El posmodernismo, uno de los conceptos más populares de los últimos años en los círculos intelectuales. Es importante hacer el esfuerzo de establecer una distancia crítica con el posmodernismo, que más que una mera etapa histórica, constituye ahora todo un “modus vivendi” de las sociedades actuales. Sobre lo que debemos indagar es en el cómo funciona, para quién funciona y principalmente, qué encubre.
Martes 16 de octubre de 2018
El posmodernismo, uno de los conceptos más populares de los últimos años en los círculos intelectuales y filosóficos, está hermanado, en una relación simbiótica, de retroalimentación, con el capitalismo actual. Como seres históricos que habitamos este momento específico, es importante hacer el esfuerzo de establecer una distancia crítica con el posmodernismo, que más que una mera etapa histórica, constituye ahora todo un “modus vivendi” de las sociedades actuales. Sobre lo que debemos indagar es en el cómo funciona, para quién funciona y principalmente, qué encubre.
Lo primero que debemos constatar es que el posmodernismo funciona como instrumento ideológico del capitalismo tardío, responde a las necesidades que éste le atribuye, es decir, puede tener un potencial altamente subversivo, pero solamente lo desarrollará en la medida en que el capitalismo se lo permita, pero ahí se encuentra la trampa, ya que el capitalismo no tiene ninguna intención de que esto suceda. Herbert Marcuse lo explica mejor refiriéndose al capitalismo tardío o, como él lo llama, sociedad industrial avanzada, expresando que el hombre unidimensional siempre se encontrará entre dos hipótesis contradictorias:
i) Que el capitalismo avanzado es capaz de contener la posibilidad de un cambio cualitativo para el futuro previsible.
ii) Que existen fuerzas y tendencias que pueden hacer romper esta sujeción y hacer estallar la sociedad.
Si bien la primera tendencia es la que domina, existen fuerzas de índole ideológico y económico que son empleadas para evitar que esto suceda.
Pongamos un ejemplo concreto. El posmodernismo se ha caracterizado por exaltar las diferencias individuales y culturales al máximo, de manera progresista incluso. Exalta las diversidades de todo tipo y cree que cualquier concepto que intente dar una explicación relativamente general cae en el denominado “metarrelato”, es decir, un esquema cultural globalizante que pretende explicar totalidades, cosa que desde la visión posmodernista es altamente negativo. El posmodernismo exige el fin de los grandes relatos y lo que consigue, al contrario, es ocultarlos a nuestra mirada, convirtiéndolos en fuerzas que operan potentemente, aunque de manera tácita.
Cuando desde el marxismo se habla de capitalismo como un concepto totalizador del sistema económico actual, justamente se trata de visibilizar un modo de producción global, que es innegablemente desigual ya que sólo beneficia a un porcentaje mínimo de la población mundial. Como dice Frédric Jameson (2002), el uso de conceptos “totalizadores” no hacen más que visibilizar las conexiones tácitas entre diversos fenómenos, y es algo que, desde el marxismo dialéctico, no vamos a dejar de hacer, aunque sea justamente la razón por la que, desde distintas vetas de pensamiento posmodernista, se nos ataca constantemente.
Para el posmodernismo el uso de la palabra metarrelato se da siempre en un sentido negativo, pues estos son tomados como discursos totalizantes con intenciones de abarcar todo lo posible y que asumen los hechos de forma absolutista, pretendiendo tener la respuesta a todo desde una visión lineal. Desde ese sentido, se critica, por ejemplo, la intromisión de la visión occidental en las culturas diversas a lo largo y ancho del planeta. Pero la aceptación de las diversas formas de vida y de pensamiento, incluidas las diversidades sexuales, que en principio es sumamente progresista, rápidamente puede volverse en una herramienta reaccionaria y pasiva.
Para entender esto pondremos dos ejemplos concretos:
1. Etnoculturalismo y posmodernidad
En diversas culturas a lo largo del mundo, mayormente en África, en algunas comunidades de la India y de Oriente Medio así como en Colombia, se practica la técnica de la ablación o mutilación genital femenina [1]. Una práctica que consiste en someter a las niñas a una intervención quirúrgica para extirparles el clítoris e impedir definitivamente el placer sexual femenino. Evidentemente son tradiciones que han ido arraigándose a través de la historia de los pueblos y aunque constituyan modos de pensar radicalmente distintos al occidental, por ejemplo, no por ello es progresista pensar que no debemos intervenir en la idiosincrasia de una cultura que tiene otra manera de interpretar la realidad, porque eso significaría invisibilizar una realidad que, pese a quien pese, es omniabarcante y totalizadora: el sistema patriarcal, o la opresión milenaria del hombre sobre la mujer, de su imposición histórica por sobre ella.
