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INDUSTRIAL WORKERS OF THE WORLD. El sueño de los explotados: la “huelga del acero” que sacudió al imperialismo yanqui

En 1909, cinco mil trabajadores de 16 nacionalidades distintas se enfrentaron a uno de los monopolios más poderosos del mundo. Ninguno se quebró y obtuvieron un triunfo decisivo.

Lunes 21 de septiembre de 2020 00:00

Ilustración: Sabrina Rodríguez

“El tiempo y el mundo habían seguido su curso (…) y lo mismo había ocurrido con Debs y todas sus descabelladas ideas revolucionarias; sin embargo, el sueño había persistido y aquí estaba, al fin, convertido en realidad.” (J. L.)

En enero de 1909, Jack London tuvo un sueño dentro de un sueño y lo escribió. Imaginó una rebelión obrera triunfante en Estados Unidos, inspirada en las ideas de Eugene Debs, referente socialista y miembro fundador de los Industrial Workers of the World. El resultado fue el cuento “El sueño de Debs”, publicado en las páginas de la International Socialist Review.

La ficción tuvo, sin quererlo, un carácter anticipatorio. Solo seis meses más tarde, se desarrollaría una de las luchas más heroicas de la historia del país, con el líder radical como uno de sus actores: la huelga en la fábrica automotriz Pressed Steel Car Co. Sus protagonistas fueron cinco mil trabajadores pobres de dieciséis nacionalidades distintas, quienes, junto a sus familias, enfrentaron los ataques de la policía, la patronal y la burocracia. Ninguno dio el brazo a torcer.

Esta batalla sangrienta duró casi dos meses y asestó un fuerte golpe al todopoderoso trust del acero, que había consolidado su poder a costa de vidas obreras. También marcó el ascenso de la I.W.W., que dirigió a los más explotados entre los explotados y los llevó a un importante triunfo. Para el historiador Philip Foner, se trató de la mayor instancia de organización y solidaridad de clase, hasta la formación de la C.I.O., en 1935.

Nada que perder, excepto las cadenas

Junto con la Standard Oil, la United States Steel Corporation era uno de los monopolios más grandes de Estados Unidos a principios del siglo XX (de tal magnitud, que llamó la atención del propio Lenin). Con su talón de hierro, había aplastado cada huelga, desde 1901 -año de su creación-, hasta 1908.

Además, en el mismo período, había reducido la afiliación gremial de sus empleados, de 60 mil a 8 mil trabajadores. Su estrategia se basaba en el sistema de open shop -que obligaba a los contratados a desligarse de cualquier sindicato-, así como en el rápido cierre y traslado de establecimientos donde hubiera disturbios. El banquero y financista J. P. Morgan, que también tenía acciones en la industria del acero, había declarado en 1905 que su objetivo era erradicar el sindicalismo de la primera a la última planta.

Por todo esto, el conflicto en la Press Steel Car Co., fabricante de autos y rieles ferroviarios, ubicada en McKees Rock (Pittsburgh), se convirtió en un hito. Y, como explicó Foner, echó por tierra la teoría generalizada de que los trabajadores inmigrantes carecían de la capacidad y unidad para resistir eficazmente a la opresión.

Las condiciones que soportaban los obreros en la fábrica eran extremas. La patronal tenía como política deliberada dividir a los trabajadores por calificación y origen. Los estadounidenses constituían una minoría calificada; primaban, en cambio, los inmigrantes (principalmente alemanes, eslavos, croatas, turcos, rusos, griegos, suizos, armenios y húngaros), reclutados directamente del puerto. Estos hombres, que apenas se podían comunicar entre sí, eran separados en distintos grupos de trabajo.

El salario no era fijo: dependía de la finalización del producto, de manera que, si uno se confundía o atrasaba, todos quedaban sin cobrar. A su vez, debían pagar una “comisión” para ingresar al puesto y estaban obligados a vivir en unas casetas, sin agua ni baño, propiedad de otra firma de la misma empresa.

El aumento constante de los ritmos de trabajo, junto a la falta de protección, llevaba a accidentes muchas veces fatales. Los nombres de las plantas eran dramáticamente ilustrativos: una era conocida como “el matadero”; otra, como “la última oportunidad”. Las familias no se salvaban del maltrato. De acuerdo con el Reverendo Toner, pastor de una iglesia de McKees Rock, las mujeres eran “abusadas en maneras peores que la muerte” por jefes y capataces.

Una moral más fuerte que el acero

10 de julio de 1909. Un murmullo cada vez mayor sonaba entre los trabajadores de “la última oportunidad”. Finalmente, cuarenta de ellos decidieron parar sus actividades, hasta que les dijeran cuál era el sueldo básico. Fueron despedidos tres días más tarde. Entonces, otros 600 se declararon en huelga, sumando otro reclamo: eliminar el sistema de trabajo por grupos. Dos días más tarde, casi toda la planta estaba paralizada.

Entrenada en la represión, la compañía pidió el respaldo de la policía. Cuando quisieron arrestar a uno de los manifestantes, cincuenta de sus compañeros, saturados, golpearon a los uniformados, hasta obligarlos a retirarse. La empresa quiso ingresar rompehuelgas por el río Ohio, pero los trabajadores se dieron cuenta de la artimaña. La impidieron, con rifles en las manos.

Frank N. Hoffstot, presidente de la compañía, se negaba a reconocer la situación y declaró abiertamente: “Están muertos para nosotros. Hay más que suficientes hombres en Pittsburgh para llenar cada puesto vacante”. Al principio, extranjeros y locales se reunían por separado, pero la dureza de la respuesta patronal los llevó a formar un comité conjunto. El Partido Socialista de Pittsburgh les brindó un abogado del partido.

