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Red Internacional
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Córdoba/Dictadura. “Ese fue el que se llevó a mi hijo”: sobre la prisión domiciliaria a Ernesto “El Nabo” Barreiro

Esta semana le concedieron prisión domiciliaria a Ernesto “El Nabo” Barreiro, uno de los torturadores y genocidas más crueles del centro clandestino conocido como La Perla. Fue, también, quien secuestró a mí tío, Jorge Eduardo, quien aún continúa desaparecido. Acá un breve recorrido por su negra historia, la cual está íntima y lamentablemente ligada a la mía.

Luis Bel

Luis Bel @tumbacarnero

Viernes 5 de julio de 2019 20:31

“Ese fue el que se llevó a mi hijo, Barreiro se llevó a mi Jorge”, me dijo mi abuela mirando el pesado televisor de 29 pulgadas que adornaba un rincón del living. Era el año 2007, y mi abuela reconocía por una foto en la pantalla, a quien en abril del 76 “chupara” a mi tío, Jorge Eduardo, de esa misma casa.

Había visto una sola vez en su vida ese rostro, hacía 31 años, pero le había quedado grabado a fuego. “Eran muchos, unos 10, se subieron a los techos de los vecinos. Yo sentí que golpeaban la puerta muy fuerte, después me di cuenta de que habían golpeado con las culatas de las ametralladoras”. Las marcas todavía están en la puerta de entrada, como violencia tallada en madera.

Me contó esa historia decenas de veces, cada vez que Jorge cumplía años, cada aniversario de su secuestro. Me contaba algún nuevo detalle cada vez que la encontraba llorando, mientras colgaba la ropa, mientras amasaba o tendía las camas.

“Todos tenían puesto birrete y un pañuelo que les cubría la cara, todos de verde oliva, todos menos uno que estaba de civil, ese tenía, aparte de la gorra y el pañuelo, lentes oscuros. Ese fue el que lo señaló a Jorge cuando lo trajeron en calzoncillos desde el dormitorio. No dijo nada, solo levantó el dedo y lo señaló cuando el que parecía el jefe le preguntó ‘¿Es éste?’. Ese era el único que tenía la cara descubierta, el que los mandaba, era Barreiro, lo vi el otro día en la tele. Hijos de puta”.

Puteaba mi abuela, a veces se le mezclaban las puteadas con el rosario, que rezaba todas las siestas después de cerrar el almacén al mediodía.

Jorge tenía 24 años, estudiaba Medicina y trabajaba en el correo. Me cuenta mi vieja que andaba contento porque había hablado por primera vez en una gran asamblea del trabajo. Militaba hacía algo más de un año en el PRT y cuentan que le gustaba tocar la guitarra y jugar al fútbol.

Fanático de River, aún conservo las medias rojas y blancas a rayas horizontales que se ponía para ir a patear a las canchitas del fondo del barrio que han resistido al paciente ataque del tiempo y de las polillas. “No te juntés con los del fondo”, le decía mi abuela. Pero era el primer lugar para el que se escapaba. Daniel, el carnicero, me dice que llevaba al piberío después de pelotear al almacén y sacaba un par de gaseosas. “¡Lo que se enojaba tu abuela!”, recuerda entre risas.

La vecina me contó varias veces como venían de todo el barrio para que les tomara la presión o les colocara gratis alguna inyección.

También conservo su guitarra, se la había ganado cantando en un concurso en la radio. El “Flecha”, compañero de militancia, me contó que se tomaban una caña Legui e iban a tomar clases a la vuelta, “a la casa de una viejita que enseñaba de oído”. “Después andábamos por los pasillos del Garzón Agulla cantando canciones tratando de enganchar alguna chica”, dice mientras se le llenan los ojos de emoción.

Jorge está desaparecido desde entonces. Mi abuela nunca aceptó que estuviera muerto, y por más esfuerzos que hiciera mi viejo de convencerla de que se mude, jamás quiso hacerlo: “De acá se lo llevaron y si alguna vez vuelve, va a volver acá”, aseguraba. Andaban rondando esos rumores, una vez que salió el informe de la CONADEP, de que algunos desaparecidos podían estar en institutos psiquiátricos, que habían perdido la memoria o que habían quedado locos por las torturas.

Mi abuela hizo el recorrido de todas las madres, habeas corpus, los contactos que entre familiares y conocidos se pudiera tener para averiguar algo, y la visita recurrente a algunas videntes que le sacaron plata y las pocas fotos que en esa época se tenían de los seres queridos.

