El 9 de diciembre de 2014 el genocida se hizo pasar por enfermo terminal para tener prisión domiciliaria. La perita Virginia Créimer y dos médicos del Hospital Ramos Mejía desarmaron el engaño, planeado por el represor y cómplices del Poder Judicial.
Daniel Satur @saturnetroc
Miércoles 9 de diciembre de 2020 14:45
Imagen Martín Cossarini
Miguel Osvaldo Etchecolatz, el viejo genocida MOE, es un gran simulador. Prácticamente nada de lo que hizo en su vida lo hizo sin mentir, sin engañar, sin camuflar. No es novedad. A él le rigen las generales de ley, miente sistemáticamente como todos los genocidas, los cientos que están presos y los miles que siguen caminando por las calles.
La mentira, quizás, fue el arma más eficaz de la que se valieron para infiltrarse en organizaciones populares, inventar una historia a través de los medios de comunicación cómplices, adormecer a parte de la sociedad, secuestrar, torturar, robar, violar, matar, desaparecer. Y tras el horror, siguieron mintiendo para reciclarse por décadas como “ciudadanos de bien”.
El 27 de octubre pasado el viejo MOE volvió a mentir, durante la primera audiencia del juicio por los crímenes en los pozos de Banfield, de Quilmes y El Infierno, donde se lo juzga junto a una veintena de genocidas. Desde la Unidad Penal 34 de Campo de Mayo fingió estar “descompensado” y obligó a los jueces a hacer un cuarto intermedio. Quince minutos después la médica que lo revisó negó que hubiera descompensación.
El genocida creyó burlarse de víctimas, familiares y organismos de derechos humanos. Pero no hizo más que confirmar su calaña. Por enésima vez. A la semana, cuando le tocó declarar en la segunda audiencia, dijo no arrepentirse de nada y hasta desconoció al Tribunal que lo juzga. Todo mentira. Mentira pura. Mentira eterna.
Hasta Mariana, su propia hija, dijo hace unos años a la revista Anfibia que en la casa familiar siempre vivieron “en una burbuja, sometidos y desinformados” por el padre. “Aparentábamos lo que no éramos”, sentenció quien siendo adulta decidiría abandonar hasta el apellido Etchecolatz.
Monje del mal
Pero hubo un día en que el viejo MOE, más que ocultar la verdad mintiendo, quiso
matarla. Confió demasiado en sus cómplices, creyendo que sería un trámite pasar por encima de la ciencia. Fue el 9 de diciembre de 2014, cuando ejecutó una de sus mentiras más mediocres. Cuando quiso obtener una prisión domiciliaria alegando dolencias inexistentes.
Un mes y medio antes había sido condenado a perpetua por el Tribunal Oral
Federal 1 de La Plata en el juicio por los crímenes de La Cacha (centro
clandestino lindante con la cárcel de Olmos). La misma pena le dieron a otros trece
genocidas de diferentes fuerzas y a un exministro. Otros tres civiles fueron
condenados a trece años y un militar a doce.
De aquel juicio quedó un recuerdo emblemático. El día de la sentencia, erguido en su banquillo, Etchecolatz se volteó y le clavó su mirada de odio a familiares de sus víctimas. Luego sacó de su bolsillo un papel y lo puso en su regazo. Las cámaras de la prensa registraron el agravio. El papelito decía de un lado “Jorge Julio López” y del otro “secuestrar”.
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Tras la provocación, el viejo MOE se propuso irse a su casa, a cumplir las múltiples condenas que ya cargaba encima. Se inventó enfermedades como un presunto accidente cerebrovascular con secuelas neurológicas, hipertensión arterial y un supuesto cáncer de próstata tratado doce años antes. Estudió uno a uno los movimientos y el discurso que necesitaba implementar y organizó a sus cómplices para que actuaran el guión. Y creyó que podía matar a la ciencia.
La mentira más burda
Por orden del TOF 1 de La Plata, el viejo genocida debía ser revisado el martes 9 de diciembre en la sede del Cuerpo Médico Forense de la Corte Suprema de Justicia de la Nación. Era una mañana calurosa en el centro porteño. A la hora señalada llegaron Alberto Ferreres (perito oficial), Mariano Castex (perito puesto por Etchecolatz), Jorge Cliff (perito del Ministerio de la Defensa) y Virginia Créimer (perita del Ministerio Público Fiscal), quien estaba acompañada por el médico clínico Damián Daniele y el neurólogo Leandro González, ambos del Hospital Ramos Mejía.
Seis años después la doctora Créimer recuerda ante este cronista que cuando llegaba caminando a la sede del CMF le llamó la atención el apuro con el que los guardias del Servicio Penitenciario Federal bajaban a una persona en silla de ruedas. “Es raro, ellos nunca tienen prisa, el tiempo que pasa no es el suyo sino el de las personas trasladadas como animales a Tribunales”, pensaba mientras ingresaba al edificio de Lavalle 1429.
