Vamos a las presentaciones, entonces. Nuestro amigo aquí presente es un viejo conocido, ex consultor de la policía de Londres, maestro de la investigación y, también, un especialista en aquello que tanto necesitamos.
Los dos desconocidos hicieron una breve inclinación de cabeza. El de los pelos revueltos se acomodó los anteojos sobre el arco de la nariz. Ozzie siguió con las presentaciones.
—Ellos son los dos camaradas nuestros que como ya le habrá explicado Wiggins, necesitan imperiosamente llegar a Alemania. Sabemos las dificultades que eso implica, sobre todo en estos turbulentos tiempos de guerra...
—Una guerra en la que ustedes son partidarios de la derrota de la Nación, ¿verdad? — interrumpió el hombre delgado.
—Los socialistas hemos condenado siempre las guerras entre los pueblos como algo bárbaro y feroz —dijo el tipo calvo— aunque comprendemos que no se puede suprimir las guerras sin suprimir antes las clases y sin instaurar el socialismo. En una guerra reaccionaria como ésta, la clase revolucionaria no puede dejar de desear la derrota de su propio gobierno.
El otro volvió a acomodarse los anteojos y agregó con una voz dura como un martillo y filosa como una hoz.
—La guerra es el método por el cual el capitalismo, en esta etapa de su desarrollo, la cumbre, busca la solución de sus insalvables contradicciones. A este método, es nuestro deber oponer el método de nuestra clase: el de la revolución social.
—No nos desviemos, por favor, camaradas, —medió Ozzie— no es cuestión de convencer a nuestro amigo, sino de explicarle lo que esperamos de él...
Pero el hombre delgado no estaba dispuesto a dejar aquello así.
—Usted habla de su clase y supongo que se refiere a la clase trabajadora, aunque es notorio que no ha hecho trabajo manual más que en alguna de las oportunidades en que estuvo preso, probablemente en Siberia. —hizo una pausa para evaluar el impacto de sus palabras en sus dos interlocutores— Sí, incluso en su excelente inglés se dejan escuchar, tanto en la forma en que soplan las ese como en la que remarcan las jotas y las erres, las resonancias del ruso; así como en el arco de sus cejas y la curva de sus narices el origen semita. Además...
Ozzie tosió nuevamente, cubriéndose la boca con un pañuelo blanco. Al retirarlo, tenía restos de sangre.
—Por favor —dijo— volvamos a lo nuestro. Le decíamos que nuestros camaradas necesitan llegar a Alemania. Nosotros vamos a ocuparnos de su salida. Tenemos un plan y amigos y compañeros en los distintos medios de transporte que vayamos a usar.
—No entiendo entonces qué necesitan de mí. No hay investigación. Ni plan que realizar.
—A eso voy, mi viejo amigo: necesitamos sus dotes como maquillador y creador de disfraces.
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VI
Preguntas
ttttzzz tttzzzz tttzzz
¿Por dónde piensan salir?
ttttzzz tttzzzz tttzzz
¿Cuándo, dígame cuándo?
ttttzzz tttzzzz tttzzz
No me haga perder más el tiempo, ¿Dónde están los rusos?
VII
Peor para la realidad
—Disculpen, pero creo que no entendí bien, ¿dicen que me buscaron para que disfrace a sus amigos?
— Elemental, mi querido amigo.
—Pero, eso es un insulto, soy una de las mentes más brillantes de Inglaterra, y ustedes quieren que oficie de vestuarista para dos conspiradores rusos. ¡Es inadmisible!
El muchacho llamado Ozzie sonrió. Parecía estar disfrutando el enojo del hombre delgado.
—Así y todo, tendrá que reconocer que es un trabajo —dijo— ¿cuánto hace que nadie golpea la puerta de Baker Street para ofrecerle alguno?
—No lo necesito, tengo mis investigaciones...
—Cierto, lo habíamos olvidado: las abejas... —intervino con impaciencia la muchacha— Vamos, vamos, le ofrecemos la posibilidad de poner otra vez su talento en el terreno de la acción...
—Sí, pero...
Ozzie aprovechó un nuevo acceso de tos para interrumpir al hombre delgado.
—Y todavía no escuchó lo mejor –tras la tos volvió a sonreír, era obvio que había imaginado la conversación cientos de veces– vamos a pagarle, mi buen amigo, ¿quiere saber cuánto?
