A propósito de La vida cotidiana durante el estalinismo: cómo vivía y sobrevivía la gente común en la Rusia soviética, de Sheila Fitzpatrick.
Filas inmensas, de cuatro o cinco horas diarias, para conseguir un trozo de pan; ropas sucias como única vestimenta posible; habitaciones hacinadas en las que vivían varias familias que solo tenían en común entre sí aparecer en el listado de algún funcionario soviético; corrupción; purgas salvajes e irracionales; odio nacional: esta es la desoladora fotografía que presenta la historiadora australiana Sheila Fitzpatrick para describir la Rusia de fines de los años 20 hasta las grandes purgas de 1937. Apelando a una vasta fuente documental que va desde recortes periodísticos, cartas a funcionarios estatales, testimonios de la época, hasta memorias actuales de muchos testigos presenciales del periodo, describe con lujo de detalle centenares de situaciones de la vida cotidiana bajo el estalinismo, que reflejan muchos de los horrores vividos por los trabajadores, mujeres, intelectuales, campesinos y jóvenes rusos en aquellos años.
Pero junto con la rica descripción de decenas de situaciones de la vida cotidiana, íntimas, que permiten acercase a las formas de sentir y pensar de la época, Fitzpatrick va armando otro cuadro: el de una utopía imposible de realizar, el de la ineficacia de la economía planificada, el de un discurso de emancipación ajeno a las grandes mayorías, y el de un régimen social y político indeseable, que es indistintamente tratado como estalinismo o comunismo. Si bien la historiadora limita su estudio a fines de los años 20 y la década del 30, en ningún momento realiza una historización de los orígenes del régimen totalitario instaurado por Stalin, y por lo tanto lo considera un episodio del devenir del pueblo ruso tras la revolución. Es decir, pese a señalar las especificidades de la época estalinista (incluso, como veremos, la regresión de algunos derechos ocurridos durante este periodo, como la prohibición del aborto o las dificultades para efectuar el divorcio), en ningún momento se describe la contrarrevolución ocurrida dentro de la revolución que habilitó aquellos horrores. Es decir, la regresión inmensa ocurrida en relación a los cambios revolucionarios, sin precedentes históricos, producidos en los primeros años después de octubre de 1917. Sino que se enumeran una serie de relatos propios de la época (la necesidad de la industrialización para terminar con el atraso, la cercanía de la guerra, y el esfuerzo en función de un futuro ideal) y se los toma como (per) formadores de una ideología omnipresente, y como marco comprensivo de los valores del periodo.
Para ello la autora parte de una premisa: el problema de las clases sociales no es relevante en la Rusia soviética. La clave comprensiva es la relación con el Estado. Si la producción y la asignación de recursos están en manos del Estado, la diferenciación social es solo en torno a él, y las relaciones sociales fundamentales se fundan en esa órbita. Por eso en sus conclusiones, la analogía para comprender al régimen estalinista está emparentada con las criticas contemporáneas por parte de los liberales al “Estado interventor”, en tanto se lo asimila a “una prisión o campo de reclutas”, a una “escuela estricta”, pero sobre todo a un “comedor popular o “centro de asistencia social” en tanto los comensales (los ciudadanos soviéticos en la analogía de Filzpatick), no están comprometidos con un proyecto de “superación personal”, pero tampoco juzgan de dónde vienen los bienes que recibe. Es decir, ante la ausencia de un análisis sobre las contradicciones de clase al interior del Estado surgido después de la revolución, la referencia teórica elegida por Fitzpatrick es el Estado “fuerte”, que al mismo tiempo le permite trazar una línea de continuidad (como expresara en otros trabajos [1]) con la Rusia zarista.
Creemos que en esta operación ideológica Fitzpatrick adopta dos puntos de vista erróneos para caracterizar la etapa, y por lo tanto para tener una comprensión más compleja del fenómeno que describe. En primer lugar, al asociar estalinismo con centralización estatal de la economía, y a esta con el comunismo, omite describir la particular interpretación del estalinismo sobre la posibilidad del “socialismo en un solo país”, y por lo tanto de cómo esta idea logró imponerse a sangre y fuego sobre los trabajadores soviéticos, y sobre muchas de las conquistas de los primeros años de la revolución. En segundo lugar, al adoptar la visión posmoderna de “performatividad” del discurso como creador de realidad durante el estalinismo, pierde de vista los fenómenos económicos, sociales y políticos que rodearon a la época y que explican muchas de las decisiones tomadas por el régimen durante el periodo, entre ellas, las llamadas “grandes purgas”. Veamos entonces cada elemento por separado.
