Viernes 3 de octubre de 2014
Ezequiel tenía una enfermedad: vivía enamorándose. Sus brazos de repente rodeaban al primer árbol que le hacía reverencia en su vecino Parque Chacabuco, y después casi que en el piso acariciaba las hojas de una petunia que Ezequiel presentía celosa. Así iba por la vida y por los barrios de Buenos Aires Ezequiel, clavando su mirada amorosa aún ante energúmenos que no dejaban de tocar la bocina, o frente a quienes se insultaban en una bocacalle del centro, y sonreía con su dulzura infinita a quien se atrevía a tildarlo de loco o estúpido.
Como un Quijote porteño, andaba robando flores de cualquier parte para dársela a la primer Dulcinea que se le cruzara en el camino, porque solía decir en voz alta que no hay otro destino para la flor que el de fundirse con el perfume de una mujer. En Palermo, a pasos de la Biblioteca, se lo vio rodar por el pasto recitando los poemas de Amado Nervo que recién le habían prestado, y que finalmente se los dedicó a una joven de uniforme escolar que repasaba la lección en un banco de plaza.
Usualmente tenía más receptividad en los más jóvenes, porque las piruetas que daba su corazón en permanente combustión encontraban familia en el candor, el desprejuicio, de quienes aún no han sufrido tanto. Más de una vez chicas y muchachos hacían rondas alrededor de Ezequiel, mientras él les contaba y actuaba distintas historias de amor que bien podían haber sucedido con personas, plantas o animales. Inclusive, según cuentan los de la barra del barrio de Balvanera, Ezequiel supo pintarle poesías a un viejo buzón, llenarlo de colores y caricias, adorándolo hasta la tarde que fue arrancado, porque decía que ése había sido el sagrado cofre que guardaba los sueños, y que entonces ya nada cuidará a los sueños, y que si será por eso que ya no conviene tenerlos.
Hasta que sacaba uno del bolsillo trasero que en papel amarillo y arrugado decía “te heredo toda mi libertad, las estrellas están a tu nombre, tu habitación será mi mar, mi sol ardiente tu abrigo y mi viento consejero desde ahora en más será tu confesor. Anda, deja la ciudad, que si no te apuras, tu vuelo será encerrado por una pared”. Se lo había escrito su abuelo Leonardo antes de morir, ya con la piel vencida de ultramar, navegante al fin anclado. Su abuelo le había enseñado el amor y Ezequiel también amaba el mar aún sin conocerlo. Su sueño era hacerse de esa herencia pero cómo si Buenos Aires tiene sangre marrón de río largo y oscuro.
Entonces Ezequiel iba por aquí y por allá, mientras llegara el día de volverse embarcado horizonte. En las inundaciones de Juan B. Justo se lo vio con el agua a la cintura protegiendo el andar de su flotilla de papel de diario. Y alguna vez tuvo la suerte de un ángel protector, cuando en la Costanera devolvió al río a un par de maltrechos pejerreyes que ya no podían más en el balde del pescador. Mientras lo alejaban de la ira del hombre de la caña, se preguntaba por qué si a los humanos nadie nos pesca, por qué le hacemos esa traición de caer en la trampa del anzuelo.
Hasta que un día vieron caer exhausto a Ezequiel en una de las intrincadas callecitas de Parque Chas. Estaba perdido, como en un laberinto, buscando a la señora del quiosco que una vez le regaló un caramelo. Le llevaba una flor de papel escrita. Decía: “Enamorarnos un minuto varias veces al día, para soñarnos de noche siempre enamorados…”