Las ciudades fronterizas son centros de opresión y de violencia, así como de liberación y de creatividad. El arte fronterizo transgrede el canon establecido y se convierte en una forma de hacer política, una forma de protesta y denuncia.
Eduardo Nabal @eduardonabal
Martes 14 de diciembre de 2021
"Dinámica Fronteriza" en Heroica Nogales, Sonora en 2003.
“El infierno son los otros”, decía Sartre. Las fronteras siempre han servido para “protegerse” de esos “otros”, seres distintos que nos enfrentan al espejo de nuestra homogeneidad, y que expresan, a su vez, el miedo a su “diferencia”. Cruzarlas nos obliga a transformarnos y a intentar comprender el sentido de los nuevos espacios que se hallan en ese “más allá” como una oportunidad para encontrar en ellos lugares de promesa o tal vez de sufrimiento y derrota, pero, sin duda, nos permitirá franquear la frontera mental de otras humanidades, que concibieron su propio espacio de la misma forma que lo hicimos nosotros con el nuestro. La frontera es así la invitación a probar la diferencia, aunque también el “privilegio” de quienes poseen ese “permiso”, por haber nacido entre los ricos de este mundo. Muchos se ven forzados a asaltarlas bajo la presión de la miseria tras una larga peripecia de persecuciones y en una escandalosa clandestinidad. Se instalan concertinas al igual que en el pasado se construían murallas para contener a unos “bárbaros” que no conocían límites. Pero ni las alambradas de púas salpicadas de carne humana, ni los muros mejor construidos, son invencibles, y los inmigrantes deportados, ante la dramática obligación de un regreso al vacío, reinciden sin miedo a morir a las puertas de esas viejas metrópolis que provocaron sus guerras, su hambre, su desesperación, con su avidez colonial. Películas como “Babel” (2006) de Alejandro González Iñárritu, o “Adú” (2020) de Salvador Cano, nos han mostrado esta contradicción fronteriza entre esos dos mundos enfrentados a lo largo de la extensa línea de separación entre el Norte y el Sur, entre el privilegio y la exclusión.
Pero esto es sólo un punto y aparte en un relato cuya tragedia ha quedado recogida en, como diría Borges, la historia universal de la infamia. Es perturbador recorrer lugares que frecuentemente se ignoran a propósito: los puertos negreros con sus castillos repletos de celdas de esclavos, que fueron escenario del film “Cobra Verde” de Werner Herzog en 1987; la isla de Gorée, en Senegal, donde se rodó el magnífico documental “Retour à Gorée” (2007), que cuenta el periplo del cantante Youssou n’Dour, siguiendo las huellas de los esclavos negros y de la música inventada por ellos, el jazz, con un importante desafío: llevar a África un repertorio de jazz y cantarlo en Gorée, la isla símbolo del comercio de esclavos, en homenaje a las víctimas; las antiguas plantaciones o “ingenios” de caña de azúcar de la Cuba colonial, descritas ácidamente por Tomás Gutiérrez Alea en “La última cena” (1976); las favelas apiladas unas sobre otras en todo el mundo, en cuyo sobrecogedor ambiente se desarrolla la película “Ciudad de Dios” (2002) de Fernando Meirelles. “Lucha y no sobrevivirás. Corre y nunca escaparás”, es su dramático mensaje, que habría servido perfectamente para identificar el destino de los ocupantes de Auschwitz. Para la memoria del expolio humano no hay fronteras: millones de personas se han visto afectadas por su arbitrariedad a lo largo del tiempo, desplazadas y forzadas a cambiar su nacionalidad, si no arrastradas al genocidio, por intereses políticos o económicos ajenos a su voluntad. El caso judío, no sólo en Alemania, sino en prácticamente toda Europa, ha sido el más sangrante, al ser encerrados en guetos y constantemente perseguidos sin piedad. Para ellos la frontera siempre estuvo en la puerta de su casa, al igual que actualmente ocurre con el pueblo palestino en su propia tierra. Amarga lección de una historia mal aprendida, expresada con crudeza en otro muro vergonzoso, alrededor del cual se desarrolla la película “Omar” (2013), del director palestino Hany Abu-Assad.