¿Eso era el comunismo?
Fitzpatrick reabre un viejo debate que es la relación entre estalinismo y comunismo. Desde los primeros oposicionistas de izquierda en la década del 20, y luego los trotskistas, en los años 30 y durante la guerra fría, fueron los principales objetores de esa asociación. No solo por las críticas al régimen estalinista, y la necesidad de disociar los horrores de ese periodo de las perspectivas revolucionarias de octubre de 1917, sino por la necesidad de volver deseable el comunismo como objetivo político. ¿Quién podría desear un régimen como el que describe Fitzpatick, lleno de carencias, violencia, arbitrariedad inhumana y falta de perspectivas? Pero, claro, eso no era el comunismo.
Fitzpatrick en este sentido adopta, paradójicamente, la visión estalinista para pensar el problema: solo el régimen de propiedad determinaría la tendencia social y el carácter del régimen. Así como el propio estalinismo asumía que se encontraba en una fase “previa” al comunismo, o que este estaba realizado en sus nueve décimas partes por el solo hecho de haber centralizado la producción en manos del estado, Fitzpatrick omite que tanto para los fundadores del socialismo científico, Marx y Engels, como para Lenin y Trotsky, el comunismo era, incluso en sus inicios, superior al capitalismo, sobre todo en lo referido a la productividad del trabajo. Pero claro, el comunismo no era concebido meramente como la eliminación de la propiedad burguesa en un país atrasado como Rusia, sino como la socialización de los medios técnicos, productivos y científicos más avanzados de la época. Si Marx imaginaba el comunismo íntimamente ligado a la revolución en Inglaterra y Alemania, los países más avanzados de su época, Lenin y Trotsky solo concebían la revolución en Rusia como el prólogo de la revolución europea. Es decir, todos consideraban necesario “socializar” lo más avanzado del desarrollo de las fuerzas productivas generadas por el capitalismo, ya que de otro modo solo se podría “socializar la miseria” y “esta haría resurgir la lucha por lo necesario, rebrotando, consecuentemente, toda la vieja porquería” [2]. Por lo tanto, pese a los enormes avances en el desarrollo de las fuerzas productivas que implicó el mero hecho de expropiar a la burguesía, la Rusia de aquel entonces estaba aún lejos de superar los niveles de productividad de las potencias capitalistas y, por lo tanto, lejos del comunismo. Esta situación, estrechamente entrelazada con la expropiación de la revolución por parte de la casta burocrática dirigida por Stalin, explica el freno de la dinámica que podría haber superado estos obstáculos, empezando por extender la lucha revolucionaria al resto del Europa, y no liquidar los intentos de la misma como hizo el estalinismo.
Es decir, la omisión de Fitzpatrick es que el primer “relato” sobre el que se apoyó el estalinismo, consistió en la eliminación de la perspectiva de la revolución europea, y en la asimilación de lo que Trotsky llamo la “pausa histórica”, abierta por la derrota de la revolución alemana del 18-23, como un oasis sobre el cual se podría construir el “socialismo en un solo país”, consolidando “la dictadura del proletariado”. Como explica León Trotsky en La Revolución Traicionada, esto no solo llevó a la socialización de la miseria de la que hablaba Marx, sino a la consolidación de un Estado, nacido de una revolución proletaria pero burocratizado, cuyo grupo gobernante se fue consolidando como una casta diferenciada que se sumó a la ya heterogénea fisonomía social rusa, con sus distintos tipos de campesinado y proletariado. De esta manera, se profundizaron las desigualdades sociales y la conflictividad, particularmente entre los campesinos, sin lo cual no se entiende el problema de la persecución a los kulaks −campesinos ricos− (a los cuales, cuestión que omite la autora, se le habían otorgado múltiples privilegios en los primeros años del estalinismo), y los “desclasados” a los que Fitzpatrick le dedica gran parte del libro, pese a negarse a hablar en términos de “clase”.
