En la noche de ayer, después de anunciada la reelección de la presidenta del país, Dilma Rousseff hizo un discurso relativamente breve y podríamos decir emblemático. Después de una campaña incisiva contra el “candidato del retroceso” y la amenaza de una “onda conservadora” en el país, muchos petistas o electores influenciados por el clima de polarización esperaban un discurso en defensa de los derechos sociales, los trabajadores y las minorías oprimidas. Pero el tono del discurso fue otro: diálogo, conciliación y unidad nacional.
Martes 28 de octubre de 2014
Justamente en este punto reside el elemento “emblemático” del discurso: como si fuese una crítica de arte reveladora de los secretos de una obra, el discurso de Dilma es protocolar e institucional, un discurso que hecha luz y demuestra que la polarización construida en las elecciones fue una calculada estrategia del PT para construir una “derecha amenazante” y revivir el “mal menor” que garantizó el triunfo.
Por eso luego de las elecciones se termina la “gran amenaza”, la derechización del país, etc. y queda la conciliación. Como dijo la presidenta, la polarización de las elecciones no significaba la división del país sino “la maduración de la democracia”, que no es más que la revitalización de un régimen democrático cuestionado por las movilizaciones de 2013.
Sin embargo, esta estrategia deja cierto malestar luego de la victoria: la votación de los brasileros fue más “contra lo que no queremos” que “por lo que queremos”. La palabra más repetida en estas elecciones fue “cambio” (según el propio discurso de Dilma) y lo que existe es una inmensa continuidad. El sentimiento por detrás de este anhelo de cambio ronda como un espectro sobre el nuevo gobierno. El resultado de esta ecuación será revelador sobre el futuro del país.
En este sentido, dos elementos del discurso de Dilma fueron precisos desde el punto
de vista del “malestar” que continúa vivo en el país: detrás de una polarización que
despertó pasiones adormecidas y deseos de cambio por la vía electoral, lo que existe es una inmensa crisis de representatividad. Por eso, el elemento más enfático del discurso presidencial es intentar “mejorar la política” para legitimar el régimen y, en particular, su gobierno: por eso es necesario una “reforma política” y un combate a la “corrupción”.
La mejor manera de intentar fortalecer su propio gobierno, en este sentido, es proponer una nueva forma de hacer política en el país. Este elemento ya había sido percibido por la candidata Marina Silva como un perfil muy fuerte para ese sentimiento nacional por una “nueva política”. Es decir, a pesar de presentarse con un discurso de reformas, existe un aspecto defensivo de un gobierno más débil en su segundo mandato y con una oposición más fuerte, alrededor del PSDB (la elección más ajustada desde la redemocratización del país).
El otro elemento del discurso es el económico: este era un aspecto de “unidad nacional” que se ocultaba detrás de la polarización. Dilma o Aécio se preparaban, de todos modos, para el fin del ciclo lulista, un ciclo que combinó inmenso volumen de crédito, conservación del empleo (siendo que el 95% de los 20 millones de nuevos empleos son considerados “working poor” (trabajadores pobres), con salarios de hasta 1,5 salario mínimo, según apunta el economista petista Marcio Pochman) y una inmensa pasivización de las luchas sociales, un ciclo que fue fuertemente cuestionado sobre todo por las movilizaciones de junio y en 2014, por una de las mayores oleadas de huelgas del movimiento obrero de las dos últimas décadas. El fin de este ciclo, por tanto, solo puede resultar en ajustes sobre los derechos laborales, una mayor inflación, mayor endeudamiento y posiblemente, una mayor crisis en los empleos.
Aécio comenzó su campaña con un discurso más “amargo” en relación a ese punto. Si por el clima nacional más a la izquierda tuvo que rever la estrategia electoral y dejó de hablar de ajustes y “no hablar de las desgracias”, pasadas las elecciones era clave alertar sobre las dificultades de un país próximo a la recesión.
El discurso de Dilma era una combinación entre “mejorar la política” y alertar que se tomarán medidas económicas, sabiendo que solo será posible mantener las ganancias empresariales a través de recortes. Un discurso sin promesas de derechos, sin grandes cambios, sin sueños, un discurso de regreso al desierto de lo real.
Del otro lado de los escenarios, los trabajadores asisten al resultado, huérfanos de un proyecto político alternativo a la polarización plantada entre el PT y el PSDB. El deseo de cambio continua vigente. El desafío es convertir este anhelo en una perspectiva política, una nueva organización que encabece una transformación estructural en nuestro país. La clave para eso es no dejarse llevar por los cantos de sirena del petismo, un canto que se traga las energías de la vanguardia y funciona como una barrera para un nuevo proyecto independiente.