Estos días en los que se está hablando de jueces, penas y cárcel es necesario hablar de la perspectiva antipunitiva.
Viernes 2 de diciembre de 2022 07:58
"Déjame en paz, te corté el pene, déjame en paz". (Lorena Bobbit)
El antipunitivismo es un elemento indispensable para abordar las violencias de género de forma más reparadora para las víctimas, más eficiente para la transformación social, menos gravosa para la comunidad y más ética respecto al trato dispensado al infractor. Al contrario de lo que hemos podido escuchar estos días, no es liberal ni de extrema derecha.
Ahora bien, en palabras de Wendy Brown, para no reproducir inadvertidamente los mismos efectos de poder que pretendemos combatir, es importante explicar por qué nos parece imprescindible revocar el avance punitivo y cómo estamos avanzando hacia formas de entender y enfrentar los conflictos y las violencias para producir alternativas a las racionalidades de la penalidad neoliberal.
¿Y entonces, qué hacemos? Es la pregunta insistente, cuando no malintencionada, a las que militamos en el antipunitivismo, incluso desde algunas izquierdas y desde algunos feminismos. Las acusaciones de no aportar soluciones o no atender las necesidades de las víctimas son fruto del desconocimiento, del desprestigio gratuito, de la amenaza que estas posiciones pueden suponer a profesiones altamente corporativas ligadas al castigo o de nuestra mala comunicación. Ahora bien, también podríamos preguntarnos por qué se siguen reproduciendo instituciones de tortura que mienten sobre sus objetivos (acabar con los delitos), son ineficientes para reparar y proteger a las víctimas (cuando no las acaban criminalizando) y condenan a las comunidades más excluidas a escoger entre la persecución o el sometimiento al régimen del salario en contextos hiperexplotados. Pero, hecho este matiz, cabe defender que, si entendemos que este cambio no va a ser inmediato y que hay que seguir avanzando en marcos culturales, subjetivos y materiales que lo hagan posible, debemos saber ofrecer a la mayoría la posibilidad de pensar que se pueden lograr sociedades donde la gestión de la seguridad no pase por la represión policial y las lógicas de castigo penal o informal.
Sobre los efectos perniciosos de la vía punitiva, muchas feministas hemos hablado largo y tendido. Pero lo que menos hemos explicado es cómo la puesta en práctica de un abordaje no castigador de las violencias y los conflictos nos ha aportado una perspectiva empírica importantísima para seguir defendiendo que esta es la mejor de las vías posibles para todas las partes.
Explica David Garland que desde finales de los años 70 del pasado siglo existe un acuerdo social y político sobre la ineficiencia de las penas para acabar con los delitos. El reiterado aumento de los delitos y las penas para acabar con la violencia de género no han demostrado el efecto sobre el que se legitimaban y, por tanto, seguir ahondando en la vía punitiva puede tener otras finalidades, pero desde luego no se puede sostener que sirva para acabar con la violencia de género. Favorecer el avance del régimen neoliberal, la normatividad de género o el control psicopolítico del ser humano han sido algunas de las funciones que cumple el sistema penal apuntadas desde perspectivas críticas de la criminología y el feminismo.
El sistema penal y la cultura de castigo tienen la capacidad de construir una determinada forma de entender la violencia de género en la cual se legitiman a sí mismos como solución al problema.
Para seguir manteniendo el tan necesario modelo punitivo se construye el problema de la violencia de género desde determinadas coordenadas que legitimen la mano dura, el control y la cada vez más extensiva presencia del orden y la ley en nuestras vidas. La construcción de la violencia de género como un problema individual entre hombres malos (potencialmente agresores) y mujeres buenas (víctimas en sí mismas por la mera definición de poder serlo); la necesaria construcción del sujeto agresor con las atribuciones típicas del sujeto neoliberal, individualista, que actúa movido por el afán de dominio o por un fracaso individual, pero escogiendo según sus propios intereses; o la capacidad de producir emotividad e irracionalidad mediante la alarma social generada por los delitos y sus perpetradores, son algunos de los elementos imprescindibles en la construcción de una determinada concepción de la violencia de género que se hace extensiva a toda la población, por muy crítica que esta sea, pero también a las víctimas. Esto nos condena a la irracionalidad y el conservadurismo, pero también a no poder pensar en soluciones, interpretaciones y formas de abordaje alternativas al castigo.
Cuestionar el punitivismo, apostar por el adelgazamiento de los sistemas de castigo estatal y de la preeminencia de la ley y el orden como solución a todos nuestros problemas sería un buen punto de partida. Promover rebajas de penas, disminución de delitos, vacíos de ley y excarcelaciones son objetivos bastante sencillos pero que, por extraño que parezca, ni las izquierdas, cuando llegan al poder, están dispuestas a accionar.
