Crisis de representación e intentos bonapartistas. Massa y un intento de arbitrar sobre las tensiones sociales. Cristina Kirchner y el silencio: táctica y estrategia de un proyecto en crisis. La clase trabajadora y una política propia ante la crisis.

Eduardo Castilla X: @castillaeduardo
Viernes 29 de julio de 2022 23:42

“El montaje final es muy curioso, es en verdad realmente entretenido”.
Desde las cárceles de Mussolini, haciendo volar el pensamiento, el revolucionario italiano Antonio Gramsci describía las crisis orgánicas como hendijas para la aparición de “hombres providenciales”. Decía el revolucionario italiano que “en cierto punto de su vida histórica los grupos sociales se separan de sus partidos tradicionales (…) aquellos determinados hombres que los constituyen, los representan y los dirigen no son ya reconocidos como su expresión por su clase o fracción de clase. Cuando estas crisis tienen lugar, la situación inmediata se vuelve delicada y peligrosa, porque el campo queda abierto a soluciones de fuerza, a la actividad de potencias oscuras representadas por los hombres providenciales o carismáticos”.
Argentina transita, hace ya tiempo, el andarivel de las crisis orgánicas. La distancia entre representantes y representados, a medida que se acrecienta, configura menos novedad política. El histrionismo decadente de Milei encuentra allí parte de su racionalidad.
Crisis globales, están obligadas a conjugar lo económico, lo político y lo social. A presentarse como totalidad múltiplemente tensionada, signada por intereses en permanente pugna. Los “hombres providenciales” aparecen en escena para arbitrar e intentar dirigir esa conflictiva y peligrosa multiplicidad.
Nadie consideraría a Sergio Massa un "hombre providencial". Ni siquiera él mismo, que este viernes rechazó el mote de “salvador”, eligiendo ubicarse en el -aparentemente más modesto- lugar de “servidor”. Su carisma, por estas horas, parece ascender ante el desgaste que sufren sus pares al interior del Frente de Todos. Su fortaleza anida más en fracasos ajenos que en virtudes propias.
Sin embargo, en el tormentoso escenario nacional, las miradas apuntan hacia él. Emerge y es presentado como la figura capaz pilotear un país en crisis, que sufre las vicisitudes del “desgobierno” de Alberto Fernández y Cristina Kirchner. Como el hombre convocado a corporizar, finalmente, aquella mítica figura del "volumen político".
Ayudado por la brutal corrida cambiaria y la especulación de los zares de la soja, Massa se convirtió en la personificación de una necesidad social. Su ascensión funciona como un intento bonapartista de reconstruir orden en los ríspidos terrenos de la economía y la política. Una tentativa: la de hacer cuajar en una sola ecuación los múltiples y tensionados intereses del FMI y el gran empresariado nacional, intentando no desatar la bronca popular ante un horizonte de ajuste persistente. La imposible empresa del equilibrio en un país signado por el caos de las muchas polarizaciones.
Así lo hace saber él mismo, de manera explícita. Este viernes, en un breve hilo de tuits, escribió la palabra “orden” en tres ocasiones. La reiteración confirma una perspectiva: Massa se siente llamado a ser el árbitro de un país crispado. La “voluntad fuerte” capaz de regular y aquietar aguas en un mar de tensiones sociales, políticas y económicas.
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Su empoderamiento se despliega a espaldas del conjunto de la nación. Violentando todos los límites de esta limitada democracia capitalista, se convierte en dueño del Poder Ejecutivo sin recibir ni un solo voto para tal fin. Su vocación de orden camina de la mano de una negación: la de la voluntad popular.
Elevándose a ese papel de árbitro, su primer laudo dictaminó el final de la presidencia de Alberto Fernández. Con esa decisión, sacó tarjeta roja al Frente de Todos, aquella construcción experimental nacida -tuit de por medio- de las mutuas imposibilidades del kirchnerismo y el peronismo no kirchnerista. Aquello que quede gestionando el Estado no se parecerá, ni siquiera en la retórica, a la promesa electoral de 2019. Ni paciencia ni esperanza; orden.
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Nada indica, sin embargo, que la apuesta massista triunfe. La crisis nacional se devoró a Martín Guzmán y convirtió la "gestión Batakis" en un suspiro dentro de la historia reciente. Los problemas de la economía nacional no surgen, solamente, del puro internismo oficial. Al contrario, éste es un resultado genuino del fracaso estatal a la hora de "domar la rebeldía" de las fuerzas económicas. Es decir, a la hora de imponer control al descontrol que ejerce el gran capital en función de su rentabilidad.