La perita se dirigió al despacho del doctor Ferreres. Tras anunciarse se sentó a esperar. A los pocos minutos entraron juntos Castex y Cliff, saludaron a la distancia a Créimer y entraron directo a la oficina de Ferreres. Ella siguió esperando hasta que una secretaria la hizo pasar.
“¿Qué tal Créimer? Ahí nos traen al paciente”, le dijo el perito oficial a la representante de la Fiscalía, a quien conocía de los congresos de la Asociación Argentina de Cirugía. “Ferreres no me tenía mucha estima porque, aún siendo mujer y provinciana, la Asociación me había dado un premio al ‘mejor trabajo científico’, quedando mi ponencia por encima de la de él”, recuerda.
Enseguida aparecieron los doctores Daniele y González. Con sus guardapolvos puestos, los oficios de citación en sus manos y una notoria desorientación, preguntaron si ése era el lugar al cual los habían convocado. “No sabían dónde estaban ni para qué los habían llamado, pero lo más maravilloso fue percibir que mucho menos sabían a quién iban a examinar”, sonríe Créimer al recordar la secuencia.
Un nuevo llamado a la puerta daría comienzo al acting de Etchecolatz. Dos penitenciarios empujaban la silla de ruedas. Sobre ella, envuelto en una azalea blanca y con un suero colgando de un soporte, el viejo genocida estaba encorvado, cabeza gacha, ojos semicerrados, manos cruzadas en el regazo. Y silencio. “Un silencio que invadía todo el consultorio, seguramente el mismo silencio que invadía la Dippba cuando entraba con su sobretodo, sus guantes y sus lentes oscuros y hasta las Olivetti se callaban”, grafica Créimer.
El doctor Ferreres preguntó “¿cómo se llama?”... “¿cuántos años tiene?”... Etchecolatz siguió en silencio, encorvado, semidesnudo y semidormido. Mientras el perito oficial copiaba los datos de la historia clínica, el viejo genocida movió apenas los labios y, con tono lúgubre, murmuró algo que Créimer, que estaba a su lado, no llegó a entender. “Perdón, ¿cómo dijo?”, preguntó la doctora. Etchecolatz sólo dijo “Castex”, mientras extendía la mano hacia ella con un papelito para que se lo entregara a su perito.
Lo que siguió fue “realmente dantesco”, al decir de la doctora Créimer. Mientras el viejo MOE afinaba su actuación, Ferreres escribía en sus talonarios las órdenes para realizarle “exámenes complementarios”, acordes al relato de los abogados defensores. Apenas las selló, quiso dar por terminada la reunión.
Créimer no perdió el tiempo. Le pidió a los penitenciarios que llevaran al reo al consultorio, que estaba a unos metros del despacho. “Pedí que lo subieran a la camilla y vi con asombro que lo subían como si fuera su abuelita, diciendo a cada momento ‘permiso jefe, perdón jefe, ¿está bien jefe?’ Nunca había escuchado a un penitenciario decirle a un preso, con subordinación, ‘permiso, perdón, ¿está bien?’”, detalla Créimer a La Izquierda Diario.
Los jóvenes médicos Daniele y González seguían a la perita. Castex y Cliff habían decidido quedarse afuera del consultorio, desorbitados. Ferreres, directamente, no se había movido de su despacho. Y Etchecolatz… Etchecolatz empezaba a darse cuenta de que el plan podía fallar.
Los médicos del Hospital Ramos Mejía, sin prejuicios ni pruritos, empezaron a revisar al genocida. El neurólogo González, al evaluar su estado, le llegó a decir “no me mienta señor, siga el dedo con los ojos”. “Comprobé que no tenían ni idea de que estaban frente a uno de los más perversos y poderosos monjes negros de la Bonaerense”, dice hoy Créimer, convencida de que “eso era perfecto, porque la objetividad de los médicos sería inapelable”.
Le tocó el turno al doctor Daniele. Lo revisó y coincidió con su compañero en que el “paciente” no tenía síntomas, ni agudos ni crónicos, de un ACV. Sólo tenía un poco de presión alta. Nada del otro mundo.
Cuando Créimer se disponía a hacer su tarea, Etchecolatz ya se había enojado. A ella, como cirujana, le tocaba constatar el estado de la próstata. “Como cualquier manual básico de medicina establece, debía hacerse a través de un tacto rectal, pero apenas lo dije y pedí vaselina Castex, Cliff y los penitenciarios se pusieron como locos”, rememora la perita. Entonces apareció Ferreres, a los gritos.
Créimer comprendió todo. La cosa estaba preparada para una cita sin intervención médica y con papeles firmados en beneficio del “paciente”. Al sentir que no había condiciones para realizar la maniobra correspondiente, desistió de hacerle el tacto rectal.
Etchecolatz hasta entonces no había dicho ni hecho nada. Pero cuando la cirujana dijo a los penitenciarios que lo podían vestir, se sentó sin ayuda en la camilla, levantó la cabeza y la miró. “Una inexplicable sensación de oscuridad y terror me atravesó como una sierra, nunca había sentido algo así, me congeló la sangre. Fueron unos segundos, pero pareció eterno”, afirma Créimer.