Claro que esta nueva unidad no eludía las contradicciones: los trabajadores calificados no estaban afectados por el sistema de trabajo en grupos; tampoco debían pagar una comisión para conseguir ser contratos, ni vivían en las casillas de la compañía. Por eso, se inclinaban a obtener un arreglo más tempranamente y de forma pacífica.

Los inmigrantes, en cambio, no tenían nada que perder. Muchos, además cargaban con experiencias anarquistas, socialistas o sindicalistas revolucionarias. ¡Algunos, hasta habían formado parte de la Revolución rusa de 1905! Fueron estos trabajadores no americanos los que tomaron las iniciativas más audaces. Luego de conformar el “Comité de los desconocidos”, convocaron una asamblea -traducida simultáneamente a idiomas como el alemán, el polaco y el húngaro-, que votó no regresar a trabajar. Fue ese día cuando los Industrial Workers of the World entraron de lleno a la huelga. Repartieron afiches anunciando que Trautmann, un organizador wobblie (como se conocía a sus miembros), iba a dar una charla. Asistieron 8 mil personas.

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El 20 de agosto, con la I.W.W. a la cabeza, 3 mil huelguistas firman un manifiesto, en el cual afirmaban que no volverían a trabajar si no se reconocía su derecho a la sindicalización. En otras palabras, atacaban el centro de la estrategia del trust del acero para desarmar a los obreros. “Inspirados en los grandes principios de solidaridad de clase, nos hemos organizados industrialmente (…) en una gran unión, más allá del oficio, sexo, credo, color o nacionalidad”, proseguía el escrito, claramente inspirado en los principios fundantes de la I.W.W. Esta era la única organización dispuesta a organizar a los relegados por la American Federation of Labor -la principal central sindical de la época-, conocida por su espíritu conciliador hacia los patrones y el gobierno... y por discriminar a extranjeros, afroamericanos, mujeres y trabajadores sin oficio.

El 22 de agosto fue retratado en la prensa como el “Domingo sangriento de McKees Rocks”, ya que once trabajadores fueron asesinados a sangre fría y otros cientos resultaron gravemente heridos. La represión incluyó el incendio de las chozas precarias que rodeaban la fábrica. “Peor que en Rusia”, decía la prensa socialista. Y no fue la única. Los grandes periódicos giraron su cabeza hacia aquel rincón de Pittsburgh. El vicecónsul austrohúngaro también pidió al gobierno de Estados Unidos un informe sobre lo que estaba sucediendo.

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El 25 de agosto, los manifestantes invitaron a hablar a Eugene Debs. Como un cortejo, en el camino lo recibieron miles de familias, que se habían quedado sin hogar y se encontraban con sus escasas pertenencias en las calles. 10 mil personas escucharon su discurso. El dirigente socialista de la I.W.W. se refirió a la de Press Steel Car Co. como “la lucha más importante en toda mi historia en el movimiento obrero” norteamericano.

El New York Times llamó a la empresa una verdadera “prisión”. Su investigación concluyó que los rompehuelgas habían sido llevados directamente de los barcos, sin entender por qué estaban allí, y que padecían condiciones aún peores que los trabajadores regulares: permanecían retenidos contra su voluntad, obligados a consumir comida podrida. La solidaridad invadió McKees Rock. Se realizaron colectas para sostener la huelga y los vecinos exigieron la intervención del gobernador Edward S. Stuart.

El 1 de septiembre, representantes del sindicato de los choferes de trenes votaron unánimemente que no transportarían carneros. Finalmente, la compañía reconoció el conflicto públicamente. Y tuvo que dar el brazo a torcer.

El 7 de septiembre, los dueños de la Press Steel Car Co. aceptaron prácticamente todas las demandas. Modificaron el sistema de trabajo y aceptaron un aumento de sueldo del 15 %, al igual que un franco y medio por semana. Por último, se vieron obligados a reincorporar a todos los despedidos, incluso a los primeros 640 que habían prendido la chispa en la fábrica. En poco más de 35 días, hubo al menos 13 trabajadores asesinados y más de 500 heridos: un número terrible, pero que palidece al pensar que la compañía tenía un saldo de casi un muerto por día, por agotamiento o condiciones insalubres. Los trabajadores, antes desorganizados, pasaron a la égida de la Car Builder’s Industrial Union, una rama de la I.W.W.

Este triunfo no vino de la nada. Como todo avance, el liderado por Debs -y antes soñado por London- estiraba los límites de lo posible, pero tenía pies firmes en la realidad. La bronca de un enorme sector del movimiento obrero -inmigrantes, sin oficio y mujeres, que conformarían el grueso de la I.W.W.- estaba ligada a una serie de procesos objetivos y subjetivos, que se producían en el seno del pujante capitalismo estadounidense. La concentración industrial y los cambios en las formas de trabajo implicaban, necesariamente, una sobreexplotación y el hartazgo progresivo de los desplazados del “sueño americano”, a quienes solo los wooblies escuchaban.

Imagen de la I.W.W., de 1911: “Pirámide del capitalismo: los gobernamos, los engañamos, les disparamos, comemos su comida, trabajamos para ustedes”

La huelga del acero -seguida por significativos conflictos textiles, de protagonismo femenino- marcó un quiebre, porque demostró que el país reposaba sobre la espalda de las y los “ciudadanos de la industria”. Su insurgencia hizo temblar al sistema entero.

Ver: Philip S. Foner, History of the Labor Movement in the United States, vol. 4., “Industrial Workers of the World”, International Publishers, New York, 1965.