Los hombros del hombre delgado se vencieron repentinamente, curvándose hacia adelante. En ese momento supo lo que estaba pasando.
–Un chelín diario. —dijo— Y una guinea si todo sale bien.
–Correcto. Veo que va entendiendo. Y supongo que ya habrá entendido también, porqué lo buscamos a usted.
El hombre trató de recomponerse.
–Porque soy el mejor, claro. Porque ningún disfraz mío falló nunca.
–Bueno, eso es sólo parcialmente cierto, lo que por supuesto es lo mismo que decir que es totalmente falso. Recordará a la señorita Adler, imagino... En cualquier caso, tenemos que admitir que sí, sus disfraces son muy buenos, sin duda. Pero hay algo más por lo que lo buscamos. Piense.
La mandíbula del hombre delgado se tensionó como esperando el momento de recibir el puñetazo, mientras su garganta se movía, arriba y abajo, al tragar saliva. Y rabia.
– Porque soy invisible.
–¡Eso mismo! Como nosotros, ¿recuerda? Nadie prestaba atención a unos chiquilines harapientos, ¿quién va a reparar en un ex detective, viejo, consumido por la coca y el opio, que dedica su tiempo a la apicultura?
–Y además de invisible –agregó Wiggins– usted es insospechable: ¿quién va a desconfiar de usted después de los años en los que colaboró con la policía y las distintas casa reales de toda Europa? ¿Quién va a pensar que puede ser nuestro cómplice tras el desprecio por los grupos socialistas que mostró desde sus primeros casos? Como verá, es usted el hombre indicado.
–¿Y por qué tendría que hacerlo? —la voz del hombre delgado rezumaba ahora hostilidad.
–Porque nos lo debe –dijo Wiggins.
–Porque vamos a pagarle –se burló Ozzie.
–La realidad es que hace años que no preparo un disfraz, y que nunca los hice sino para mí mismo.
El tipo calvo resopló. Sus ojos grises anunciaban pólvora, palacios en llamas, un mundo puesto patas arriba. Hizo una pausa.
–Peor para la realidad –dijo después.
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VIII
Respuestas
ttttzzz tttzzzz tttzzz
¡Arghhhhh!
ttttzzz tttzzzz tttzzz
¡Lo juro! ¡No sé!
ttttzzz tttzzzz tttzzz
¡No, no no noooo! ¡Arghhhh!
IX
Cara o cruz
Pasaron tres días. La mañana es fría y despejada en la estación de King Cross.
–Bueno, camaradas, que tengan un buen viaje –se despide Ozzie.
–Que la buenaventura los acompañe –agrega Pilar.
Están vestidos como dos jóvenes estudiantes universitarios. Son los únicos de los Irregulares presentes en el andén del tren que llevará a los rusos hacia el norte, donde tomarán un barco a Finlandia, para de ahí llegar a Alemania y, si todo sale según los planes, en abril estar en Rusia.
El que era calvo ya no tiene barba ni bigote pero si un abundante cabello castaño claro que le sobresale de los bajos de una gorra gris. El otro conserva los anteojos redondos sobre la nariz judía, pero lleva el pelo cortado al rapé, sus bigotes son más abundantes y terminan en forma de manubrio. Viste una pesada cazadora de cuero marrón.
Los tres hombres se están abrazando cuando la muchacha ve acercarse a Wiggins. Eso va contra todas las medidas de seguridad y lo saben. Sólo pueden ser malas noticias.
Wiggins no les da tiempo de preguntar.
–Tienen a Holmes.
El no que intenta decir Ozzie se trastoca en un duro ataque de tos.
–¿Dónde? –pregunta el ruso que fue solía ser calvo mientras se acomoda el cabello castaño bajo la gorra.
–Creemos saber... En un depósito de la calle Forrester.
–Tenemos que ir a rescatarlo, –dice el otro ruso– él conoce el paradero de ustedes.
–Imposible. —replica Ozzie recuperado de la tos— Tienen que partir, nosotros nos ocupamos.
–Él tiene que partir –responde el ruso de la cazadora de cuero– yo me quedo a ayudarlos, ya veremos después cómo me sacan de Inglaterra.