El silencio y el destino
La mística kirchnerista se deshace. Una vez más. El empoderamiento de Massa es el empoderamiento de quien amenazó “meter en cana” a Cristina Kirchner y “a todos los corruptos”. El empoderamiento de aquel a quien La Cámpora llegó a considerar un adelantado entre los “traidores”.
La tregua construida desde 2019 podría haber caducado ya. La nueva crisis y el nuevo esquema gubernamental implicarán, sin lugar a dudas, un rebalanceo de las relaciones mutuas. Una cosa era Massa como destacado actor de reparto en la Cámara de Diputados y controlando porciones menores del Poder Ejecutivo. Otra es Massa elevado a la figura de Bonaparte nacional, negociando con la multiplicidad de actores que reclaman y pelean por sus intereses.
Ese lugar arbitral impone nuevas obligaciones y contratos. Lleva al tigrense más allá del lugar que ocupaba hasta el jueves pasado. Si no fracasa en lo inmediato, la centralidad que ocupará lo obligará a una renegociación con los múltiples actores del poder. Formulemos solo una pregunta de las tantas que podrían hacerse: ¿cuál será la relación entre el nuevo superministro y la casta judicial encabezada por la Corte Suprema? Esa casta que, por estas horas, empieza a jugar su propio partido hacia 2023? El ojo kirchnerista no podrá sustraerse a espiar esos vínculos.
Todo indica que, en la nueva escena nacional, el silencio seguirá siendo la herramienta fundamental de Cristina Kirchner. Ofrenda a la unidad durante la breve gestión de Batakis, funcionará, también, como salvoconducto para las negociaciones con el nuevo dueño real del Poder Ejecutivo. La vicepresidenta, añadamos, cuenta una pequeña ventaja para mantener el mutismo. Alberto Fernández, el hombre parsimonioso que ella convirtió en presidente, ha dejado de gobernar. CFK puede desentenderse de la “paternidad” de las políticas por venir.
Debe atender, sin embargo, un hecho esencial. No existe destino propio si Massa fracasa en toda la línea. Incluso la ilusión de “refugiarse” en la Provincia de Buenos Aires podría convertirse en el más agrio de los desencantos si las variables económicas y sociales siguen degradando las condiciones de vida populares. La preocupación por el impacto social de la crisis en el conurbano martilla el pensamiento del elenco dirigente del kirchnerismo. El silencio podría mutar en tibias críticas si el escenario allí se torna excesivamente crítico.
Ilusión, engaño y desencanto
El Frente de Todos emergió como promesa redentora; como final anunciado de los desastres macristas; como oferta de un futuro con la heladera llena y asado en la parrilla. Nada de eso se ha cumplido. Su realidad es mucho más pedestre: inflación de casi tres dígitos y ajuste al servicio del FMI; jubilados pobres, banqueros aún más ricos.
Casi tres años de gestión estatal han alimentado una profunda decepción en amplias capas de la población trabajadora. La experiencia política que millones procesan con el peronismo gobernante es inescindible de ese fracaso político y económico. El notorio caudal electoral de la izquierda trotskista en el conurbano encuentra allí también sus afluentes. Ese aprendizaje político -si volvemos un momento a Gramsci- es también parte del proceso de separación o escisión entre dirigentes y dirigidos. Punto de apoyo, por lo tanto, para el despliegue de una política propia de la clase trabajadora y los sectores populares.
Massa como superministro, representa el estadio superior del fracaso frentetodista: su última estación y su negación formal más evidente. Un hombre elegido para complacer a los grandes formadores de precios, a los especuladores financieros, al gran capital imperialista y al FMI. Para desplegar un ajuste que sus predecesores no pudieron realizar y que la oposición patronal reclama a gritos. Una versión radicalizada de aquella decisión cristinista por Alberto Fernández: ya no un "moderado" para atraer un electorado extraño; sino un hombre de la Embajada para complacer al poder económico.
El orden massista representa una nueva etapa: el intento bonapartista de imponer un orden que no puede ser favorable a las grandes mayorías populares. Resistirlo y enfrentarlo es parte de las tareas del momento. La perspectiva es poner en movimiento la enorme fuerza social de la clase trabajadora, en función de enfrentar una dinámica de ajuste que, sin lugar a dudas, intentarán profundizar desde la cúpula del poder, estatal y económico.
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Eduardo Castilla
Nació en Alta Gracia, Córdoba, en 1976. Veinte años después se sumó a las filas del Partido de Trabajadores Socialistas, donde sigue acumulando millas desde ese entonces. Es periodista y desde 2015 reside en la Ciudad de Buenos Aires, donde hace las veces de editor general de La Izquierda Diario.