El antipunitivismo es más favorable para las víctimas
Como ha apuntado la jurista y criminóloga crítica argentina, Daniela Heim, el Derecho crea identidades de género estigmatizantes y opresivas, es decir, es una tecnología de género que produce saberes sobre las mujeres, sus cuerpos y la forma en que estos deben interpretar los ataques. Esta idea hace referencia a la tarea que, según Foucault, se encomienda al Derecho: producir “ficciones” que requiere el poder para que este sea más efectivo. Si el poder necesita de feminidades temerosas, dóciles, inocentes, pasivas y sexualmente constreñidas que no pongan en riesgo la familia, la heteronorma, la distribución de roles de género o el ensalzamiento social, simbólico y económico de la masculinidad, el Derecho, pero también los servicios de asistencia social, indisociables de los mecanismos punitivos tras los desmantelamientos de los sistemas del bienestar, producirán saberes, disciplinas y correcciones para modelar las subjetividades en función de esos intereses.
Así, por ejemplo, en un estudio realizado hace unos años comprobé que, en las sentencias y autos de recurso de mujeres acusadas de lesiones u homicidio a sus parejas masculinas, se tendía a rechazar de forma reiterada los eximentes y atenuantes que estas aducían en su defensa cuando eran representantes de una feminidad no normativa. Las personas que nos dedicamos al acompañamiento de víctimas de violencia de género comprobamos, además, cómo la desprotección, cuando no la criminalización, es frecuente en el acceso a los sistemas de justicia de mujeres racializadas, pobres, trabajadoras sexuales o cualquier mujer que represente un “demasiado” como indicador de incorrección femenina. Pero además, incluso en el acceso a los sistemas de protección social como víctimas, las mujeres son juzgadas, evaluadas y sometidas a criterios de recuperación pensados para un determinado tipo de mujeres, normalmente blancas, de clases acomodadas, que pueden prescindir de sus comunidades o que viven en modelos atomizados, con crianzas consideradas “adecuadas” en base a criterios normalmente clasistas, sexistas y racistas, etc.
La ley, y principalmente la ley penal, conforma sujetos feminizados vulnerables, hipersusceptibles y sexualmente inapetentes y temerosos para justificar la intervención estatal en su protección, pero también el castigo a las infractoras. Además, la misma lógica de los derechos implica que, en la constitución de sujetos jurídicos, se atribuyan a estos una serie de características que acaban reificando –esencializando– las categorías de poder normativas, en este caso la categoría Mujer. Así, por ejemplo, cuando en las legislaciones sobre violencias sexuales en contextos digitales se habla de restaurar la reputación de las víctimas, como hace la LO 10/2022 de libertades sexuales, se hace referencia a un determinado tipo de feminidad que: 1. Tiene reputación; 2. Quiere mantenerla; 3. Esta se daña por la sexualización o imágenes sexualizadas de su cuerpo; 4. Es representante del pudor y la sacralización de la sexualidad femenina. Esto no quiere decir que la acción de dañar a alguien a través de este tipo de difusión de imágenes privadas no sea algo a revisar. Pero, de nuevo, me parece altamente cuestionable que, en todos los casos, la acción tenga como finalidad dañar profundamente o dominar a las mujeres, y, sobre todo, me parece altamente problemático porque se favorece el sufrimiento y el malestar y se limita la libertad de las mujeres a través de estas ideas sobre la sexualidad femenina. Una propuesta mucho más interesante, como la de una pérdida generalizada de reputación a través de la promoción de la disidencia sexual, el relativismo de los valores patriarcales asignados a los cuerpos y genitales de las mujeres, el uso instrumental del sexo por parte de las mujeres para conseguir dinero, favores, alcohol, drogas o ganar una apuesta, sería impensable en un marco legislativo y, sobre todo, penal que necesita mujeres vulnerables a las que proteger para legitimarse a sí mismo. Pero en cambio, sería una vía potentísima de cara a la solidaridad entre las mujeres, la transformación de significados y el reequilibrio de fuerzas con los varones y sus posibilidades de daño.
En esta misma línea, la prohibición de la mediación que la ley del “solo sí es sí” replica de la ley integral de violencia de género del año 2004, para los casos de delitos sexuales, es otro de los elementos que configura a las víctimas, esencializadas como mujeres, como incapaces de proteger o negociar sus intereses y las reitera como presas del dolor, el resentimiento y la incapacidad sin valorar los distintos niveles y situaciones. Además, desoye completamente la diversidad cultural y de clase de las mujeres víctimas de violencia de género, ya que muchas de ellas no pueden prescindir de esas negociaciones porque necesitan seguir formando parte de su comunidad con el fin de protegerse, por ejemplo, del racismo o la violencia institucional y policial.
Así pues, cuando se apunta al punitivismo de determinadas normativas, como por ejemplo la LO 10/2022 de garantía integral de la libertad sexual o la LO 1/2004 de medidas contra la violencia de género, no se hace referencia únicamente al aumento de penas y delitos, sino a qué subjetividades femeninas promueve, qué daños produce eso en las mujeres y qué dificultades implica para pensar las cosas de otra forma.
