Apenas un mes antes de su muerte, el crítico cultural británico Mark Fisher publicó, a fines de 2016, The Weird and The Eerie, traducido como Lo raro y lo espeluznante al castellano (Barcelona, Alpha Decay, 2018), que puede conseguirse en las librerías locales.
Aunque hay en el libro ecos de otras elaboraciones del autor donde abordaba el panorama cultural posneoliberal, este libro es un intento de teorizar estos dos modos de percepción, lo raro y lo espeluznante, explorando ejemplos del cine, series de TV y discos, incluso algo de pintura –esto sí también presente en trabajos previos–, que pueden ser tanto clásicos como contemporáneos, aunque todos ellos ejemplos de una cultura popular y de masas, abrevando a su manera en la tradición de la escuela británica de los “estudios culturales” [1]. Aunque con menos peso que en libros previos, la reflexión estética tendrá también derivaciones políticas: algunas de las categorías desarrolladas servirán también para caracterizar al sistema capitalista.
Modos de lo extraño
La exploración de los modos de experiencia estética, es decir, qué elementos percibimos en determinados objetos que producen en nosotros determinados efectos, tiene larga data. Desde la caracterización de “lo bello” y “lo sublime” de Edmund Burke, cuya influencia y debate se extendió por toda la teoría estética moderna (en Kant y en especial en el romanticismo), hasta “lo ingenuo” y “lo sentimental” de Friedrich Schiller –como dos formas poéticas de experimentar la relación humana con la naturaleza–, pasando por todos los estudios estéticos que se dedicaron a tipificar lo que caracterizaba a cada género artístico, las categorías suelen exceder el terreno artístico, es decir, suelen ampliarse a las formas de procesar o representar nuestras experiencias también en la vida cotidiana, en la vida social, e incluso en lo psicológico y lo político.
Simplificando un debate de siglos donde intervinieron perspectivas teóricas muy variadas, el más influyente de estos pares, el de “lo bello y lo sublime”, se relaciona por lo general con la experiencia de, en el primer caso, aquello que produce en nosotros cierto grado de placer en la medida en que es armónico y ordenado, delimitado, donde podemos reconocer patrones ya establecidos (por eso suele asociarse al arte de la Antigüedad clásica), mientras que lo sublime se relaciona con cierta inquietud, incluso displacer –que sin embargo nos fascina– que experimentamos frente a lo caótico, lo informe, aquello en que no llegamos a entrever límites ni patrones (asociado habitualmente al arte del romántico, y más en general, a nuestra experiencia de aquello que en la naturaleza aparece como amenazante). Lo raro y lo espeluznante entrarían, probablemente, en el campo de lo sublime, aunque Fisher no lo referencie allí –si bien no se priva tampoco de adjetivar como sublimes algunas de las experiencias analizadas–.
El autor busca determinar qué es aquello que nos fascina tanto como nos inquieta en mucha de la producción de los géneros de terror y de ciencia ficción, aunque son sensaciones que encontramos en otras experiencias estéticas y cotidianas –incluso, argumentará Fisher, la asociación de lo raro y lo espeluznante a estos géneros ha opacado lo que tienen de específico: no necesariamente provocan terror o misterio, aunque habitualmente sean herramientas para provocarlo–.
Lo raro y lo espeluznante son dos sensaciones pero también dos modos perceptivos que lidian con la “extrañeza”. Pero antes de definirlos, Fisher se ocupará de delimitarlos de otra categoría que trata lo extraño que les ha hecho sombra, trabajada por Freud –recurriendo también a la estética, en particular, a los relatos de E.T.A. Hoffmann– y extendida desde entonces: la de lo “siniestro”. Para Fisher, el sentido que Freud le dio a este término es el de “no sentirse en casa”, habitualmente asociado a desdoblamientos del yo (la aparición de dobles, la sospecha de estar frente a un autómata y no un humano, etc.). Argumenta Fisher que si lo siniestro lidia con lo extraño dentro de lo familiar o conocido, el perturbador reconocimiento de que “el mundo doméstico no coincide consigo mismo”, lo raro y lo espeluznante se ubicarían en el polo opuesto: “nos permiten ver el interior desde la perspectiva exterior”, ya sea que entendamos ese exterior “de un modo netamente empírico, o bien en un sentido abstracto más trascendental”.