En Bolivia, las posiciones de grupos indigenistas o kataristas se han erigido como incuestionables, y a la par del discurso del presidente Evo Morales, cualquier intento de crítica es inmediatamente descalificado como “injerencia imperialista”. Esto sin importar si lo que se critica son los discursos y/o prácticas machistas cometidos por dirigentes, funcionarios y hasta por el propio Presidente, y que son justificados como parte de los usos y costumbres de la cultura de un pueblo, en este caso, el aymara por ejemplo.
Si las culturas son autovalidantes en su interior, entonces sería una clara arrogancia ´imperialista´ de parte de nuestra propia cultura tratar de hacer juicios sobre otra. Pero por el mismo motivo esas otras culturas no podrían hacer juicios sobre la nuestra. El corolario de no ser capaz de decirle algo a alguien es que ese alguien tampoco puede decirnos nada. El ´antietnocentrismo´ posmoderno deja así a nuestra propia cultura convenientemente aislada de la crítica de cualquier otra. Todos esos lamentos antioccidentales del llamado Tercer Mundo pueden ser ignorados, porque interpretan nuestra conducta en términos absolutamente irrelevantes para nosotros. (Eagleton, 1997, pp. 183)
Para la teoría crítica de la escuela de Franckfurt, por ejemplo, el metarrelato no es algo necesariamente negativo ya que simplemente es un esquema de cultura narrativa global que pretende organizar y explicar conocimientos y experiencias y, siguiendo la línea de Jameson (2002) no debería haber temor a usar conceptos totalizantes cuando sea necesario hacerlo. Muchos filósofos de la posmodernidad como Lyotard ven incluso en la ciencia occidental un metarrelato. Lo que cabe recalcar es que no es la crítica lo que se busca anular, sino por el contrario, la imposibilidad de realizar una crítica a conceptos globales que, de hecho, existen y ejercen un poder concreto en la sociedad.
Si el posmodernismo es una forma de culturalismo es porque, entre otras razones, se rehúsa a reconocer que lo que los diferentes grupos étnicos tienen en común social y económicamente es al fin más importante que sus diferencias culturales. ¿Más importante para qué? Para los propósitos de su emancipación política.(Eagleton, 1997, pp. 180)
2. Las no identidades en la posmodernidad: la teoría queer
El segundo ejemplo tiene que ver con la concurrencia que se da entre límites y potencialidades dentro del posmodernismo: la teoría Queer. Esta teoría defiende que los géneros, las identidades sexuales y las orientaciones sexuales son construcciones sociales y, que por lo tanto, varían de persona a persona y en cada sociedad. La teoría Queer exalta la diversidad en su máxima expresión y defiende que cada persona puede ser lo que quiera ser, independientemente de sus condiciones biológicas innatas; en ese sentido no existen categorías universales fijas, tales como varón o mujer, pero tampoco las categorías de homosexual, bisexual o transexual, pues para esta teoría, esto surge en relación a una cultura donde la heterosexualidad se ha impuesto como obligatoria.
Ahora bien, lo que en principio puede sonar sumamente progresista en la teoría queer, rápidamente se puede tornar en reaccionario y encubrir realidades históricas de explotación, marginamiento y opresión. Es típico de las teorías posmodernas exaltar la diversidad en su máxima expresión, pero subrayando la forma y ocultando el contenido, es por eso que la teoría queer, puede ser considerada como un perfecto exponente de la posmodernidad.
Si ahondamos un poco más en el contenido de esta teoría, rápidamente encontraremos sus falencias y contradicciones. La primera tiene que ver justo con la exaltación de la forma, pues mientras se cuestionan los mecanismos normalizadores impuestos, se trata de introducir el “queer” como un concepto con pretensiones de abarcar la totalidad de las diversidades, y que surge de élites academicistas, quitándole un alto valor político. Pero por otro lado, al negar conceptos tan elementales como el hecho de ser varón o ser mujer dentro de una sociedad patriarcal, se encubre toda una historia humana en que la mujer ha sufrido la opresión del varón. Decir que un género no nos define es engañoso, pues crecer siendo mujer es muy diferente a crecer siendo un hombre, los privilegios de un sexo sobre el otro, lo queramos o no, han marcado nuestra posición en el mundo, y eso debe ser dicho, pues la invisibilización de un problema solo coadyuva a que las relaciones de poder sigan intactas. Esto no significa que en algún momento de la vida, ya sea un hombre o una mujer, que quiera identificarse con el otro sexo no pueda hacerlo, o deconstruir su propio género, simplemente que lo principal radica en admitir que el modo en cómo el ser humano se posiciona en el mundo es a través de su sexo, y negarlo solo sirve para mantener el statu quo de las esferas de poder. O como lo expresa Eagleton (1997):
Tan pronto la mujer se convirtió en un sujeto autónomo, en un sentido razonable más que caricaturesco del término, el posmodernismo se pone a desconstruir la completa categoría.