En su relato “La construcción de la Muralla China”, Kafka nos ofrece el testimonio escrito en primera persona de un hombre que, según parece, formó parte de los contingentes que llevaron a cabo aquella descomunal obra de ingeniería. ¿Para qué se construyó la muralla? Todo el mundo sabía en la China imaginaria de Kafka que los pueblos del Norte eran temibles; así aparecía reflejado en los libros de Historia y en las representaciones gráficas, en los cuadros de los artistas, “tan fieles a la realidad”, que mostraban con detalle “los rostros de la condenación, las fauces abiertas, las mandíbulas provistas de colmillos puntiagudos, los ojos perversos, como mirando de soslayo a la presa que van a destrozar con sus hocicos”. Pero nadie había visto nunca, cara a cara, a uno solo de esos pobladores norteños, tal y como ocurre en la novela “El desierto de los tártaros” de Dino Buzzati, que sería llevada al cine en 1976 por Valerio Zurlini. Los pobladores más allá de las fronteras son siempre “bárbaros”, inferiores, enemigos, y, aunque no se les conozca directamente, su imagen se distorsiona para desarrollar un nacionalismo que sólo favorece a las élites del país que controlan. Por eso sus fronteras son “sagradas” y su Historia debe contarse según un relato que coincida con el interés de la “nación”, siempre excluyente. Las fronteras constituyen espacios simbólicos que permiten la elaboración de imaginarios nacionales y a la vez el punto de quiebre de las identidades. Por lo tanto, son espacios contradictorios de apertura (migración) y clausura (imaginarios nacionales), que transforman a los individuos en su proceso de integración en los países de acogida, además de espacios particulares que desarrollan fenómenos estéticos propios. Como señala el personaje del coronel Joll en “Esperando a los bárbaros” de J.M. Coetzee, la historia de las fronteras desaparecerán, a nadie le interesa, no se encuentran en los manuales de historia. Interesarse en la frontera es explorar un espacio donde la memoria, al parecer, está destinada a perecer junto a las personas que la habitan. La complejidad de la frontera se borra y se reduce a una dicotomía entre civilizados y bárbaros.
Las ciudades fronterizas son centros de opresión y de violencia, así como de liberación y de creatividad. El arte fronterizo transgrede el canon establecido y se convierte en una forma de hacer política, una forma de protesta y denuncia. Los artistas fronterizos conforman una geografía individual en la que va implícita la violencia hacia el otro, una violencia entendida como intimidación entre sujetos que comparten la frontera de ambos lados, entre conciudadanos, entre hombres y mujeres. La paradoja es que esta violencia a su vez permite dibujar la historia de la frontera. Una historia donde las metáforas sirven para reírse del otro, de uno mismo, para violentar, para ofender, para recrear y para construir una historia propia. Por ello, es en la frontera México-Estados Unidos donde más se han desarrollado innovaciones estilísticas que transgreden las normas que racionalizan la vida pública. Como dice el escritor Eduardo Parra Ramírez, “el norte de México no es sólo simple geografía: hay en él un devenir muy distinto al que registra la historia del resto del país; una manera de pensar, de actuar, de sentir y de hablar derivadas de ese mismo devenir y de la lucha constante contra el medio y con la cultura de los gringos, extraña y absorbente”. Autores como Luis Humberto Crosthwaite, Yuri Herrera, o Amaranta Caballero, describen muy bien este contexto fronterizo, en el que se mezcla la desidentificación, el choque cultural y la lucha por la supervivencia en un ambiente hostil, con una narrativa cargada de sátira melancólica: “Atravesar una línea divisoria requiere de un esfuerzo intelectual… Debes ingresar al país vecino porque vas de compras (cuando hay especiales en las tiendas departamentales), para lavar tu ropa sucia (porque las aguas de allá son más pulcras), para ir a Disneylandia («el lugar más feliz del mundo»); en fin, para realizar faenas que no comprometan el status quo de la sociedad que visitas” (“Instrucciones para cruzar la frontera”, de Luis Humberto Crosthwaite).
