Finalmente llegó el 18F. Anunciado casi como una versión light de los bombardeos de Junio del 55’ por el oficialismo. Nominado como el súmmum de la actividad republicana por el bloque de la oposición político-mediática. Bloque que estaría incompleto sin la fracción de la casta judicial que entró en escena con la muerte de Nisman. Tratemos de analizar más allá de la polarización ideológica discursiva.
Viernes 20 de febrero de 2015 00:52
Táctica y estrategia del “golpismo suave”
Si diciembre del 2001 estuvo marcado por el “Que se vayan todos” la movilización de la tarde de ayer fue una especie de versión en negativo. No porque los integrantes de la oposición patronal no se hubieran sumado a anteriores manifestaciones de las clases medias -como los cacerolazos de 2012 y 2013-, sino porque nunca la exposición de esa utilización había tomado formas tan declaradas.
Si en aquellas jornada calientes de inicios de la década pasada, la clase media actuaba como uno de los motores de un cuestionamiento profundo al régimen político y social imperante, el fin de ciclo kirchnerista la encuentra motorizando la construcción de una oposición patronal gorila y reaccionaria. Son las vueltas de la vida, dirían en casa. Un giro copernicano que viene a (re)demostrar la volatilidad de una clase social fragmentada a la que la ideología “ciudadana” -que expresó esta movilización- calza como anillo al dedo.
El 18F buscó, así, ser un paso en la tarea de aportar a la reconstrucción de un régimen político que no termina de cuajar a los ojos de la clase dominante. Régimen que encontró sus muletas en el kirchnerismo para aportar a la recuperación de la autoridad estatal pero quedó a mitad de camino al no recomponer un sistema de partidos relativamente estable. De allí las coaliciones fugaces que vimos en esta década y que, todavía, no han logrado cuajar en una alternativa política viable.
El medio es el mensaje
La conjunción entre los miles que ocuparon el espacio de las calles hoy y la cobertura mediática que puso a los candidatos opositores en el centro de la escena fue total. En una suerte de asalto al aire, los “voceros” de la marcha, sus “interpretes” fueron Macri, Carrió, Massa y demás. Hasta Binner tuvo su lugar en la mesa de TN para alentar a que “la mayoría silenciosa” se identifique con sus candidaturas.
¿Es el 18F un paso cualitativo en esa construcción? Difícil decirlo. Muchos elementos atentan contra ello. La alegría inconmensurable de Macri o la euforia mal simulada de Nelson Castro reflejan el intento de darle una “mística” mayor a la movilización. Los números difundidos por Clarín y la Metropolitana (400mil asistentes) dan cuenta de esa construcción simbólica que intentar mostrar más de lo que efectivamente fue. Operación que no sólo se montó con la marcha en CABA sino también en otras provincias.
En segundo lugar la similitud de “programas” -si se nos permite el concepto- y discurso político limita la capacidad de explotar esta movilización. Esa limitación se sostiene en la vacuidad de las consignas convocantes. Definiciones tan amplias como “Justicia”, “Seguridad” o la repetida “tenemos miedo”, por citar algunas de las más escuchadas, actúan como una suerte de “significantes vacíos” –Laclau dixit- rellenables con cualquier contenido. Si la concepción “ciudadana” cuaja abiertamente a las clases medias, los conceptos ajenos a cualquier delimitación social o de clase son la matriz de sus definiciones ideológicas.
En el terreno político esa vacuidad opera como una suerte de “ventaja estratégica” para el oficialismo. Implica que quienes se movilizaron, y quienes no lo hicieron pero apoyaron desde sus casas, pueden orientar sus votos hacia Macri, Massa o, incluso, el mismo Scioli. La vacuidad de las consignas “políticas” puede (y suele) ser la contracara de la realidad “concreta” de las demandas económicas. Quienes “votan con el bolsillo” (la víscera más sensible) pueden marchar hoy (por ayer) y votar mañana (por octubre) al FPV. Desde ese punto de vista, el 18F no pareciera definir claramente la balanza hacia ningún candidato opositor.
Fin de ciclo para todos y todas
“Nadie me marca la cancha” gruñó CFK desde temprano el miércoles. Fue la confesión de que nada cambiará. La marcha, por su propia naturaleza, no podía cambiar nada. Las decenas de miles que marcharon saben que “el cambio” vendrá en octubre.
El kirchnerismo está obligado a una fuga hacia adelante. El 18F presiona desde afuera sobre sus propias contradicciones internas. Debilita a CFK como “gran” electora, impone a Scioli a una incómoda ambigüedad, habilita las tendencias díscolas.
Pero los factores que hemos señalado atenúan estos problemas. La relativa estabilidad económica, aún con elementos recesivos, juega su papel. La atadura de las finanzas provinciales al estado nacional actúa como una suerte de látigo para quienes quieran sacar los pies del plato. Por ahora, parece que todo seguirá igual, aunque las tensiones internas sigan creciendo en cuotas.
La ausencia de la perspectiva “golpista” implica, necesariamente, la guerra de desgaste, lo que supone imponer condicionamientos al gobierno y, a largo plazo, liquidar al kirchnerismo como factor político. Pero sin una recuperación de figuras políticas fuertes en la oposición, el plan renguea.
Las contradicciones del fin de ciclo no son solamente políticas. Tampoco son, puramente, propias del kirchnerismo. El agotamiento del patrón de acumulación que sustentó gran parte de la “década ganada” constituye un problema del conjunto de los partidos que representan o intentan representar los intereses del capital. Supone una complejidad de tareas para el gobierno que debería asumir en diciembre de este año. Entre esas tareas, una no menor será definir una nueva relación de fuerzas con la clase obrera en función de la rentabilidad del capital en el marco de la crisis internacional.
La historia reciente no se reduce a los grandes pronunciamientos de los sectores medios. Han pasado menos de siete meses del último paro nacional que protagonizó la clase trabajadora. Junto al 20N y al 10A del 2014, esas fueron también grandes acciones nacionales que golpearon al gobierno. A esa fortaleza se enfrentará el próximo gobierno. Aunque esté ausente del escenario coyuntural, al decir de Andrés Rivera, el verdugo tiene un pie en el umbral.
Eduardo Castilla
Nació en Alta Gracia, Córdoba, en 1976. Veinte años después se sumó a las filas del Partido de Trabajadores Socialistas, donde sigue acumulando millas desde ese entonces. Es periodista y desde 2015 reside en la Ciudad de Buenos Aires, donde hace las veces de editor general de La Izquierda Diario.