Los grandes medios dieron su veredicto: Hillary Clinton ganó el debate, se mostró más sólida y preparada, en fin, más presidenciable que su contrincante, el magnate Donald Trump.
Miércoles 28 de septiembre de 2016 00:00
A excepción de los medios más militantes, el consenso también indica que la candidata demócrata ganó por puntos y no por knock out este primer round, para seguir con la metáfora pugilística. Esto traducido a encuestas y probabilidades electorales implica que la carrera a la Casa Blanca tiene final abierto. Y que quizás lo que valoran las grandes corporaciones mediáticas, los mercados, los encuestadores y los formadores de opinión no es determinante para los que ya le han dado su voto al auténtico Trump en las primarias, unos 14 millones que son son pocos. No al candidato que trató de cuidar las formas en el primer debate presidencial para seducir a un electorado más amplio, sino al misógino, al xenófobo y racista.
Claro que en otras circunstancias, este triunfo de Hillary no sería considerado un gran mérito. El candidato republicano es una mezcla de demagogo y bufón, un cultor de lo políticamente incorrecto, que todavía sorprende que esté disputando la presidencia de la principal potencia mundial.
Pero estas elecciones parecen ser tanto una confirmación como un anticipo de tiempos extraordinarios.
El bipartidismo norteamericano, como sucede con los partidos capitalistas tradicionales en Europa, está en una profunda decadencia. El trasfondo de esta polarización política y social es la crisis iniciada en 2008 que adquirió la fisonomía de una crisis rastrera con tendencias recesivas recurrentes y crecimiento anémico, y la decadencia continua del liderazgo norteamericano en el mundo.
Trump se dirige a un electorado enojado con el establishment, que perdió con la globalización, que se quedó sin empleo o que simplemente teme perder sus posiciones. Un electorado blanco, mayormente masculino, de mediana edad para arriba, que siente que los cambios demográficos, la inmigración y los valores liberales están derrumbando su mundo.
Le habla en un lenguaje directo, sin sofisticación. Ofrece grandes “soluciones” que parecen sencillas: ponerle un impuesto del 35% a las importaciones chinas, deportar a 11 millones de indocumentados; construir un muro en la frontera con México, bajar los impuestos a las corporaciones, imponer la “ley y el orden”, tener el dedo listo en el botón nuclear. En síntesis: “volver a hacer grande a Estados Unidos” como reza su lema de campaña.
Es la exposición obscena del parasitismo capitalista: el hombre no considera siquiera necesario ocultar su riqueza. Y en el debate admitió que hace lo que hace cualquier gran empresario: utilizar las leyes del estado para su beneficio. Ni se preocupó en negar la acusación de Hillary de que se declaró seis veces en bancarrota y no les pagó a sus empleados. Tampoco de que nunca ha pagado un peso de impuestos. Dijo con sorna que eso lo “hace inteligente”.
Pero el catálogo de consignas populistas de Trump no es el programa de los grandes capitalistas norteamericanos que trataron de frenarlo, sin éxito, durante las primarias republicanas y ahora se encolumnan tras la candidatura de Hillary.
Si Trump es la ostentación cruda del millonario “lumpen”, Hillary Clinton es la expresión destilada del establishment capitalista. Es la ala moderada de los halcones, militarista, porisraelí, intervencionista. Y es la que se postula para garantizarle a los corporaciones norteamericanas las condiciones que les vienen permitiendo ganancias siderales. Por eso, como se dice en los grandes medios, no “enamora” sobre todo a los sectores socialmente más vulnerables de la coalición electoral demócrata, las minorías (afroamericanos, latinos) los jóvenes, las mujeres y los trabajadores sindicalizados que habían puesto toda su energía en la campaña de Obama de 2008 (el famoso “Yes, we can”) solo para sufrir una gran decepción. Hay que ver si el espantajo de Trump y el “mal menor” son razones suficientes para que vayan en masa a votar por Hillary.
Esta crisis del bipartidismo imperialista ya dio fenómenos políticos inéditos. El que más nos interesa desde la izquierda es el surgimiento del movimiento en torno a Bernie Sanders, el candidato que se proclamó “socialista democrático” y que le dio pelea a Clinton en las primarias. Sanders, como era previsible, se alineó detrás de Clinton y olvidó su prometida “revolución política”; actuó como siempre lo hacen las alas izquierdas del partido demócrata convenciendo de optar por el “mal menor”. Su tarea actual es evitar la dispersión del voto “progresista” hacia Jill Stein, la candidata del Partido Verde que todavía cosecha un 2,4% de intención de voto en las encuestas, a pesar de la mala prensa de los “spoilers” y del ninguneo completo de los medios.
Dicho sea de paso, en la derecha también existe esta tendencia: Gary Johnson, el candidato del Partido Libertario, mide un 7.4%.
Este show obsceno está alienando a amplios sectores. No casualmente los dos candidatos compiten, no por ganar la simpatía de una franja mayor del electorado, sino por ser el o la menos repudiado.
Hillary pudo haber ganado una primera batalla, pero la guerra por la oficina oval sigue. Todavía queda un mundo para el 8 noviembre.

Claudia Cinatti
Staff de la revista Estrategia Internacional, escribe en la sección Internacional de La Izquierda Diario.