Las ficciones de Poe tal vez no hayan sido solo ficción. O quizá hayan sido ficciones capaces de inspirar a creativos y maniáticos a lo largo y ancho del planeta. Publicamos aquí un manuscrito hallado en una estancia en el interior de la provincia de Santa Fe. Las autoridades no han tenido a bien investigar si lo que se relata aquí es real y nosotros no tenemos recursos para tal propósito. De modo que decidimos publicarlo, modificado los nombres y realizando algunas ediciones menores para que el texto de conjunto se convirtiera en un homenaje —no sabemos si bueno o malo— al escritor norteamericano, en el 170 aniversario de su muerte.
Cecilia Rodríguez @cecilia.laura.r
Viernes 4 de octubre de 2019 18:42
Amé en la tierra vil, ¡qué necio amante!
Lope de Vega
Mi nombre de pila es Eugenio. No diré mi apellido. Les bastará saber que en este país no hay campos más anchos ni más productivos que aquellos que acabo de heredar. Algunos libros de historia llaman a mis antepasados patriotas y visionarios. Otros no.
La fortuna, por lo demás, no evita la desgracia. Para el pobre, la desgracia es la tormenta, la inundación. Para el gaucho, el rayo que peina o rompe la frente. Para el rico, la nube que “ante los ojos toma la forma de un demonio, mientras el resto del cielo es azul”.
Vuelvo del exilio o del destierro; de la cárcel o de la vergüenza. Lo mismo da. Vuelvo a la estancia donde nací —la estancia donde murió mi madre. Entro a mis pagos viejo. No me reconozco. Soy Ulises huyendo de su mujer. Recién Gómez me abrió la tranquera: anciano, curtido. No debe haber conocido en su vida otra cosa que este puto llano y aun así no recordó mi cara. Yo recordé su pala. Casi que puedo verla ahora, llena de barro, apoyada displicentemente sobre los lomos de los libros.
No sé qué esperaba encontrar al volver. No sé si pretendía absolución o condena. Me dije que volvía por los libros. Que seguro mis tíos, unos ignorantes, habrían tenido mis queridos libros pudriéndose acá por décadas. Me convencí, —y a los efectos, convencí a mi esposa—, de que no se podía confiar la tarea a un tasador cualquiera. Que si era culto se los robaría. Que si era inculto los tasaría mal. Vine. Y sin embargo hace horas que solo tengo un libro en mi mano y está hueco: hace ruido. Al conchudo libro se le da por hacer ruidito.
Así que estoy detenido en esta pose, frente al escritorio de la vieja biblioteca, sin tasar nada y más bien escribiendo esto que no se sabe qué es ni a quién va dirigido.
Cuesta creer lo que se ve al correr las sábanas polvorientas. Los muebles, más grises, iguales. Algunos todavía tienen marcas mías hechas con punzón. Vi la frase que tallamos con Berenice detrás del aparador de la cocina. Vi eso que le escribí en la pata del piano, con una letra minúscula y que ella nunca leyó. ¿O sí?
Un poema dice: “¡Gloriosa suspensión de mis tormentos!”. Yo digo: Berenice.
No sé con exactitud si esta biblioteca fue hogar o presidio. Era, sí, el sanatorio letrado donde se guardaba al enfermo, al deforme, al loco, al que daba vergüenza mostrar. Estos libros, sobre los que no diré nada más, fueron mi vida. Aprendí que “el que se tiene por hombre, donde quiera hace pata ancha” y también que estudiar lo bello es “gritar de espanto antes de ser vencido”. Imaginé lo mismo chajá que cuervo. Me encontré solo tantas veces, en una bañera fría o caliente, que empecé a creerle a Heráclito. Aprendí a contemplar en detalle las cosas. A veces lograba aterrorizarme el suave, triste, incierto roce de una cortina punzó (el poeta dice silken, sad, uncertain rustling, y en su cámara las cortinas son púrpuras).
Mi prima era mi contrario: activa, vital. Se podía oír como la retaban cuando hacía de baronesa rampante y volvía con el vestido rasgado de cortezas. Casi que puedo verla ahora, lánguida, rosada, dando vueltas y vueltas en medio del césped. Era la única que me sonreía. Tenía los dientes blancos, blanquísimos: encandilaban. En Berenice, yo cambiaba cabello por dientes para decir “oro bruñido el sol relumbra en vano”.