Lo raro, más allá de un género asociado a lo fantástico y la ciencia ficción –es un adjetivo que autores como Lovecraft han utilizado para describir su literatura y es el título de una de las publicaciones más conocidas del género, Weird Tales, fundada en 1923–, es el efecto de percibir algo que “no debería estar allí” [2]:
Lo raro trae al dominio de lo familiar algo que, por lo general, está más allá de esos dominios y que no se puede reconciliar con lo “doméstico” (incluso como su negación). La forma que quizá encaja mejor con lo raro es el collage, la unión de dos o más cosas que no deberían estar juntas.
Lo raro sería un tipo particular de perturbación que supone una sensación de que algo anda mal: un objeto o entidad rara es tan extraña que nos provoca la sensación de que no debería existir, o al menos no existir ahí donde está. Pero, en la medida en que el objeto o entidad está efectivamente frente a nosotros, abre a la posibilidad de considerar que entonces son las categorías que utilizamos para aprehender el mundo las que pueden no ser válidas –Fisher recuerda en este sentido la definición que Darko Suvin ha propuesto en sus estudios sobre el género de ciencia ficción: la de “extrañamiento cognitivo” [3]–.
Pero, como argumenta Fisher, eso no quiere necesariamente decir que estamos frente a algo sobrenatural, y que de allí derive la sensación de lo extraño. Después de todo, argumenta, un fenómeno como el de los agujeros negros puede ser más “raro” que un vampiro. De hecho, en la medida en que tenemos protocolos genéricos para reconocer a un vampiro como algo inexistente más allá de un relato, su aparición es menos inquietante que intentar incorporar las magnitudes infinitas y la concepción misma de la materia que supone un agujero negro, es decir, algo que sobrepasa nuestra capacidad de representación, aunque este sea, sin embargo, un fenómeno natural estudiado por la ciencia.
Por su parte, lo espeluznante se constituye por una falta de ausencia o por una falta de presencia. En el primer caso, sirve de ejemplo un recurso clásico de género de terror, los “trinos espeluznantes” de pájaros tomados como mal presagio; en vez de leerse allí un simple mecanismo biológico, se supone una intención de aviso o premonición que no corresponde a un pájaro (de allí una presencia, una intención, donde no debería haber nada). Un ejemplo de lo espeluznante en modo “falta de presencia” es la que percibimos frente a ruinas o estructuras abandonadas, como los paisajes catastróficos típicos de los relatos de ciencia ficción apocalípticos; una marca remanente de algo que ya no está allí (una civilización, una actividad, una forma de vida).
Pero de igual manera que con lo raro, lo espeluznante no necesariamente es solo una experiencia estética: si suele adherirse a ciertos espacios o paisajes, su característica es la de estar desprovistos de presencia humana. Las ruinas son espacios habitualmente espeluznantes en la medida en que suscitan la pregunta de qué, o quiénes, las produjo como tales. El círculo de rocas de Stonehenge o las figuras de la Isla de Pascua suscitan preguntas similares: “¿qué tipo de seres crearon aquellas estructuras? ¿A qué tipo de orden simbólico pertenecieron y qué representaban los monumentos que construyeron en dicho orden?”. Lo espeluznante está asociado siempre a cierto suspenso o misterio, en la medida en que provoca la pregunta por un agente que no está allí, cuyos propósitos y naturaleza desconocemos.
Lo que falta o está de más
Con estas herramientas delimitadas Fisher dedica dos grupos de capítulos a distintas producciones culturales: para lo raro analiza, entre otros, la obra de H.P. Lovecraft (su modelo de lo raro), relatos de H. G. Wells y Phillip Dick, películas de Rainer Fassbinder, la serie Twin Peaks de David Lynch y la música de la banda británica postpunk The Fall. Para lo espeluznante aborda la literatura (y adaptaciones) de Daphne du Maurier, Christopher Priest, Margaret Atwood, M.R. James, Joan Lindsay y Alan Garner; la música de Eno; el cine de Stanley Kubrick, Andréi Tarkovski, Christopher Nolan y Jonathan Glazer, y las series televisivas de Nigel Kneale. Habrá otras menciones en la sucesión de capítulos.
