La pandemia y su cuarentena también trastocaron los cuerpos en sus sexualidades. A propósito, un joven profesor, que incorporó a su rutina algo más que clases online, nos compartió algunas interesantes reflexiones sobre la sexualidad, el individualismo que caracteriza nuestros días y las necesidades revolucionando todo con los nuevos medios.
Sábado 18 de abril de 2020
Reseña
“Entre los múltiples problemas que perturban la inteligencia y el corazón de la humanidad, el problema sexual ocupa indiscutiblemente uno de los primeros puestos” escribía la marxista rusa Alexandra Kollotai en 1911 y este 8 de marzo de 2020, millones de mujeres reafirmaron la vigencia de esta crisis.
Entre las revoluciones de 1905 y 1917, Kollotai escribía que “vivimos en un mundo caracterizado por el dominio de la propiedad capitalista, un mundo de agudas contradicciones de clase e imbuidos de una moral individualista. Aún vivimos y pensamos bajo el funesto signo de un inevitable aislamiento espiritual. La terrible soledad que cada persona siente en las inmensas ciudades populosas, en las ciudades modernas, tan bulliciosas y tentadoras”. Entre esta pesada herencia y el vértigo de lo virtual se sacuden, chocan viejas y nuevas costumbres sexuales.
Si hasta antes de la pandemia ya sufrimos escasez de tiempo para el ocio, para el amor y el sexo y todo sigue condicionado por los ritmos de explotación en el trabajo, ahora las nuevas las nuevas condiciones impuestas por la cuarentena han trastocado también la vida sexual de miles de personas.
Compartimos esta necesaria reflexión del autor Blue Velvet, profesor del lenguaje, en su vivaz crónica literaria, donde nos cuenta sobre cómo este nuevo contexto lo indujo a incursionar en el sexo virtual.
El amor en tiempos de Covid 19
Blue Velvet
Siempre he desconfiado de las aplicaciones de citas. Prefiero el contacto real, el vértigo ese de “pinchar”, la casualidad de los cuerpos, las miradas nerviosas, qué sé yo, el “en vivo y en directo”. La idea de “amor a la carta” que ofrecen este tipo de aplicaciones, me parece un asesinato al romanticismo de la realidad tangible. Sí, lo asumo. Soy bastante anticuado cuando se trata de ligar o conocer a una persona. Me cuestan las redes sociales y el fotografiarme así, en la casualidad de las cosas, en mi cotidianidad, tratando de salir bien, de mantenerme, a punta de mucho esfuerzo, relativamente “mino” en el álbum de mi compa, es algo que me resulta agotador. Pero lo hago. Hago el intento. Al principio me negaba rotundamente, pero con el tiempo, no me quedó otra más que ceder. Así, comencé a saber de luces que me favorezcan, ángulos de la cámara para no salir tan feo, posiciones corporales y ¡paf!: enviar. Debo aclarar, sin embargo, que estos actos los hacía como una forma de estricta y justa cortesía. Nunca me gustó, nunca pude acostumbrarme, pero el amor es caprichoso y absurdo casi siempre. Yo ahora empezaba a mandar selfies.
(Debo advertir, antes de seguir con la escritura de este texto, que en este caso me limitaré a hablar de relaciones que intentan ser monógamas. Dejaré fuera el poliamor y su posmodernismo desprendido. Ser poliamoroso es un ejercicio que implica demasiada madurez y, francamente, madurez por esta parte es lo que menos hay).
El interés, la necesidad de mantener el “interés” y la llama en una relación a distancia es lo que mueve los engranajes de muchas parejas en la actualidad. Es comprensible, vivimos en una era digital en donde la autoexibición hace rato pasó a ser considerada como algo perfectamente normal y necesario para existir en la retina del otro, de los otros. Yo esto lo entendí a regañadientes, pero lo pude comprender y accedí. Día tras día me reportaba, enviaba imágenes simpáticas por wasap a mi new love, y ya estaba. Hasta que apareció el Covid-19, las cuarentenas, los pánicos, los encierros y, finalmente, la necesidad urgente de saber, ahora aún más, del otro.
Fue así en donde comenzamos ahora a concertar citas virtuales. Otra vez me había negado a esta nueva idea, pero, como siempre, los tiempos exigían hacer uso de la tecnología para mantener la llama viva. Viernes, 23.30 de la noche, quedamos entonces. En un contexto de encierro, en donde los días se repiten irremediablemente, una cita virtual es el gran panorama del día. Un par de horas antes comenzaba el proceso de acicalamiento: una buena ducha, una afeitada, ponerme ropa guapa, andar vestido en la casa, ordenar el espacio, prender la cámara del notebook, probar las luces (cada uno con sus prolijidades y tocs) y a esperar a la muchacha con cara de idiota sentado frente a tu pc.