El humor negro que se observa en estos autores, más que fatalista es resiliente: Arminé Arjona nos hace reír porque sólo el absurdo explica la crueldad. Rosina Conde ve pasar la trama criminal desde el espacio de la cocina. Wilivaldo Delgadillo nos alecciona en la ciencia de la calle, y Gabriel Trujillo elige la trama detectivesca porque la vida misma se ha convertido en eso. Por su parte, Yuri Herrera ha escrito sobre los narcocorridos en “Trabajos del reino”; la desaparición de personas en “La transmigración de los cuerpos”; y la migración hacia el norte en “Señales que precederán al fin del mundo”, donde su protagonista, Makina, viaja a través de México hacia Estados Unidos para entregar a su hermano un mensaje de su madre, convirtiendo su trayecto en un recorrido iniciático entre los vértices de la Tierra: el Gran Chilango (el valle de la Ciudad de México) y Mictlán (Estados Unidos), que mezcla la realidad con la mitología precolombina, según la cual Mictlán representa el inframundo, donde habitan los señores de la muerte. Makina cruza los ríos, como si se tratara de la laguna Estigia, y se adentra en el mundo de las sombras “donde no hay ventanas ni orificios para el humo”. En sus palabras se desvela el engaño de la frontera:
“Por qué de pronto esa inquietud
y movimiento? (Cuánta gravedad en los rostros.)
¿Por qué vacía la multitud calles y plazas,
y sombría regresa a sus moradas?
Porque la noche cae y no llegan los bárbaros.
Y gente venida desde la frontera
afirma que ya no hay bárbaros.
¿Y qué será ahora de nosotros sin bárbaros?
Quizá ellos fueran una solución después de todo.”
En su condición de lugar de paso, la frontera define mejor a los advenedizos, los que llegan para irse, los que siempre quisieron irse y no lo lograron. El prófugo, el traficante, el migrante, el deportado, los y las prostitutas, son personajes definidos por la transitoriedad: están esperando irse en cualquier momento, evitan echar raíces y cultivar relaciones profundas. Las identidades se multiplican hasta desvanecerse. La violencia que ha sufrido la región ha condicionado su creatividad: eventos poéticos por la paz, por los derechos humanos, por las víctimas, como los que la poeta Carmen Amato ha organizado en Ciudad Juárez; el teatro que se realiza como una vía de crítica, duelo y utopías: son expresiones que depositan en el arte de la palabra la capacidad de dar respuesta a una situación de emergencia social.
En “Canadá”, una de sus novelas más extensas y perturbadoras, el prestigioso Richard Ford mezcla el suspense y la ironía, la tristeza y el lirismo con frases como. “Mi idea es siempre “cruzar una frontera”; la adaptación, el paso de vivir de una forma que no funciona a otra que sí funciona”. También podría referirse a cruzar una línea y no poder volver jamás”. Pero la criminalización de la frontera en espacios como el cine negro a la literatura policiaca no debe hacernos olvidar que todo ello viene de antiguo, de altas instancias legales, judiciales y gubernamentales y que el espacio fronterizo se ha vuelto un espacio ilegal desde el momento en el que hay que tener este u otro documento, saliendo a colación cuestiones como el racismo, la pobreza, la desestructuración o reunificación familiar, los crímenes de Estado, las mafias y la indiferencia de los países ricos, sin por ello salvar los gobiernos ni las acciones de aquellos lugares de los que provienen. En filmes como “El orden de las cosas” de Andrea Segre se muestra el periplo de un acomodado policía de Venecia que se topa con la tortura y la muerte -además de los mandatos tribales- en su visita a una cárcel de “detención temporal” en Libia. Eso que aquí llamamos CIES.
Si como narra Alice Seltzer en “El arte de perder” muchos soldados franceses se vieron obligados a ocultar sus traumas tras la derrota en Argelia, en la actualidad los inmigrantes mexicanos se deben amoldar, integrar o desintegrar en el capitalismo feroz de EEUU, con ejemplos de empoderamiento como el de Gloria Anzaldúa que nos habla del mestizaje y otros testimonios de exclusión y racismo reforzados por el gobierno de Trump. En Francia autores como Taia o Slimani parecen incapaces- a pesar de su triunfo intercultural como novelistas- de deshacerse de su legado cultural, con una mezcla de nostalgia y resentimiento, narrando viajes de ida y vuelta a través del espacio o la memoria. Los latinos que conocí en Carolina del Norte eran, casi todos, camareros, cajeras, limpiadores, algunos soñaban con ahorrar para traerse a sus seres queridos otros con ahorrar para volver con las manos llenas. Algunos ya no tenían pasado. Hay una jerarquía entre ellos impuesta por el grado de legalidad de su documentación, la frontera atrapa, señala, es un panóptico o una línea de fuga. En este sentido el poema “This is Tijuana” de Sayak Valencia, incluido en su ensayo “Capitalismo Gore”, tiene construcciones magistrales como “presagian pasados” o “la frontera, el infierno, la otra parte del otro lado”.