Algunas de las reflexiones son muy sugerentes, como el análisis de los textos de Lovecraft –uno de los orígenes del libro– o incluso sobre los géneros más en general, como por ejemplo, cuando reflexiona que contra lo que una podría pensar, la ciencia ficción, dedicada a viajes interespaciales y encuentros con alienígenas, que parecerían reunir todas las potencialidades de los espeluznante, sin embargo raramente evitan la decepción de desarticular ese modo de percepción tras la “presión positivista” de desenmascarar a los alienígenas –con la honrosa excepción de 2001: Odisea del espacio de Kubrick o Solaris, la película de Tarkovsky basada en la novela de Lem. Habrá también una indagación sobre un “amor espeluznante” en Intestellar, de Christopher Nolan, que sabe “correr el riesgo” de parecer ingenua y emotiva para conseguir convertir al amor, habitualmente en el bando de “lo conocido”, en una entidad desconocida.
Como toda clasificación, la propuesta no escapa a algunos límites borrosos que el autor reconoce entre ambas categorías, pero también a ciertas lagunas.
Un caso que probablemente llame la atención al público local es la consideración que hace sobre Borges. Señala Fisher que la incorporación que hace Lovecraft de citas eruditas simuladas a lo largo de referencias a la historia auténtica producen “anomalías” (desrealizar los hechos fácticos y realizar los ficcionales) similares a las “ficciones posmodernas” de Pynchon o Borges. Más allá de que la definición de “posmodernista” para Borges puede ser más que dudosa, y que el recurso está ya presente en El Quijote –que justamente explora, quizá por primera vez, los modos de percepción, los efectos y el estatuto de lo que hoy conocemos como “ficción”–, exagera una conclusión que lo desmiente: Fisher dice que si nadie podría creer que la versión de Pierre Menard de El Quijote existe fuera del relato de Borges, más de un lector ha contactado a la British Library pidiendo una copia del Necronomicón, aquel libro frecuentemente citado en las historias de Lovecraft. Sin embargo, es conocida la anécdota de que nada menos que Bioy Casares creyó que la versión apócrifa de un libro “reseñado” en el relato “El acercamiento a Almostásim” de Borges existía –Lem tomó esa misma premisa para sus reseñas de libros inexistentes en Vacío perfecto–.
También en el recorrido sobre la teoría literaria podrían señalarse algunas contradicciones. Un ejemplo es la negativa de Fisher a catalogar lo “raro” como parte del “género fantástico” o “fantasy” en que se suelen incluir relatos que construyen enteramente un mundo con sus propias mitologías, historias, etc., como El señor de los Anillos. Para Fisher, en contraste, lo raro suele aparecer como efecto de conectar mediante algún tipo de umbral nuestro mundo cotidiano con un mundo con otras reglas. Es más bien la irrupción de ese otro mundo en el nuestro lo que constituye la marca de lo raro. Si el relato se ubicara enteramente del lado desconocido de ese umbral (la Tierra Media de Tolkien, Terramar de Le Guin o las Tierras Fértiles de Bodoc), estaríamos en presencia de lo fantástico, cuyo efecto es naturalizar esos otros mundos. En cambio, manteniendo ese umbral en contraste con nuestro mundo, lo raro tiene el efecto de desnaturalizar ambos al exponer la inestabilidad de nuestra realidad.
Sea. Pero con estas definiciones Fisher se acerca a un autor que sin embargo párrafos antes había considerado poco productivo para entender su modelo de lo raro –Lovecraft–, porque no habría allí explicitación de nada “sobrenatural”. Se trata de Tzvetan Todorov, quien ha definido a lo “fantástico” no como el género con que se comercializan ese tipo de relatos épicos, sino justamente como un efecto de mantener en suspenso al lector entre dos posibilidades de resolución de un relato que se mantiene hasta entonces ambiguo: si en la explicación de lo que sucede interviene algo sobrenatural, entramos en el campo de lo maravilloso; si finalmente la extrañeza se resuelve con algo explicable dentro de nuestras coordenadas espacio-temporales (como un sueño), entramos en el terreno del realismo. Lo “fantástico” es la oscilación sin resolver que produce inquietud en el lector, que en algunos textos puede desaparecer o mantenerse –las sagas no entrarían allí–. Ese enfoque, que pone el eje en el efecto sobre los lectores, es típico de Lovecraft, que además teorizó sobre ello. Es muy difícil no ver en las definiciones de Fisher estas exploraciones de Todorov, con todo lo discutibles que puedan ser [4].
