Crónica sobre la primera presentación de Patti Smith en la Argentina.
Jueves 1ro de marzo de 2018
Texto publicado originalmente en Música Cretina
Acabo de presenciar un momento mágico, acabo de ver al tiempo caer derrotado. No duró mucho, no podía ser de otra manera. Pero lo alcancé a ver, todos lo vimos y lo sentimos, no tengo dudas. Sucedió recién, en la sala Sinfónica del CCK, cuando Patti Smith cantó Pissing in the river acompañada por Tony Shanahan, que dejó la guitarra para pasar al piano.
Alberto Manguel, que ofició de entrevistador en esta primera de las dos noches de Patti en Buenos Aires, le preguntó antes si alguna vez había dudado de su talento. Ella dijo que sí, todo el tiempo. Que nunca pensó que podía ser cantante. Tal vez cuando era muy chica, cuando soñó con ser cantante de Opera, porque le gustaba Puccini. Pero su madre le hizo entender muy rápidamente que eso nunca iba a suceder. Después, se pensó una y otra vez como escritora o pintora. Pero nunca se le ocurrió que tenía talento como cantante. Contó que cuando grabó Horses trabajaba en una librería y le sorprendió que le ofrecieran un contrato discográfico, pero que pensó: grabo el disco y vuelvo a mi trabajo. Pero le dijeron que tenía que salir de gira. Dijo entonces: viajo, conozco el mundo y después a la librería. Pero no, porque le pidieron que grabase otro disco. Y allí fue cuando regresaron las dudas, contó Patti, y dijo que entonces fue cuando compuso esa canción. Después de las dudas, agregó, si sos fuerte y seguís adelante, siempre sucede algo maravilloso. Y entonces arrancó con Pissing in the river. Voices, voices, cantó Patti.
Come come come, cantó. ¿Qué más te puedo dar?, se preguntó. What about it?, preguntaba Tony, Nunca dudé de vos, le respondía Patti. Pissing in the river es un tema que dura cinco minutos, y se va encendiendo, y ese encenderse fue transformando a Patti, que de pronto desafió al tiempo y a la canción, se plantó en el escenario, escupió sus dudas y su verdad y fue como si no tuviese edad, como si volviese a tener veinte años. Esa señora viejita de pelo largo y blanco de pronto tuvo al tiempo entre las manos, lo atrapó cantando su canción, cantando esa verdad de tantas veces y tanto tiempo. Fue un momento único, y cuando terminó no había agua para calmar su tos. Fue como si, de pronto, lo hubiese dado todo.
Manguel se apuró, solícito, a alcanzarle un vaso. Hasta entonces había sido una velada apacible, con Patti recorriendo temas propios y ajenos -cantó Neil Young, John Lennon, Bob Dylan y después cerró con un clásico de Elvis— y escuchando a un sorprendentemente medido y muy en su lugar Alberto Mangel (¿Ay, era necesario ese sombreritus, Alberto?) que la hizo dialogar con algunos escritores argentinos, que tradujo aparte en un papel para ella y fue leyendo en castellano para todos, como Alejandra Pizarnik, Jorge Luis Borges, Silvina Ocampo y una tal Cecilia Romana, con cuya elección quiso abarcar las nuevas generaciones literarias. Pero con Maria Elena Walsh y su Canción de cuna para un gobernante Mangel logró incendiarla a Patti, que fue entonces cuando cantó a Dylan y su A hard rain’s a-gonna fall, y empezó a suceder algo raro con el tiempo, porque esa canción que en su momento anunciaba lo que estaba pasando pero todavía nadie quería verlo, medio siglo más tarde sonó aún más ominosa, pero no porque podría haber sido escrita hoy, sino porque hoy a nadie se le ocurriría escribirla. Me puso la piel de gallina porque me hizo pensar que vivimos en un mundo en el que, sólo si tuviésemos suerte, podría llegar a ser escrita en algún futuro —esperemos— no muy lejano.
Sin embargo, hay, sí, revoluciones en el aire. Hay, sí, lluvias por caer. Le lanzaron a Patti un pañuelo verde, el de la lucha por la legalización del aborto, y se lo colgó. Lo levantó del piso después de ver lo que era desde lejos, lo puso en su atril primero, y después terminó mostrándolo en el puño. ¿Debo continuar por un camino tan retorcido?, se preguntó entonces Patti, meando en el río, y todo tuvo sentido, y la intensidad que alcanzó ese momento de la noche redimió los momentos más de salón de té.
"Cuando era joven, pensé que debía cantar por los olvidados, por los que habían sido dejados al margen, pero hoy ya no pienso así. Porque con un mundo dominado por los corruptos y las corporaciones, todos somos olvidados, todos hemos sido dejados al margen", dijo Patti, que sonríe, mucho, y agradece también, mucho. Tal vez demasiado. Ostenta una bondad casi papal.
Pero que cuando cierra el puño y la rockea, sus canciones siguen demostrando un poder que ella ya no tiene, y al mismo tiempo detenta. La señora del pelo tan blanco y abundante que parece llevar peluca de abogado británico. La rocker que desafió a los hombres y les ganó en su ley, sin dejar de ser mujer. La que paseaba por el campo de pequeña inventándole música a los poemas de William Blake. Manguel, atento, le pidió que cantase uno esta noche, y ella lo hizo, niña otra vez. Patti Smith, beata de la literatura rock, que para muchos y muchas de sus nuevos adeptos es un género que lleva el rock casi de adorno, hasta que ella se levanta y canta, de verdad canta, realmente canta, y el tiempo pierde su sentido, y entonces hasta el que no quiere ni puede ver tiene que verlo.
Que el rock puede que haya muerto, pero Patti todavía no.