Aunque la frontera de Sayak Valencia tiene su genealogía en las feministas de los ochenta que se cuestionaron su identidad en tránsito los avances del capitalismo salvaje, el machismo más o menos refinado y los crímenes de odio hacen de su libro un testimonio distinto, más sangriento, voraz, solo aparentemente más joven y distendido. Por añadidura Valencia incluye el tema del crecimiento del narcotráfico que se refleja en la obra teatral “El consejero” de Corman McCarthy (más conocido por su distopia “La carretera”) donde un prestigioso abogado se une a una operación de tráfico de cocaína entre Texas y México, operaciones que alcanzan los millones de dólares y que, a menor escala, suceden creando violencia, arbitrariedad y desconcierto. La criminalización o exaltación de la frontera (como el famoso “muro de Trump”, aunque también antes desde los atentados del 11-S) viene y va desde muchas instancias. El poder circula y se convierte en violencia o enigma en el espacio fronterizo como espacio donde la legalidad y la ilegalidad son marcadas desde ámbitos muchas veces invisibles. Así “Nuevo México” era antes parte de México. Un desplazamiento fronterizo y colonialista del que ya nos hablaba Gloria Anzaldúa en su libro “Borderlands”.
La frontera como espacio de liberación, cambio, tránsito o posibilidad se ve enturbiado y maleado por las fuerzas del orden (antecedentes penales, condiciones médicas, estado serológico, ideología política, posibilidades económicas, lugar de origen del visitante) y también por el crimen igualmente “organizado”. Hoy día no se puede rodar un filme en un aeropuerto ni llevar un cortaúñas en un avión: las fuerzas de represión y vigilancia se refuerzan hasta llegar, en ocasiones, al absurdo. El tema de la frontera entre México y EEUU aparece en muchas películas de cine negro o “road movies” con suspense donde criminales, excluidos, desarraigados y antihéroes (“Thelma y Louise”; “Queen and Slim”, “The living end”) intentan llegar a ella. Son numerosos los ejemplos. El tema de pasar de México a EEUU y el endurecimiento y la corrupción de los vigilantes ya aparece con acritud en el filme del británico Tony Richardson “La frontera”, donde sus logros quedan muy por debajo de sus pretensiones. El realizador no consigue, a pesar de los muchos elementos del relato, y de las interpretaciones de Jack Nicholson y Harvey Keitel superar una narrativa algo plana, algo rescatada por la fotografía de Vilmos Zsigmond y algunas pinceladas sobre los intereses imperialistas diluidos en un filme policiaco y de acción. La frontera pone de relieve (como puede ocurrir con fronteras que cambian semana tras semana como las de Israel-Palestina) la artificiosidad de conceptos como “país”, “nación” o incluso “estado” pero como decía nuestra añorada Sedgwick “el saber que algo es “cultural” no quiere decir que se pueda cambiar fácilmente”. Algo de esto sabía una activista feminista y dedicada al estudio y el activismo antiesencialista.
Un elemento emblemático de la “cultura occidental” es la Isla de Ellis donde se fundieron, a principios de siglo, los desvaríos de Chaplin y las pesadillas mordaces y distópicas de Kafka (“América”) y que ha llegado hasta nuestros días con reconstrucciones a manos de realizadores como el siempre vigoroso James Gray (“Ellis Island”), pero por donde también pasó “La heredera” de Henry James y William Wyler y los empobrecidos inmigrantes italianos de “Vita” de Melania Mazzucco en busca de un tipo de oportunidades que nunca se materializaron según las premisas del “american dream” y que ya aparecieron en algunas películas sociales de La Cava, Sturges, Walsh, Ford, todas ellas anteriores al Código Hays. También existen testimonios de primera mano sobre la primera mitad del siglo pasado como la de Prudencio Pereda, estadounidense de origen español que en “Molinos de viento en Brooklyn” narra, con ironía, pero también desamparo y picaresca, la supervivencia de esas microcomunidades raciales en el corazón de la gran urbe en desarrollo. Y como todo ello se agrupaba en barrios señalados por razas o raíces culturales.