Otra ausencia que llama la atención, sobre todo en la medida en que referencia a los collages surrealistas como los mejores ejemplos de lo raro, y a las ruinas como ejemplo de lo espeluznante, es la de Walter Benjamin, a quien había sabido citar en su libro previo Realismo capitalista. El interés por los pasajes parisinos y por el surrealismo del autor alemán se debe en parte a su búsqueda de elementos desestructurantes y estructuras “modernas” convertidas en ruinas en tiempo récord, donde pueden verse los “orígenes prehistóricos” de la modernidad capitalista atrofiados en un tiempo detenido, que rompen la supuesta “organicidad” del desarrollo histórico “progresista” que nos venden, como observa a propósito de una novela de Louis Aragon, El aldeano de París –o como Fisher observa respecto a las grúas para containers abandonadas sobre una ciudad portuaria que le recuerdan a los trípodes marcianos de La guerra de los mundos de H. G. Wells, y que nos dirían mucho, según el autor, sobre los cambios en el capital y el trabajo de los últimos 40 años–. Con ello se pierde contrastar y profundizar una de las definiciones centrales que busca Fisher en su libro: ¿por qué sería importante reconocer los modos de lo espeluznante? Porque así es, dirá, el capitalismo.
Un sistema espeluznante
Como una especie de contratendencia al “realismo capitalista” imperante que había criticado, la reflexión sobre lo raro y lo espeluznante puede tener para Fisher una utilidad extraestética y política: desnaturalizar, desestabilizar las coordenadas, pensar quiénes son los que provocaron estas ruinas de sociedad que solo ofrecen un presente capitalista como “único sistema económico viable” al que parece imposible siquiera imaginarle una alternativa.
El capital es, en todos los niveles, una entidad espeluznante: a pesar de surgir de la nada, el capital ejerce más influencia que cualquier entidad supuestamente sustancial. […] Teniendo en cuenta que lo espeluznante es un aspecto clave en el problema de quién o qué realiza la acción, está muy relacionado con las fuerzas que rigen el mundo y nuestras propias vidas. Debería quedar especialmente claro a aquellos que vivimos en un mundo capitalista globalmente interconectado que tales fuerzas no son del todo accesibles a nuestra aprehensión sensorial. Una fuerza como el capital no existe en ningún tipo de sentido sustancial, pero es capaz de provocar efectos de casi cualquier tipo.
La relación entre las formas de percepción estéticas y el capitalismo no es ajena a la descripción de Marx que en El capital señalaba ya que, para encontrar una analogía al fetichismo de las mercancías, había que adentrarse en “comarcas neblinosas” –del mundo religioso, en ese caso–. Incluso las metáforas con que los ideólogos defensores del capitalismo definen al mercado como “mano invisible” parece dar cuenta de una ausencia que sin embargo define destinos (no por nada otro marxista supo definir a la revolución como la “la irrupción violenta de las masas en el gobierno de sus propios destinos”).
No quiere decir con ello Fisher que las obras que analiza traten el tema explícitamente, ni siquiera tangencialmente sino, en todo caso, que pueden leerse allí configuraciones estéticas que funcionan como poderosas fuentes de desnaturalización, necesarias, también, en lo político –ampliación teórica presente ya en la discusión sobre lo bello y lo sublime–.
Dijimos al principio que lo raro y lo espeluznante, de tener que ubicarse en un campo, entraría en el de lo sublime. Definidos por sus efectos desestabilizantes, recuerdan a lo que Terry Eagleton definió como “lo sublime marxista” justamente en un libro titulado La estética como ideología: Eagleton señalaba que si hay algo de sublime “malo”, aterrorizante, en la amorfia infinita del valor reduciendo las cualidades específicas a lo meramente cuantitativo, había también un sublime “bueno” considerado por Marx que es la potencia revolucionaria de las revoluciones socialistas que, lejos del formalismo de sus antecedentes burguesas, excede toda forma, se autoproduce en vez de seguir reglas previas, “desborda la frase”, como señala Marx en El 18 Brumario.
El libro de Fisher encuentra su virtud, en todo caso, en esos mismos lugares donde a veces hace agua: la aspiración de reflexionar y teorizar en momentos en que buena parte de la crítica cultural se preocupa más bien de “no spoilear” contenidos y, por tanto, se autoveda la posibilidad de ejercer la crítica.
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