Al mismo tiempo, la asociación de centralización estatal con comunismo, toca otro tema fundamental: si el avance del comunismo para Marx, Engels, Lenin y Trotsky, significaba la progresiva extinción del estado, en tanto la eliminación de las clases sociales no requería un instrumento de dominación de ese tipo [3]; el estalinismo, con el reforzamiento del aparato estatal, de su aparato represivo y burocrático, fue eliminando todos los vestigios de democracia proletaria (los soviets) y transformándose en su contrario. La asociación de la “dictadura del proletariado” con el gobierno de la casta estalinista gobernante, y a esta con el comunismo, fue el “relato” que buscó ocultar que esto solo pudo ser sostenido mediante la persecución de toda oposición política, la subordinación de los sindicatos, y en la eliminación de la democracia obrera. Los ciudadanos “apáticos” con la política soviética que describe Fitzpatrick, pragmáticos y desinteresados en las discusiones políticas, ocultan por lo tanto el germen del totalitarismo estalinista, apoyado en la destrucción física de la vanguardia obrera, y en su desmoralización producto del rol activo del estalinismo en la derrota de las revoluciones europeas.
Vida cotidiana
Gran parte del libro de Fitzpatrick está dedicado a describir situaciones familiares: el rol de las mujeres en los hogares, las peleas surgidas por el hacinamiento, el rol de los niños en el trabajo, etc. Sin embargo, al no partir de definir a la casta gobernante, sus intenses materiales, y las contradicciones sociales de la sociedad soviética, se limita a describir algunos fenómenos como aberraciones arbitrarias de un régimen despótico, y no como parte de las contradicciones generadas por la “socialización de la miseria”. Por ejemplo, cuando se refiere al problema del aborto, es decir, a la eliminación de ese derecho por parte del estalinismo, sostiene que “probablemente este cambio haya sido una respuesta a la caída de la tasa de natalidad y la preocupación por las cifras de población, que según se suponía, debían mostrar el fuerte crecimiento esperado bajo el socialismo”. Junto con esto lo considera como parte de una ofensiva pro-familia que fue “bien recibida” por la opinión pública, y que fue “anti varones” en tanto elogió el rol de la mujer en la familia. Es decir, en el análisis se elimina completamente las formas en que la casta dominante sostenía su poder material, basado en una jerarquía disciplinada en donde el retorno a leyes reaccionarias similares a las del derecho burgués y patriarcal facilitaba su dominio, al mismo tiempo que oculta la ruina material que llevaba al régimen soviético a desestimar la necesidad de proporcionar las medidas básicas de salubridad e higiene para garantizar la educación sexual, prevenir abortos y realizarlos. El análisis que separa las condiciones materiales de posibilidad de la emancipación femenina de su expresión jurídica, asimila en última instancia las justificaciones discursivas del estalinismo. Dicho de otro modo, sin mencionar que para los bolcheviques la base de la emancipación femenina se basaba en la posibilidad de colectivizar el trabajo doméstico y liberar de esa carga a las mujeres, la apelación a las medidas conservadoras del estalinismo como meros problemas “demográficos” carece de historicidad, en tanto disocia las medidas “conservadoras” del estalinismo de su necesidad de terminar con la tradición revolucionaria y asimilar su régimen al oxímoron de “comunismo soviético” [4].
Del mismo modo, las “farsas” de los Juicios de Moscú son consideradas por Fitzptrick como irracionales para “los occidentales”, “parte de las catástrofes cotidianas” para los Rusos, consecuencia de la “mentalidad conspitativa” de un partido consolidado, y una disputa dentro de las “elites gobernantes”. Es decir, explicaciones psicológicas o discursivas (basadas mayoritariamente en fuentes provenientes de la propia URSS) , que dividen las formas de reproducción material e ideológica de la casta gobernante y sus decisiones. Más allá de la breve mención a la persecución efectiva (y no solo imaginaria) a los trotskistas en la URSS, no existe en el libro una conexión entre las medidas contrarrevolucionarias, y de liquidación de todo vestigio subversivo heredado del bolchevismo, y los mecanismos de sustentación de Stalin en el poder. Las resistencias son mencionadas de forma individual, y no hay mención a los grupos políticos. En este sentido, el horror, al individualizarse, pierde potencia explicativa, incluso para comprender las “reacciones” de una sociedad asediada, a diferencia de los análisis de Trotsky en La Revolución Traicionada, que asocian el desarrollo del estalinismo tanto a las condiciones económicas de Rusia, como al resultado de la lucha de clases internacional y las tensiones entre estas dentro de las propias fronteras de la URSS.