Algo similar pasa con el colectivo LGTBI, pues históricamente esta comunidad ha sido marcada por la marginalidad. Cuando la teoría queer afirma que “todos los deseos sexuales humanos son igualmente singulares” invisibiliza toda esa historia de discriminación y lucha por la inclusión que han tenido estas personas.
Es de esta manera que la teoría queer, otro producto más de la posmodernidad, impone sus propios límites, mostrando una vez más el carácter ambiguo (o quizás funcional al capital) de la posmodernidad. Un movimiento lleno de potencialidades en la forma, pero tan limitado en el contenido.
Tal vez pueda argumentarse que, al menos el posmodernismo ha logrado poner en la agenda política las cuestiones étnicas y de género y sexo, pero ha dejado fuera de discusión conceptos aún más fundamentales, y que de cierta manera engloban a éstas, como las clases sociales, las formaciones económico-sociales y las luchas que se derivan precisamente de las desigualdades inherentes a estas. Para Eagleton, por ejemplo, estos nuevos temas en la agenda política no son más que sustituciones, que terminan debilitando el discurso de fondo, es decir, al enfocar la discusión en aspectos absolutamente superestructurales, se pierde de vista la discusión de todo lo que subyace a estos:
Nadie que haya pasado por el débil concepto de ´clasismo´, que parece no haber podido sentirse superior al pueblo, o quien haya observado los lamentables efectos en algunos debates posmodernos acerca del género o del neocolonialismo de su ignorancia de la estructura de clases y de las condiciones materiales, puede subestimar por un momento las desastrosas pérdidas políticas en juego. (Eagleton, 1997, pp. 46)
Y esto no solo sucede en la teoría queer y en la perspectiva de género en general dentro del posmodernismo, sino que cualquier posición política e ideológica que se niegue a considerar estos factores mencionados (lucha de clases, condiciones materiales, etc.) cae en un discurso absolutista y deshistorizado. Un claro ejemplo de ello está en el feminismo radical, con la absurda reducción de la lucha feminista a una pelea “a muerte” entre hombres y mujeres, estableciendo la idea del patriarcado como una estructura ahistórica o transhistórica limitando su perspectiva de transformación a una batalla cultural contra el machismo en la vida cotidiana, pero que ni si quiera se plantea la transformación de las situaciones de explotación que este sistema impone a una gran mayoría de la humanidad, tanto hombres como mujeres.
Dentro del posmodernismo, es evidente que existe una aclamada apertura hacia el “otro”, pero si nos adentramos en el análisis profundo del mismo, podemos llegar a descubrir que este puede llegar a ser tan exclusivista como las ortodoxias que pretenden combatir.
Se puede hablar largo y tendido de la cultura humana pero no de la naturaleza humana; de género, pero no de clase; de cuerpo, pero no de biología; de jouissance, pero no de justicia; de poscolonialismo, pero no de la pequeña burguesía. Es una heterodoxia evidentemente ortodoxa… (Eagleton, 1997, pp. 51)
[1] Colombia es el único país de América Latina en el que se sigue practicando esta cruel tradición, según datos del Fondo de Población de las Naciones Unidas, más específicamente en la comunidad Emberá, uno de los 102 pueblos indígenas reconocidos por el Estado Colombiano. Mientras que en África aún persiste en casi 30 países como: Benin, Burkina Faso, Camerún, Chad, Costa de Marfil, Djibouti, Egipto, Etiopía, Eritrea, Gambia, Ghana, Guinea, Guinea-Bissau, Kenya, Liberia, Malí, Mauritania, Níger, Nigeria, República Centroafricana, República Democrática del Congo, República Unida de Tanzanía, Senegal, Sierra Leona, Somalia, Sudán, Togo, Uganda, Yubuti y Zambia.