De lo primero que me acusaron fue de enfermarla. Es difícil saber cuánto hay de cierto. Del doctor Vega solo recuerdo que ampliaba el diagnóstico con cada visita. Complejizaba las explicaciones, sumaba tratamientos, brebajes, repugnancias, sopapas. Lo peor fue cuando le ordenó a Ramona apretarme las tetillas con una pinza cada vez que me sintiera paralizado. Es una forma de histeria, dictaminaba. De mi atención a los detalles deducía monomanía, del nervioso crepitar de mis piernas, un problema hormonal, de las llagas en mi piel, algo lindante a la lepra. Dos gorriones muertos, que halló Ramona en la biblioteca, les hicieron suponer que mi condición podía ser fatal para criaturas frágiles. Se me prohibió tocar a los niños, a Berenice, a los gatos, a las gallinas.
Los adultos exageran, decía ella. ¡Qué feliz era viéndola trepar la Santa Rita para escabullirse por la ventana! ¡Qué feliz era leyéndole!
De áspera corteza se cubrían
los tiernos miembros, que aun bullendo estaban:
Los blancos pies en tierra hincaban,
y en torcidas raíces se volvían.
Recuerdo que ella se movía al ritmo de los versos y si yo paraba, pedía: más Eugenio, léeme más. Y yo leía.
Alma, a quien todo un Dios prisión ha sido,
Venas, que humor a tanto fuego han dado,
Médulas, que han gloriosamente ardido,
Polvo serán, más polvo enamorado.
Duró poco el idilio. Bastó que bajo lumbre frágil ella rozara mi dedo: Eugenio, no, no pases la página, leelo otra vez... Bastó que gocen cuello, labio y frente. Que sean oro, lilio, edad dorada. ¡Ay Berenice! ¿Cómo no temblar, niño aún, y acabar los dos rodando por el suelo, yo, indemne, por caer en tus espaldas, y vos, con la cara hinchada y un diente menos… ¡Que duro fue verte salir así, Berenice, con ese diente ensangrentado entre dos dedos! ¿Cómo es que fui capaz de romper eso que tanto amaba?
No sé cómo explicaste las circunstancias. Quiero creer que no te creyeron o que no supiste decir. Ramona me hizo saber que toda la casa estaba al tanto de mi maldad. Vos no viniste más a menos que tuvieras chaperones y la puerta de la biblioteca -al igual que la de mi cuarto- empezó a trabarse a mis espaldas. Ramona pasó de sirvienta a carcelera.
Las semanas se volvieron meses y vos te volviste enferma. Desde la ventana te veía cada vez menos rosa. Ya no corrías por el jardín y apenas si te quedabas mirando absorta la floración del naranjo. Una tarde entraste a buscar libros, bajo tutela de Gómez. El hombre vino armado con su pala, como si yo fuera un animal. ¿Te diste cuenta? Busqué tu mirada cómplice pero no emitiste palabra y yo no habría podido decir ni mu: te hubiera pedido perdón mil veces Berenice, perdón por ser tan torpe, perdón por no saber: perdón, perdón, perdón. Vos no me mirabas, no podías mirarme ¿Habrá sido mi propia excitación, la atmósfera brumosa, o la luz incierta sobre los lomos de los libros lo que causó que viera tu figura casi muerta, vacilante, indistinta? Lo sentí premonición. Las vértebras se me doblaron del escalofrío, el pecho se me oprimió de la ansiedad. Mi mirada al fin se concentró en tu cara: ya no reías.
Pronto dejaste de salir al jardín. El doctor Vega empezó a venir más seguido y era evidente que no venía solo por mí. Temí que sus métodos hicieran estragos en vos. Gemí sueños lúcidos. El doctor atando a Berenice. El doctor bebiendo la sangre de Berenice. El doctor pendulando una culebra sobre los dientes de Berenice.