Al viejo MOE se lo llevaron al penal. Y en la oficina de Ferreres se desató el escándalo. Castex, perito de Etchecolatz, pidió que quedara constancia de que Ferreres no había querido participar de la revisación. Ferreres le dijo que “bajo ningún punto de vista” iba a revisar a un hombre “de esa edad y enfermo”. Castex giró 180 grados y dijo estar de acuerdo con él, por lo que no habría que haberlo examinado.
La perita volvió caminando lentamente hacia la sede de la Procuración General de la Nación, en el paquetísimo edificio de Perón 667. Las cuadras se le estiraban mientras iba pensando en tantas personas torturadas y desaparecidas a manos de Etchecolatz. Y esa mirada oscura del viejo genocida, lanzada en medio del consultorio, seguía adentro suyo. “No había explicación científica para ese efecto en mí, no lo entendía, una mirada alcanzó para paralizarme”, recuerda hoy la médica.
Cuando Virgina Créimer contaba el episodio a personas conocidas de los ámbitos de los derechos humanos, muchas le respondían haciendo chistes relacionados al tacto rectal y demostrando cierto jolgorio por la secuencia. Pero a ella siempre le volvía a la mente la mirada oscura de Etchecolatz. Porque, tal vez, no consideraba que aquel encuentro careciera de consecuencias. Ella le había impedido al viejo MOE, el todopoderoso, irse a su casa con una morigeración de la pena.
Violentas mentiras
El 18 de diciembre de 2014, nueve días después de aquella cita en la sede del Cuerpo Médico Forense, Mariano Castex denunció, como perito de parte de Etchecolatz, lo hecho por la perita del Ministerio Público Fiscal. Según su particular visión, MOE fue sometido por Créimer (y los dos médicos del Ramos Mejía) a tratos crueles, degradantes e inhumanos, donde la “venganza” de los querellantes guía la acción en lugar de la “justicia”. Es más, para Castex el viejo genocida fue víctima de delitos de lesa humanidad.
Para fundamentar su denuncia, Castex llegó armó una ensalada con citas de pactos internacionales de derechos humanos, escritos de Raúl Zaffaroni y encíclicas del Papa Francisco. Con no poco arte, el doctor en derecho canónico de la UCA y profesor de la UBA elaboró un escrito en el que presentaba a Etchecolatz como un “enfermo grave y cuasi terminal”. Pero no le alcanzó para lograr una imputación penal sobre la doctora Créimer. La causa ni siquiera llegó a ser tenida en cuenta por el juez y el fiscal actuantes.
“Los organismos de derechos humanos me decían que debía tomar semejante denuncia como un ‘galardón’ y colgarla en un cuadro. Pero yo respondía que eso era un claro mensaje contra todos y todas, no contra mí. El mensaje era ‘no opines en contra de la liberación de los genocidas porque te va a pasar esto’”, relata Créimer a este diario.
Nueve meses después, el 5 de septiembre de 2015, Créimer volvería a recibir un “mensaje” inconfundible. Ya no en los Tribunales, sino en su casa. Así lo relató en aquel momento a este diario y hoy lo vuelve a recordar.
“Una mano impune demostraría el poder de bala que aún posee el torturador desde la cárcel, dejando un cuchillo ensangrentado en la cerradura de mi casa en pleno mediodía, con mi hija adolescente durmiendo adentro, para que yo lo encontrara al llegar”, detalla la perita.
Ese día, nueve meses después de haber visto por única vez tan personalmente al viejo genocida, Créimer entendió aquella fría y punzante mirada. “Ese día sentí la muerte clavándoseme como el cuchillo en la puerta, al pensar que la sangre podía ser de mi hija y que yo sería la única responsable de lo que le hubiese pasado”.
Para ella, ese mensaje mafioso “fue el vuelto por realizar el examen médico ordenado por un juez, cuando el Estado había decidido de antemano negociar con el terror y yo había aparecido como una piedra en el zapato de ese trato”.
Después de ese episodio la doctora Créimer comprendió que, una vez más, el Estado y sus gerentes le habían soltado la mano. Con el tiempo abandonaría la función en el Ministerio Público Fiscal. Hoy, además de sus cátedras en la UNLP y la UNAJ, se dedica a ser perita de parte de querellantes contra las múltiples violencias del Estado y sus instituciones.
Y aunque cada tanto se le vuelve a aparecer aquella mirada del viejo genocida MOE, sabe que no hay mejor antídoto para conjurar ese recuero que seguir luchando contra la mentira y por la justicia, con la verdad y la ciencia como las armas más potentes.
Daniel Satur
Nació en La Plata en 1975. Trabajó en diferentes oficios (tornero, librero, técnico de TV por cable, tapicero y vendedor de varias cosas, desde planes de salud a pastelitos calientes). Estudió periodismo en la UNLP. Ejerce el violento oficio como editor y cronista de La Izquierda Diario. Milita hace más de dos décadas en el Partido de Trabajadores Socialistas (PTS) | IG @saturdaniel X @saturnetroc