Hay, al menos, dos planos de visionado que surgen de esta película. Uno es ver la obra de arquitectura de Khan y conocer parte de su vida y otro es acompañar el camino que atraviesa el director para descifrar a su padre quien murió cuando Nathaniel tenía once años y una relación conflictiva producto de la ausencia paterna. Ambos planos se superponen, dialogan y es de agradecer que así nos sea propuesto.

Desde un inicio previsible con entrevistas a colegas que dan opiniones grandilocuentes del arquitecto y su obra o legado hasta un mundo más íntimo el documental nos sumerge en archivos, viajes y edificios. Verdadero road movie este documental es también dos viajes: El exterior con vistas a obras emblemáticas (monumentalitas) y el interior donde en espacios reducidos el director dialoga con su madre, sus hermanas y demás parientes. En la película la arquitectura propone dos ámbitos: uno privado en el interior de viviendas para las entrevistas íntimas y los espacios públicos para el resto.

El resultado es un film conmovedor, donde la arquitectura, Nathaniel y Louis Kahn se alternan el protagonismo. “De cierta forma, el filme fue como conjurarlo, traerlo de vuelta de la muerte por dos horas”, dijo a la prensa el autor del documental. “Mientras fui pequeño nunca vi mucho del mundo de mi padre, solo una parte a través de un agujero del porte de una cerradura. Pero lo que vi fue fascinante”.

Cuando el arquitecto murió, los obituarios dijeron que le sobrevivían su mujer, Esther, y su hija, Sue Ann. Pero resultó que además de esa familia, Kahn mantuvo otros dos hogares, dos largas relaciones que dieron origen a otra niña y a Nathaniel, hijo de la arquitecta-paisajista Harriet Pattison.

La película fue estrenada en el 2003 y con ella el director cierra un trayecto de recomposición no fácil de un vínculo. Khan murió en 1974 y ha dejado grandes obras pero su hijo es quien, treinta años después, ha construido al “arquitecto”.

Colaboración: Alfredo Fonticelli