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Red Internacional
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FEMINICIDIO Y VIOLENCIA MACHISTA. En la "guerra contra el narco" las que mueren son mujeres

Jueves 4 de mayo de 2017

En la década de los años 90 Ciudad Juárez se llenó de casos de feminicidios y de violencia sexual, principalmente a causa de las adversas condiciones a las que esta ciudad, entre muchas otras, había sido orillada a causa del Tratado de Libre Comercio (TLC) firmado en 1990 por Canadá, Estados Unidos y México, en el que se abrían las puertas a las empresas de los dos primeros para poner fábricas en el territorio mexicano, donde la mano de obra resulta mucho más rentable que en sus propios territorios.

Los pequeños productores se enfrentaron a las grandes empresas trasnacionales y las maquilas instaladas a lo largo de la frontera con EE.UU. se convirtieron en la opción laboral para los y las habitantes de las ciudades fronterizas. Esto, acompañado de la violencia que conllevaba la confrontación entre cárteles de narcotráfico y su asociación con funcionarios e instituciones gubernamentales, hizo que Cd. Juárez se convirtiera en uno de los lugares más peligrosos para las mujeres.

Los cárteles del narcotráfico adquirieron mucho más poder que en los años anteriores puesto que ganaron mayor poder sobre las instituciones gubernamentales, teniendo a su servicio la Secretaría de Seguridad Pública (SSP), a los jefes municipales y a gobernadores. Ya no se trataba de simples “permisos” que los funcionarios les daban al narcotráfico.

Así es que a partir de 1993 en Cd. Juárez comienza a haber una serie de asesinatos de mujeres con el patrón de la violencia sexual y la exposición de los cuerpos con marcas de violencia extrema en espacios públicos. Ante el paisaje de sangre y muerte del que se empezó a plagar esta ciudad, las respuestas de las autoridades se limitaban a investigaciones mediocres que no daban ningún resultado e incluso culpaban a las víctimas de provocar a sus agresores. El caso del campo algodonero en el 2001, develó la poca seriedad con la que el gobierno se tomaba la problemática generalizada del feminicidio.

Marcela Lagarde define el feminicidio desde la academia de la siguiente manera: “El conjunto de delitos de lesa humanidad que contienen los crímenes, los secuestros y las desapariciones de niñas y mujeres en un cuadro de colapso institucional. Se trata de una fractura del Estado de derecho que favorece la impunidad. Por eso el feminicidio es un crimen de estado. El feminicidio sucede cuando las condiciones históricas generan prácticas sociales agresivas y hostiles que atentan contra la integridad, la salud, las libertades y la vida de las mujeres.”

Sin embargo, según datos del Observatorio Ciudadano Nacional del Feminicidio (OCNF), entre 1985 y 2009 (24 años) se registraron 34 mil asesinatos de mujeres en todo el país, mientras que tan sólo en cuatro años, entre 2008 y 2012, se registraron sólo en Cd. Juárez 10 mil feminicidios.

Y es que en diciembre del 2006 el ex presidente Felipe Calderón declara una supuesta guerra contra el narcotráfico, la cual fue la perfecta excusa para llenar las ciudades y las calles de militares y así complacer a nuestro vecino del norte y controlar al conjunto de la población imponiendo una política de terror. La “guerra contra las drogas” que Nixon declara en 1970 cumplía, por un lado la función de controlar a la comunidad negra que luchaba por el reconocimiento de sus derechos y al movimiento hippie que se manifestaba en contra de la guerra, y por otro lado el de subordinar a los países de Latinoamérica y tener mayor control económico y político sobre estos.

En su informe 2007-2008, el OCNF, hace énfasis en cómo el resultado de la participación de los cuerpos militares para “asegurar la seguridad pública” fue la utilización de las mujeres como “botín de guerra”.

Está el caso de San Salvador Atenco, donde el 3 de mayo de 2016, un operativo de aproximadamente 3,500 policías armados fue enviado por el entonces gobernador del Estado de México, Enrique Peña Nieto, a reprimir la manifestación. El resultado de este operativo fueron dos jóvenes asesinados, 207 detenidos de las cuales 47 eran mujeres y 26 denunciaron haber sido víctimas de abuso sexual. El 7 de mayo del mismo año, las 189 personas que seguían detenidas, fueron consignadas por la PGJE por delincuencia organizada, mientras que tan sólo 21 policías fueron encarcelados. Para 2010, 15 ya habían sido liberados.

Nadie más pagó por las graves violaciones a los derechos humanos de las que fue víctima el pueblo de Atenco y las violaciones sexuales contra las mujeres de éste. De hecho, el ex gobernador que ordenó esta represión, ocupa ahora el cargo de presidente.

Otro caso es el de Ernestina Asencio, mujer de 73 años, indígena de la sierra Zongolica, Veracruz, quien el 23 de febrero del 2007 fue violada y golpeada por elementos del ejército del 63b Batallón de Infantería, quienes se encontraban en una operación militar. Resultado de este ataque, Ernestina falleció. A pesar de los testimonios de la mujer antes de morir y las pruebas médicas, hasta la fecha no se ha reconocido a ningún culpable.

Según una investigación que Amnistía Internacional (AI) dio a conocer en junio de 2016, en la que entrevistaron a 100 mujeres encarceladas, 72 de estas sufrieron de abuso sexual y 33 fueron violadas durante su arresto o en las horas posteriores. En el mismo documento, AI afirma que “éstas sufren abusos sexuales habituales a manos de las fuerzas de seguridad, que buscan obtener confesiones y elevar las cifras para hacer ver que están combatiendo una delincuencia organizada desenfrenada”.

Estos cuantos ejemplos, que son una pequeña parte de cientos de casos y testimonios, dan cuenta de que los resultado de la guerra contra el narco y el crimen organizado, que pretende “asegurar el estado derecho”, son las sistemática humillación, vejaciones y abuso sexual de mujeres por parte de policías y militares. Pero detrás de estos elementos tenemos toda una cadena de presidentes municipales, gobernadores, funcionarios públicos y presidentes que solapan y justifican estas acciones.

La “guerra contra el narcotráfico” no es más que un gastado discurso del gobierno y las instituciones del régimen mexicano de conjunto que pretende “atemorizar a los trabajadores y el pueblo, cercenar las libertades democráticas más elementales –generando en entidades enteras un verdadero estado de sitio–, y preparar las condiciones para la persecución, el aislamiento y el asesinato de luchadores sociales y de derechos humanos, así como de verdaderos juvenicidios y feminicidios, sembrando además sobre las víctimas de los mismos la calumnia de supuestas vinculaciones con el ‘crimen organizado’” como sostenemos en esta nota.

Como lo demuestra también el caso de Sepur Zarco en Guatemala, donde se comprueba que la sistemática violencia y esclavitud sexual a la que fueron sometidas las mujeres indígenas durante la década de los años 80, era una política dictada desde el mismo gobierno y el ejército para arrebatar la cultura y desaparecer a comunidades completas; la violencia específica a las mujeres es una de las principales armas de guerra.

A 11 años de que esta guerra fue declarada, queda más que claro que en realidad no se trataba de emprender una guerra contra los grandes capos, “los señores del narco”, de lo que en realidad se trata, es de una guerra contra el pueblo pobre y trabajador, contra la juventud, los migrantes, los luchadores sociales y las mujeres. La organización de cientos de miles de mujeres, jóvenes y trabajadores será la única salida que logre poner fin a la militarización del país, y para que los militares vuelvan a sus cuarteles. ¡No queremos ni una muerta más!