El comunismo como un objetivo deseable
La sociedad descripta por Fitzpatrick es profundamente indeseable. La sensación para cualquier lector, excepto que haya vivido algo peor, es de encierro, de asfixia y desesperanza. Sin embargo, queda otro aroma, tal vez mas implícito, el aire: la idea de que las sociedades capitalistas, pese a sus defectos, son preferibles y que, en tal caso, hay que evitar aquello que se parezca a la centralización estatal, a la “asistencia social”, a la “distribución de alimentos” y vestimenta, etc.
Pero una vez más Fitzpatrick omite lo esencial. Su mirada localizada en el fenómeno estalinista, muestra sus horrores como “excepciones históricas”. Incluso llega a hablar de un “Homo soviéticus” para referirse a los sobrevivientes de dicha experiencia. Sin embargo, el énfasis en las particularidades, niega toda analogía: muchos de los “horrores” descriptos en su libro, son moneda corriente en las sociedades capitalistas actuales: niños viviendo en la calle, pobreza, desnutrición, opresión hacia las mujeres. Es decir, la socialización de la miseria del estalinismo, no tiene consecuencias sociales muy diferentes (mirado globalmente) a las catástrofes sociales generadas por la “socialización” de las crisis capitalistas. En tal caso se podría hablar igualmente de los “homo capitalistas” para referirnos a los sobrevivientes de las migraciones en áfrica, a las persecuciones étnicas y nacionalistas en Europa y Estados Unidos, al hambre en América Latina, Asia y África, etc. Esto no implica “suavizar” los horrores del estalinismo, pero si separarnos de la operación ideológica que asimila ese régimen al comunismo. Más bien podríamos decir, despectivamente, que la vida cotidiana allí se pareció mucho a la de los países capitalistas.
Es más, si se trata de comparar la situación con el capitalismo, pero puesta en contexto histórico, vale resaltar que la consecuencia de la derrota contra revolucionaria en Europa, particularmente en Alemania por aquel entonces, fue el ascenso, años más tarde, de Hitler y el nazismo. Trotsky llamo a Hitler y Stalin “astros gemelos”, para comparar las dos variables de contra revolución surgidas en el periodo, la primera abiertamente capitalista, y la segunda expropiando una revolución proletaria, que conduciría a fines del siglo XX al retorno del capitalismo en Rusia. Es decir, los horrores allí surgidos, no fueron consecuencia del desarrollo del comunismo, sino de la contra revolución.
La tragedia global, adicional, de aquella experiencia, fue que millones de seres humanos en todo el mundo, por varias generaciones creyeron que el socialismo ya no tenía nada que ofrecerles en la lucha por su emancipación. Que el comunismo era un objetivo indeseable, y que el capitalismo, con sus males, es lo mejor que puede existir. La primera edición de este libro de Fitzpatrick empalmó, allí en 1999, con este espíritu de época, tras la caída del muro de Berlin. Sin embargo, esta nueva edición en español, en 2019, aparece en otro contexto histórico, cuando comienza a haber síntomas de un retorno a las ideas socialistas, como lo demuestra el llamado “socialismo milenial” en Estados Unidos. El estudio de este periodo, y el rescate de una tradición revolucionaria como el trotskismo, que buscó salvar al bolchevismo de su deformación estalinista, al comunismo de su negación soviética, es parte de volver más “deseable” al comunismo como objetivo, y de empalmar con este renovado interés por las ideas socialistas. Es parte de mostrar que una sociedad sin explotación ni opresión, donde la ciencia y la técnica estén al servicio del desarrollo humano en su conjunto, es algo por lo que vale la pena pelear, para terminar con la miseria de la sociedad de clases.
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