La batalla de los sexos I y II. La desigualdad dentro y fuera la cancha. El Wimbledon de los trabajadores, un estacionamiento y compañero robot.
Celeste Murillo @rompe_teclas
Sábado 16 de septiembre de 2023 09:00
El domingo terminó el Abierto de Estados Unidos, uno de los cuatro torneos grand slam de tenis. La estadounidense Coco Gauff se llevó el trofeo y tres millones de dólares, igual que el tenista Novak Djokovic. Lo primero que dijo cuando le dieron el cheque fue “gracias, Billie, por pelear por esto”. Le agradecía a Billie Jean King, una de las nueve tenistas que organizaron su propio torneo en 1970, cansadas de ser relegadas a canchas secundarias y recibir premios menores por su género.
Billie Jean King ya era una estrella y referente de la lucha por la igualdad en el deporte en 1973, cuando aceptó el desafío de Bobby Riggs, un tenista veterano que decía cosas como “las mujeres pertenecen a la habitación y a la cocina, en ese orden”. Más allá de su tono provocador, la sociedad no pensaba muy diferente. Recién el año anterior se había votado una enmienda constitucional (Title IX) que prohibía la discriminación de género en la educación (varios años antes a King le negaron una beca deportiva para ir a la universidad por ser mujer, aunque ya había ganado su primer dobles en Wimbledon).
El año 1973 en Estados Unidos había empezado con el fallo Roe versus Wade (hoy revertido) que le puso fin con la criminalización del aborto. El movimiento feminista no estaba en su apogeo callejero y un sector empezaba a replegarse en las oficinas, pero la desigualdad seguía estando en las conversaciones de todos los días, el fuego no se había apagado. La brecha salarial era una muestra visible de que la igualdad era todavía una idea pero no una realidad y un partido de tenis se transformó en algo mucho más importante.
El partido nació politizado, se llamó “La batalla de los sexos” y Bobby Riggs declaró que con la derrota de Billie Jean King se proponía “hacer retroceder al movimiento de liberación de las mujeres otros veinte años”. King ganó 6-4, 6-3, 6-3 y sabía que era más que un logro deportivo. “El deporte es un microcosmos de la sociedad”, esto lo dijo cuando Sports Illustrated la nombró Personalidad Deportiva del Año (la primera mujer), “No estoy segura de que Sports Illustrated pensara en eso pero yo sí”. King no era radical, ni siquiera se definía como feminista entonces, pero era consciente del impacto de las desigualdades sociales en el microcosmos del deporte. No hablaba solamente de la desigualdad entre los géneros: “cuando empecé a meterme en el tenis, pensaba ‘Veo gente blanca, pelotas blancas, ropa blanca, medias blancas. ¿Dónde están todos los demás?’”.
No sé si estaría de acuerdo en muchas más cosas con Billie Jean King, pero me cae mil puntos la gente que dice cosas valiosas en lugares donde su voz es importante aunque el mensaje vaya contra la corriente, y no solamente donde el aplauso está garantizado.
El otro partido
En 1888, 85 años antes del partido entre King y Riggs, hubo otra “batalla de los sexos”. Fue entre dos potencias del tenis británico: Ernest Renshaw y Charlotte “Lottie” Dod. Renshaw ganó por poco, después de que Dod derrotara a otros dos jugadores. El motivo del partido fue diferente: los hombres pretendían dejar de lado a las mujeres de la profesionalización del tenis, que había surgido como un deporte “para ambos géneros”, como lo definía su creador Walter Wingfield. Los jugadores temían que el deporte se “feminizara” (algo en sí mismo negativo en una sociedad patriarcal como la nuestra, imaginate cuando el consenso era que las mujeres no podíamos tomar decisiones sobre nuestra vida, trabajo o dinero).