Una noche, despertado en sudor gélido, burlé la cerradura con un abrecartas. No me detuvo la parálisis. Me arrastré por los pasillos de la estancia, buscando la puerta de tu cuarto. Te encontré catatónica. Me subí como pude a la cama, intenté despertarte, te tiré algo de agua en la frente, apenas si sollozabas y volvías a dormir. Creo que terminé por subirme a tu cuerpo, agitar tus hombros que se me hicieron hechos de huesitos de conejo, y ahí sí, despertaste y me pediste auxilio, que por favor te sacara de ahí. Tus gritos atrajeron a Ramona. Volvieron a acusarme, ahora de algo peor.
Con vigilancia redoblada, la biblioteca se convirtió en mi cuarto. Ramona dormía afuera, en un sillón. Por la mañana se quejaba de los dolores de espalda. Terminaron por ponerle un catre junto a la ventana, pero ella no quería dormir “con el monstruo”.
Dejadme llorar
Orillas del mar.
Mientras tanto vos empeorabas. Un día vi por la ventana como te llevaban literalmente en andas por el jardín. Tu larga cabellera hacía las veces de velo y hasta los dientes, congelados en una mueca, parecían menos blancos que la piel.
Dejadme llorar
Orillas del mar.
La vida se me hizo una monotonía de libros ya leídos.
Suspiros tristes, lágrimas cansadas.
Empecé a concentrar mi atención en los objetos más sutiles. Un pisapapeles, un lápiz, la pinza, un candelabro, una caja forrada de satén rojo, este libro hueco, la pala de Gómez, la cortina color púrpura… ¿era púrpura? ¿es púrpura?... ¿Púrpura? ¿Qué significa eso? Eso, eso: a veces me repetía a mí mismo una palabra, durante horas, y al cabo de tanto la cosa no era más que un sonido, que ya no producía concepto en mí. La realidad empezó a venir como en visiones, mientras los sueños se sentían vívidos, reales.
Creo que moriste un día lluvioso de marzo. Nadie se molestó en darme la noticia. Lo deduje por el ajetreo de la casa. Ramona no me sirvió comida ni me abrió para ir al baño. Cuando ya no pude contener mi mugre, broté en fiebres. Rogué a gritos que me abrieran, que me dejaran verte una última vez. Lloré con los puños contra el vidrio cuando vi partir tu cortejo fúnebre desde la estancia. Rogué más. Podía oler a Ramona, en silencio, montando guardia afuera. ¿Acaso tenía órdenes de matarme de hambre, o solo aprovechaba las circunstancias, que me volvían invisible, para hacerlo por su cuenta?
Me recuerdo casi muerto, en este mismo lugar a donde escribo. Por eso hasta hoy me parece una historia increíble, la historia de otro, eso que se dijo de mí. ¿Cómo podía un chico enfermo romper así la ventana, bajar la Santa Rita y caminar kilómetros bajo la lluvia hasta el cementerio? ¿No habrán sido más bien Gómez y Ramona los que plantaron la pala y la pinza, llenos de barro y sangre, para incriminarme?
Pero entonces está este libro hueco: y hace ruidito el hijo de puta. El único libro que saqué de la biblioteca a pesar de que dije que venía a tasar todo y por eso necesitaba cinco días de soledad, de que no me llames todo el tiempo Marta, esta todo bien pero tengo que concentrarme porque leer y tasar es cosa difícil y bla, bla, bla… pero en vez de ese cuento para esposas, agito el falso libro como una maraca, sin animarme a abrirlo, y escribo. Lo peor de todo es que sé, me doy cuenta perfectamente, que lo que hace ruido son treinta y un cositos, porque falta uno: falta uno, Berenice. Veo la pala, (que Gómez evidentemente dejó aquí porque no solo me reconoció sino que me anticipaba) y pienso si no lo habrás enterrado bajo la Santa Rita o si habrá sido Ramona la que lo escondió por la casa, o si tal vez el doctor Vega (¿tendría hijos?), tras alguna consulta, se lo llevó.
Cecilia Rodríguez
Militante del PTS-Frente de Izquierda. Escritora y parte del staff de La Izquierda Diario desde su fundación. Es autora de la novela "El triángulo" (El salmón, 2018) y de Los cuentos de la abuela loba (Hexágono, 2020)