Comienza la función ¿Estás por ahí? Risas nerviosas, hablar de cualquier cosa, hacer bromas con el contexto; pasar, luego, a los temas profundos, a alguna pelea de la nada, la reconciliación y la despedida. Así fue por un par de semanas. Llegábamos a la parte de “reconciliación y despedida”, hasta que las necesidades fisiológicas comenzaron a hacer lo suyo. Seguir la continuidad de la cita, un vinito, una conversa y cama. Cama. Había que llegar a la cama. Primero fueron llamadas telefónicas post webcam. Decirnos cosas eroticonas, crear ambientes imaginarios de película calentona. Me costaba. Cómo me costaba, puta que me costaba. Me gusta la escritura, pero improvisar una historia coherente, subida de tono, verbalizarla, a la vez que te la meneas, a la vez que gimes, me resultaba complejísimo. Pero lo logré. Cerraba los ojos y soltaba lo primero que se me viniera a la cabeza. Nos calentábamos y pasaba ¿Será cierto su orgasmo? ¿Fingirá? ¿Finjo yo? Nah. Había que confiar. Los tiempos no están para suspicacias entre compañeros, me tranquilizaba.
Luego, nos empezamos a poner explícitos. Imagen, foto, video llamada de wasap. Si ya me costaban las selfies, hacer video llamada desde mi cama, de forma horizontal, mostrándome en todo mi esplendor frente a mi compa que, a su vez, se mostraba también en todo su esplendor, era una contradicción titánica ¿Seré demasiado cartucho? Es que es normal, todo el mundo lo hace, me respondía. Es que yo soy así como de piel, me gusta el recuerdo que te entrega el ojo en el momento justo, con la compa ahí, con su piel ahí, sus ojitos ahí, su olor ahí. Tibia y quejumbrosa, el contacto real, en definitiva.
Conozco varias historias similares, previas a la cuarentena. Para muchas personas que lo han vivido, que lo viven, todo esto que hablo resulta natural y de perogrullo. El sexo virtual es rutina y los casos son tantos como parejas hay. Tengo amigos para los cuales una “cachita” a distancia es simple morbo y calentura. Se ven siempre y por las noches, antes de las buenas noches, sus “nudes” por videollamada. Están también los clásicos separados por distancias considerables y también están aquellos que, por razones de orden estrictamente laboral, tienen que adaptarse a estas formas. Conozco el caso de un minero y una profesora que, dado a que el hombre tenía turnos de 10 días de trabajo por 10 de descanso, no aguantaban las ganas y realizaban citas por la red que poco a poco acababan en la calentura y el sexo tras cámaras. A ella le costaba al principio, pero se acabó acostumbrando. No es mi forma predilecta de polvo, me decía, pero qué le voy a hacer. Así están las condiciones.
Yo no sé si logré acostumbrarme, pero el amor y sus misterios, los tiempos como están me hacen darle una segunda vuelta a esto del sexo por wifi. No puedo evitar pensarme como una especie de Rod o Todd Flanders anticuado y castrado, en este caso, no por la fe judeocristiana, sino por el amor romántico de contacto y pulso real ¿Será que nos estamos sometiendo ahora cada vez más y de forma más explícita a ese apartado inevitable de una sociedad del espectáculo de la que hablaba Guy Debord (1967) en donde se señala que “todo lo que alguna vez fue vivido directamente se ha de convertir en una mera representación”? Puede ser. Pero existe una variante: el hecho de que haya una cámara (y una pandemia de por medio) que nos prohíba el contacto, no es necesariamente sinónimo de una ficción o una ramplona y decadente “representación”. Porque sí, es cierto, hay una representación: yo ordeno mi escenografía en el comedor, me pongo “presentable” para el otro, en fin ¿Pero acaso no hemos vivido siempre en una constante representación en la cual nos la pasamos fingiendo? ¿Cuántos hay que llevan toda una vida arriba de un escenario? Yo soy de los que de tanto representar un personaje, acabo creyéndomelo, momentos en donde sin darme cuenta le empiezo a poner corazón a las cosas y acabo volviéndome un poco más real, más verdadero. Puede ser que en estos tiempos debiera comenzar a confiar un poco más. Utilizar las redes, al menos en este campo y con mi compañera, sin tanta desconfianza el uno del otro. El escenario lo creamos ambos y todo lo que ocurre dentro de este empieza y acaba ahí. No hay público. Solo los dos y el recuerdo de la imagen titilante por el notebook. Fluir, simplemente, con un papel higiénico impoluto esperando en el velador.
Javiera Márquez
Periodista