Jueves 4 de diciembre de 2014
Aunque se empecinaran en poner rejas y cerrojos, Lito se las arreglaba para meterse en el Rosedal de Palermo en los amaneceres, y con la urgencia de Vincent en Arnés, dibujaba con desesperación cada nueva rosa que descubría. Quería develar el precioso segundo en que un capullo abre, y se hincaba entre los rosales tratando de beberse el instante en que escapa una gota del rocío, iniciando el lento recorrido y sensual en la intimidad del pétalo.
Una mañana de frío imprevisto, los cuidadores lo encontraron a Lito llorando ante una flor que apenas si pudo sugerir su color y luego se había marchitado. Le recordaba al impredecible amor y a aquélla mujer que hoy casi que ni es ausencia. Hay rosas que no sólo se marchitan velozmente, hay también rosas que al mirar lo real se vuelven a cerrar misteriosamente cada noche, como si el mundo les resultara algo ajeno, tan impropio de una rosa.
En los rosales, Lito se movía así como los que sienten tanto, leales, transparentes, rotundamente fieles al ánimo. Cuando lo envolvía la pasión, Lito iba a revolcarse entre las sudorosas rosas rojas del alba, y cuando se volvía distante, caminaba gentil, respetuoso y serio en medio de las rosas blancas. Más de una vez alguna de estas rosas reclamó un poco de la pasión que dedicaba a las rosas rojas, pero Lito no pudo complacerla, ya fue dicho que no sabía fingir. Y si lo azoraban las dudas, esas que de repente formaban una ronda en su cabeza hasta paralizarlo, se zambullía entre las rosas amarillas, y todas, bien abundantes, trataban de iluminarlo. Pero si llegaba a ocurrir un día en el que encontrara a buena altura su propia autoestima, entonces se dejaba acariciar por la textura de las rosas rosas. Aunque a Lito la calma le costaba. En tensión, si entraba y salía de una idea fuerte, si peleaba y planteaba reconciliación todo el tiempo con alguien o con el mundo, no había mejor lugar para pasarla que en el rosal de las rosas azules.
A Lito no le gustaba arrancar flores, pero ese día una rosa negra le pidió que se la llevara. Sentía acabar su sabia y quería la mejor de las partidas: en el ojal del gastado saco de Lito. Es que había muerto su admirado cantante Sandro, que más allá de “Rosa, Rosa…” quería como a un hermano. Aunque en realidad, amaba tanto las rosáceas, que quien se dignara a nombrarlas ya contaba con sus ojos con ese brillo espejado de cariño y agradecimiento. Se hizo idealista, aunque ya lo fuera con sus amaneceres en Palermo, al saber de la lucha de la mártir revolucionaria Rosa de Luxemburgo, y en alguna oportunidad a alguien le llamó la atención ver una y otra vez a Lito mirando una película en blanco y negro de Rosa Rosen, o escuchando en un disco de pasta un viejo tango arrabalero de Rosita Quiroga.Y supo andar enamorado perdidamente de la actriz Leonor Benedetto. Cada tanto mira, ensimismado, un repetido capítulo de “Rosa de Lejos”, aquella primera novela de tv a color. Solamente no transige para amar todo lo que le recuerde a la flor, cuando figurones y malcriados hablan de doña Rosa para subestimar al pueblo femenino trabajador.
Porque Lito tiene su carácter, y ya está curtido: vio tanto acabar la vida breve de sus rosas, que no admite que se malgasten las palabras. Y le pide a este cronista que la termine de una vez en “el nombre de la rosa”. Y abre el libro de Eco.