–No. Sabe de nosotros, pero nada de ustedes. – insiste Ozzie.
–¿Y por qué usted se quedaría y yo me tendría que ir, Lev Davidovich? –el ruso de la gorra gris– Resolvamos esto juntos, antes de partir.
–Los dos sabemos quién es más importante allá. Usted debe partir.
–De ninguna manera...
–Vamos Vladimir Ilich, sabe que tengo razón. No será su intención, ni mucho menos, negar la importancia del factor personal en el proceso histórico...
–Ni la del azar en lo personal, camaradas, –dice Pilar, sacando la moneda de plata– Ustedes dirán: ¿cara o cruz?
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X
El profesor
—¿Todavía no habló?
—No, Profesor. Casi nada. La única dirección que me dio es la de la cueva de los rojos de Sydney Street. Dice que lo usaron nada más que para disfrazarlos pero que de la huida de ocupó ese tal Ozzie, del resto dice que no sabe nada. Grita que no sabe nada. Aúlla que no sabe nada.
—Bueno, bueno, bueno... ¿Nos toma por idiotas, Holmes? ¿Lo único que nos dice es lo que ya sabemos? ¿Qué pasa, está decidido a morir acá, Holmes? Quien hubiera dicho, para defender a unos comunistas de mierda... Porque, aunque hayamos tenido nuestras diferencias y nuestros enfrentamientos y usted haya salido con aquella estupidez del Napoleón del Crimen, hasta ahora usted y yo siempre jugamos para el mismo equipo. En diferentes ligas, claro, pero para el mismo equipo. Cada uno en su puesto, pero para el mismo equipo: el de la Propiedad. Pero ahora... Es una lástima. Te puedes ir, John, voy a seguir yo acá.
—Pero profesor...
—Esto es entre él y yo, John. Te puedes retirar.
—Está bien, Profesor, como usted diga. Hasta nunca, Holmes.
—Así que, mi querido enemigo, ¿por qué no me cuenta dónde están los rusos?
XI
Una guinea y dos chelines
La puerta es un escándalo de astillas y no hay volumen en la radio que pueda tapar el rugido de los disparos. Jhon Race siente irse su vida en un charco de sangre mientras los Irregulares bajan las escaleras comandados por el ruso de la cazadora de cuero marrón y los bigotes como manubrios.
– Arriba los pobres del mundo –gritan al patear la puerta.
Barren con las armas martilladas el aire rancio del sótano.
El verdugo desapareció.
Sobre la mesa de torturas, Holmes, desnudo y moribundo, susurra que los estaba esperando.
–Todavía me deben una guinea con tres chelines –dice antes de desmayarse.
XII
Una pareja
La bruma es espesa y no permite ver más que unos pocos metros adelante. Pese a eso, en la borda del Sheldon Cooper, una pareja intuye la silueta de Londres que se aleja.
Él es flaco y alto. Tiene la mandíbula de un pugilista y se apoya en un bastón. Ella tiene una larga y tupida cabellera negra, una espalda demasiado ancha y usa anteojos de marco redondo sobre una nariz indudablemente judía. Dicen llamarse Doctor House y señora.
El hombre que dice llamarse House deja descansar, del lado de la pierna rota, el peso de su cuerpo sobre el bastón. Con la otra mano saca del bolsillo un gorro de cazador y se lo calza. Después una pipa; se la lleva a la boca.
–Casi me siento yo mismo de nuevo –dice.
–Usted nunca será el mismo –le responde la mujer.
Su voz es dura como un martillo y filosa como una hoz.
Sobre el autor
Kike Ferrari es escritor y trabajador del Subte. Nació en Buenos Aires en 1972. Escribe en medios literarios y políticos. World Literature Today publicó la crónica de su deportación de los EE.UU., a principios de la década pasada. Tiene una columna en El Andén, el periódico de la Asociación gremial de trabajadores del Subterráneo y Premetro (AGTSyP), del cual fue delegado. Es autor de las novelas Operación Bukowski, Lo que no fue, Punto ciego —junto con Juan Mattio— y del libro de cuentos Nadie es inocente, entre otros. En 2012 recibió el premio a la Mejor Ópera Prima Criminal de la Semana Negra de Gijón, por su libro Que de lejos parecen moscas. Su última novela, de reciente publicación, se titula Todos nosotros.