Lottie Dod tenía 17 años y era muy popular entre el público masculino y femenino y desafió la decisión de Lawn Tennis Association de ocuparse solamente del tenis masculino. Aunque perdió el partido, los diarios escribieron “nuestra campeona jugó tan bien que Renshaw tuvo que correr tanto como contra un jugador de primera línea de su propio sexo”. Dod aprovechó su fama para decir en todas partes que el deporte era popular justamente porque hombres y mujeres compartían los torneos. En 1898, la campaña “separatista” se desinfló y la asociación incluyó a ambos géneros definitivamente.
Wimbledon obrero y socialista. No es un chiste, en 1927 dos fanáticos del tenis inauguraron el Club de Tenis del Partido Laborista en la ciudad de Reading. George Deacon y Ivy Noyes armaron un club propio porque ni ellos ni sus amigos y compañeros ferroviarios, carteros y operarios no se sentían cómodos en los clubes de tenis tradicionales, diseñados para las clases altas. En 1932 superaron los 90 socios y se convirtieron en uno de los clubes más grandes de la ciudad. Para festejar decidieron organizar un torneo de tenis socialista.
El primer Torneo de Tenis de los Trabajadores se realizó el 11 y 12 de septiembre de 1932 en medio de un temporal pero fue un éxito. Para cuando organizaron el siguiente en 1933 nadie usaba el nombre oficial, le decían el “Wimbledon de los trabajadores”. El objetivo era que el tenis no fuera exclusivo para las clases altas. Muchísima gente seguía los partidos pero no podían jugar, por falta de tiempo o porque no podían pagar los instrumentos necesarios o una cancha. En 1938, el diario Portsmouth Evening News escribió sobre el torneo: “la gente trabajadora nunca ha tenido un minuto de entrenamiento en su vida. Su tenis es de horas robadas después del trabajo y el resultado es sorprendentemente bueno”.
El “Wimbledon de los trabajadores” se jugó hasta 1951. El tenis se profesionalizó y se mercantilizó a niveles impensados por Lottie Dod, los socialistas de Reading e incluso Billie Jean King. Muchas jugadoras siguen cuestionando las reglas, que todavía se alimentan de códigos patriarcales y elitistas, y poniendo en evidencia la preeminencia de los negocios sobre las personas y el juego, como hizo Naomi Osaka cuando se retiró de Roland Garrós aunque le costara sanciones y sponsors. La pelota sigue en su cancha.
Un estacionamiento sin autos y mi compañero es un robot
The Architect (Viaplay) es una miniserie noruega que sigue la vida de Julia, una arquitecta que trabaja en un estudio con etiqueta (y sueldo) de pasante. En la primera escena sufrís con ella mientras recibe la negativa del banco (“no califica para la hipoteca”) que le ofrece una máquina en la calle. En la cacería por un lugar para vivir, termina en un estacionamiento en desuso del centro de Oslo. La ciudad es gris y monótona, en un futuro indeterminado no podés estar en la vereda del café sin comprar uno y los maniquíes son personas que cobran muy poco. Lo que la separa de una distopía es que ya vivimos en ciudades donde mucha gente no tiene donde vivir y las empresas hacen casas que la mayoría no puede comprar. Además en la vida real no hay guionistas que ya hayan escrito el final de la historia.
Los empleados (Anagrama) es una novela de la escritora danesa Olga Ravn. El libro podría clasificarse como ciencia ficción o una especie extraña de documental basado en los testimonios de los empleados de una nave espacial. No sabemos mucho de ellos, no conocemos sus nombres, son números que acompañan su declaración, pero lo más inquietante es que no sabemos si son humanos o no. En algún momento alguien (¿o algo?) explica que hay humanoides tan perfectos que sería difícil establecer una diferencia, hay objetos con experiencia sensoriales tan sofisticadas que sería difícil negarles el estatus de sujeto, sobre todo cuando todos (¿y todas?) cumplen funciones parecidas en el lugar de trabajo. La novela deja algunas preguntas sin respuesta: ¿qué nos diferencia de un robot o una inteligencia artificial? ¿La conciencia, la muerte? ¿O eso también se puede programar?
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Celeste Murillo
Columnista de cultura y géneros en el programa de radio El Círculo Rojo.