Algunas historias aparecieron. Una mujer que se cruzó de casualidad en la Maternidad uno de mis tíos, le dijo que había estado presa con él en La Perla: “Nos curaba las heridas cuando llegábamos de la tortura”, narró agradecida.

Un familiar militar le dijo a mi viejo que había averiguado que estuvo en La Perla hasta que lo “trasladaron” junto a muchos detenidos en 1979, cuando vino al país la Comisión Interamericana de Derechos Humanos.

Por mi parte, fui a entregar una muestra de ADN al Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF). Mi abuela no quería saber nada. “Si encuentran el cuerpo con un tiro en la cabeza, me muero”, decía mientras se tapaba los ojos, como si de solo imaginarlo ya lo estuviera viendo.

Busqué en la Facultad de Medicina todos los documentos que allí hubiera sobre su paso por la Universidad. Y pedí en el Centro Provincial de la Memoria, la ex D2, el informe que le dan a los familiares. Poco y nada había allí que no tuviera, “No hay registros de que pasara por acá”, me dijeron. “Si lo chupó Barreiro seguro lo llevaron directo a La Perla”.

La Perla, un nombre que se repetía en esta historia. Recuerdo que cuando tenía 7 años, en segundo grado nos llevaron de excursión allí, era el año 1983. Cuando iba de chico con mis viejos a Carlos Paz siempre me llamaba la atención ese gran avión plateado sin alas que se veía desde la autopista, tenía una gran calavera negra en uno de sus laterales. Ese año los militares nos dieron chocolate caliente mientras nos mostraban como los conscriptos se tiraban del avión simulando caer en paracaídas.

Luego me enteraría que eso formó parte de un plan para lavarle la cara a ese centro clandestino de detención y exterminio que significó La Perla.

Una sobreviviente, legalizada por el PEN (Poder Ejecutivo Nacional), fue un poco más lapidaria cuando le pregunté: “Todos los que cayeron del PRT-ERP ahí en los primeros meses después del golpe no duraban 15 días, les sacaban lo que les tenían y los mataban”. Jamás le dije esto a mi abuela, que continuaba hablando de “su Jorge” en tiempo presente. Esperando que algún día golpearan esa puerta marcada por las culatas y fuera él.

Y esperando murió, a los 89 años. El cáncer había hecho lo imposible, tirar a la cama a aquella vieja “Tana” que hasta hace unos meses seguía preparando la raviolada para toda la familia los domingos.

Dentro de sus alucinaciones, en los últimos días, me decía que Jorge estaba jugando en el patio, que le diga que entre, que ya estaba oscuro y hacía frío.

Hoy, que veo que la cara del “Nabo” Barreiro es noticia nuevamente, que veo con mucha bronca que la Cámara Federal de Apelaciones le concedió la prisión domiciliaria alegando que no se lo puede someter a tratamiento médico en prisión debido al “intenso estrés al que se lo somete”, pienso en mi abuela. Y en ella a todas las madres que murieron así, sin saber el destino de sus hijos e hijas, recolectando pedazos confusos de sus historias, cruzadas por un dolor indescriptible.

Barreiro recibió su primera condena el 25 de agosto de 2016. Fue condenado, entre otros delitos, por ser el coautor mediato e inmediato de 548 secuestros, 532 torturas y 264 homicidios. Pero no es la primera vez que busca quedar impune de sus crímenes: en 1987 participó junto a Aldo Rico del levantamiento carapintada de Semana Santa, del que salió favorecido con las leyes de Obediencia Debida y Punto Final, y más adelante sería indultado por Menem. Cuando se pidió su extradición desde los EE.UU., donde residía, uno de los argumentos para evitar ser juzgado fue, casualmente, que se encontraba “tenso y estresado”.

Hoy sabemos que por cada centro de detención hay tan solo un genocida con sentencia firme, cuando sabemos que el Estado es responsable y sigue sin desclasificar y abrir los documentos de la última dictadura cívico-eclesiástica-militar, para que sepa qué se hizo con los detenidos desaparecidos, para saber dónde están los nietos que faltan recuperar, para poder construir la verdad histórica. Hoy es cuando entendemos que la lucha no ha terminado, que no hay que descansar hasta que no haya justicia y prisión efectiva para todos los responsables.

Por Jorge, por los 30 mil, presentes, ahora y siempre.