La guerra civil española, el golpe de estado del general Franco, marca la frontera del exilio (interior-Cernuda) o exterior como el que retrata con cierta soltura la chilena Isabel Allende en la imperfecta pero interesante “Largo pétalo de mar”, donde los republicanos huidos de la victoria del franquismo se refugian en distintos lugares como ese Chile que verá truncada su libertad con el golpe de estado de otro dictador: Augusto Pinochet. Allende describe con humanismo y crudeza la descripción de la huida y represalia de los vencidos hacia otros lugares del mundo, aunque tal vez peca de pretenciosa y algo molesta al mezclar a los personajes con figuras célebres como el poeta Pablo Neruda y, de forma indirecta, el realizador Marcel Carné. Mi madre me cuenta que una de las pocas veces que lloró en el cine fue cuando vió en el documental “Morir en Madrid” de Patino la retirada de las “Brigadas Internacionales” pero un personaje de “Largo pétalo de mar” se muestra, ya a finales de la contienda, escéptico y pesimista, piensa que han venido sólo unos pocos idealistas, que los países “aliados” nos van a dejar en manos de Franco y que Europa se adentra en la otra Gran Guerra del siglo. El país de Allende es bien diferente al Chile sobre el que ha escrito el joven novelista y guionista joven más célebre y controvertido de su generación y país, ese a la vez asocial, introvertido e intrépido Alberto Fuguet abandona temporalmente cruzando la frontera con EE.UU. en busca de ese tío, el hermano de su “odiado padre”, un hombre que se marchó desapareció sin dar explicaciones y que ahora, descubre, trabaja en un hotel de Nuevo México.
En un momento del libro el tío Carlos des-esencializa la condición de migrante o, al menos, lo intenta:
Somos los que nos fuimos
Sin que nos persiguieran
En algunos éxitos editoriales y novelas apreciables recientes, como “El buen nombre” de Jhumpa Lahiri, el continente de la India sustituye al continente africano como lugar de partida, aunque los EE. UU., con su aparentemente provechosa formación académica, sigue siendo, casi siempre, el punto de llegada. En todo ello podemos ver el avión, el tren, la ida y la vuelta, con ecos de escritores de otro siglo como E.M. Forster pero cosas como Internet o la telefonía móvil a la vez que han acortado las largas distancias han bloqueado- de alguna forma- cosas como el debate o el diálogo intercultural. Esta autora sabe contarnos lo que como el famoso “choque de culturas” tiene un efecto distinto sobre categorías de edad, pensamiento, o incluso géneros y posiciones en un mundo reglamentado. Pero incluso los avances tecnológicos y la uniformización cultural no impiden la preferencia por la agrupación de gentes atendiendo a su raza, país de origen algo que en otros contextos se ha producido, de otra forma, por la orientación sexual, “la clase social” o incluso “la edad”. Incluso en época del idolatrado Roosevelt – conocido por sus reformas sociales en los años treinta- un barco lleno de judíos huyendo de los nazis no tuvo permiso para cruzar la frontera con EE.UU. “Habían llegado demasiados inmigrantes”.
El exilio interior (del que hablaba Cernuda) también es una frontera peligrosa y llena de baches cuando comprendemos que en nuestros pueblos o ciudades de origen los foros “culturales” o los medios de expresión de cualquier tipo no son los nuestros. El cambo interior, sin llegar al aislamiento, es complejo, pero posible. Podemos citar el exilio de los y las jóvenes LGTBQ a las grandes ciudades buscando la libertad del anonimato, la movilidad sin temores y el olvido del trauma, si esta existe. Pero aquí las fronteras son de género y la policía son los agentes del sexo, medicalizando, estigmatizando, ninguneando. Aunque siempre hay más ejemplos.
Eduardo Nabal
Nació en Burgos en 1970. Estudió Biblioteconomía y Documentación en la Universidad de Salamanca. Cinéfilo, periodista y escritor freelance. Es autor de un capítulo sobre el new queer cinema incluido en la recopilación de ensayos “Teoría queer” (Editorial Egales, 2005). Es colaborador de Izquierda Diario.