Necesitamos pensar otras formas de administrar la justicia siguiendo las sendas de las justicias restaurativas, transformativas y/o consensuales. Desde estas perspectivas, como apuntan Francés y Restrepo, se favorece la convivencia y la solidaridad a través de la restauración de los daños sufridos por todas las partes. Se trata de perspectivas que involucran a la víctima, al infractor y a la comunidad con la finalidad de promover la reparación del daño causado, la reconciliación entre las partes y el refuerzo de las comunidades. Pero para ello, como resulta evidente, hay que abandonar el marco actual en el que se condena a las víctimas a entender su recuperación como un proceso de venganza hasta la destrucción del otro. Reparar violencias implica un complejo equilibrio entre acoger, acompañar y reconocer el daño mientras tratamos de evitar el destierro o el castigo hacia quien lo ha producido. Este es un proyecto político que, como ha apuntado Dean Spade, puede parecer imposible, pero que no solo es alcanzable, sino que además es profundamente transformador. Para ello evidentemente hay cuestiones imprescindibles que podemos y debemos llevar a cabo, entendiendo que la reparación de las víctimas no consiste únicamente en las acciones individuales de quien daña, sino que también se repara con la responsabilidad colectiva y el re-equilibrio de una situación de subordinación en el que suelen encontrarse las víctimas de violencias de género.
Hay que abandonar el marco actual en el que se condena a las víctimas a entender su recuperación como un proceso de venganza hasta la destrucción del otro
Para empezar, los feminismos deberíamos hacer el esfuerzo de reconceptualizar las violencias, moderar el alcance del término y, sobre todo, dejar de establecer la violencia de género como el indicador único que condiciona desfavorablemente la vida de las mujeres. Pasar del lenguaje de la violencia a los lenguajes de la discriminación, la opresión, la explotación laboral o la reproducción del sexismo, disminuiría el nivel de tensión y favorecería los análisis estructurales, certeros y saludables para todas las partes.
Evidentemente también, hay que favorecer el re-equilibrio de fuerzas de las mujeres, sobre todo de aquellas más vulneradas, a través de derechos y rentas. Ahora bien, debemos tener en cuenta el sesgo ineludiblemente masculinista del Estado, así como el origen burgués de la configuración de la existencia a través de los derechos. Por este motivo, es necesario reivindicar estos espacios de re-equilibrio de poder siempre pensando en los efectos perversos que pueden tener para las víctimas más excluidas. Para ello, servicios de acompañamiento a los sistemas de justicia y protección social y servicios de asesoramiento jurídico gratuitos y comunitarios son imprescindibles. Pero también proyectos de gestión y proveimiento de recursos y apoyo de base comunitaria y autónoma serán esenciales para minimizar el papel de las instituciones de poder en nuestras vidas y re-equilibrar el campo de negociación con las mismas, como apuntaban las compañeras del colectivo manresano AAMAS.
Desde los espacios de apoyo y acompañamiento comunitarios es mucho más posible apostar por abordajes que entiendan la diferencia entre acompañar el daño y avalar cualquier propuesta de la víctima. Las estrategias y acciones que se lleven a cabo no pueden estar siempre supeditadas a los intereses particulares de la víctima, principalmente cuando estos vayan en claro detrimento de los acuerdos colectivos o el bien común. Pero esto no significa no acompañar, no dar lugar o no reconocer el daño en los términos vividos por la propia víctima, a la vez que nos responsabilizamos colectivamente de ofrecer otros relatos disponibles para interpretar las experiencias de violencia desde lugares menos destructivos y dañinos.
Desde estas perspectivas también podemos afirmar que el antipunitivismo es favorable a reforzar las comunidades de las que las víctimas forman parte, porque nos compromete a desarrollar fuerza colectiva, la misma que nos extrae la excesiva confianza en el Estado y sus marcos regulatorios. Establecer al Estado como actor neutro del conflicto es desfavorable porque oculta su connivencia con la violencia de género y las violencias que ejerce contra las poblaciones vulneradas a través de sus mecanismos coercitivos. Además, oculta también que su agrandamiento incide en la desarticulación y desempoderamiento de las comunidades y en su pérdida de capacidad para conceptualizar qué entienden por seguridad y cómo la gestionan.
Sabemos que es complicado, pero también sabemos que es más ético, menos doloroso y más transformador a medio y largo plazo. Colapsar la posibilidad de que el conflicto avance solo nos lleva a generar más dolor, inmovilizar las posibilidades de abandonar el papel de víctima y destruir los marcos relacionales y comunitarios, al volverlos hostiles e inhabitables. Pero para ello necesitamos comunidades, acompañamientos de vida y condiciones materiales que nos constituyan sólidas y amadas y no frágiles y desvalidas. Porque, en última instancia, incluso en el mejor de los mundos posibles, los ataques, los conflictos y los daños serán inevitables. Porque amar, relacionarnos, follar y aliarnos siempre implicará riesgo y siempre habrá personas que puedan dañar, incluso de formas brutales. Produzcamos los marcos de posibilidad para que la asunción de riesgos en aquello que nos da vida, pueda más que el miedo ante aquello que produce muerte.
Laura Macaya Andrés es activista y trabajadora en intervención y consultoría en género y feminismo en Barcelona. Forma parte de la Asociación Genera. Este artículo fue publicado, originalmente, en la revista CTXT.