Isadora Duncan consideraba su arte como un esfuerzo que tienda a expresar, en gestos y movimientos, la verdad de su ser. Desde el primer momento no ha hecho más que bailar su vida, de niña, bailaba el gozo espontáneo de las cosas que crecían; de adolescente, la captación de las primeras sensaciones de trágicas corrientes subterráneas, la brutalidad despiadada y el progreso aplastante de la vida. Más tarde, bailó su lucha con y por la vida.
Viernes 28 de noviembre de 2014
Isadora Duncan concebía a la bailarina del futuro como aquella “cuyo cuerpo y alma hayan crecido juntos tan armónicamente que el lenguaje natural de esa alma se convierta en el movimiento del cuerpo”. Aquella bailarina no pertenecería a ninguna nación sino a toda la humanidad. “No bailará al modo de una ninfa, como hada, ni como una “coquette”, sino como una mujer en su expresión más alta y pura. Traerá al mundo el mensaje de los pensamientos y aspiraciones de miles de mujeres. La bailarina del futuro bailará la libertad de la mujer”.
Isadora hablaba de la bailarina del futuro, sin saber acaso, que su vida y obra cambiarían para siempre la historia de la danza, generando una de las primeras e importantes rupturas con el ballet clásico y abriendo paso al desarrollo de la danza moderna, dejando enseñanzas que no han perdido vigencia hasta nuestros días.
Su infancia transcurrió en el seno de una familia muy humilde. Junto a su madre y sus tres hermanos, se veía constantemente obligada a mudarse por falta de dinero. El pasaje de Isadora por la escuela pública significó una verdadera tortura, sintiéndose obligada a permanecer inmóvil en un asiento, con el estómago vacío y los pies helados en los zapatos húmedos. Aprendiendo cosas que consideraba inútiles, y en el marco de una brutal incomprensión de lo que es la niñez. La nota dominante de esa etapa era un constante espíritu de rebeldía contra la estrechez de la sociedad y las limitaciones de la vida. Como escribió en su libro Mi Vida: “No recuerdo ningún sufrimiento que tuviera por causa la pobreza de nuestro hogar. A nosotros nos parecía muy natural esa pobreza. Donde yo sufría era en la escuela, únicamente. Para un niño sensible y orgulloso, el sistema de la escuela pública es tan humillante como el de un penal. Yo siempre estaba en rebeldía.”
Para ella la verdadera educación se realizaba por las noches, cuando la madre, que trabajaba dando lecciones de música a domicilio, volvía a la casa y tocaba para sus hijos obras de Beethoven, Schumann, Schubert, Mozart o Chopin, y leía pasajes de Shakespeare, Shelley, Keats o Burns. Gracias a su madre, su niñez estuvo impregnada de música y poesía.
Isadora que desde pequeña sintió la pasión de bailar, a la edad de seis años, reunió a media docena de niños del vecindario en su casa y los sentó en el suelo para enseñarles movimientos de brazos. Así comenzó con su primera “escuela de danza”, que continuó abierta y llegó a ser muy popular entre los chicos del barrio. A los diez años abandonó definitivamente sus estudios en la escuela, y se dedicó de lleno a dar clases de danza con ayuda de su hermana, contando ya con numerosas alumnas, para aportar económicamente al sostén de su hogar.
Más adelante, por recomendación de una amiga de la madre, tomó sus primeras clases de danza clásica, ese primer contacto le generó un rechazo tan profundo que la llevó a abandonar el estudio a la tercera clase. El hecho de tener que sostenerse sólo con la punta de sus pies dentro de las zapatillas de punta, le parecía feo y antinatural. Sentía que esos movimientos rígidos destruían sus sueños. Ella soñaba con una danza completamente distinta.
De ahí en más Isadora se dedicó a desarrollar su estilo único de danza, viajando por Estados Unidos y Europa, en busca de oportunidades para desarrollar sus escuelas, y de espacios donde poder mostrar su arte. En un principio le fue bastante difícil, ya que su movimiento tan diferente a lo que se acostumbraba en la época y su vestuario al bailar- con túnicas, o telas que cubrían apenas su cuerpo desnudo- le valieron en varias ocasiones el rechazo. Con lo cual se vio al borde de la indigencia en algunos momentos, por no poder conseguir los tan deseados contratos en teatros y salones.
Pero esa experiencia de vida, su sensibilidad y pasiones, forjaron sus más profundas convicciones. Convicciones que la llevaron a cuestionar no sólo el estilo de danza nacido en la corte y destinado siglos más tarde al disfrute de una elite acaudalada -el ballet clásico- sino al orden burgués en su conjunto y a simpatizar con la Revolución Rusa de 1917, apoyando fervientemente algunas de las medidas aplicadas por el gobierno de los Soviets, como la abolición del matrimonio.
Por su historia familiar y la profunda impresión que le causaban las injusticias que padecían las mujeres, siendo reducidas casi a la condición de esclavas por las leyes matrimoniales vigentes en su época, Isadora se consagró, desde muy joven, a la lucha por la emancipación de la mujer, en contra del matrimonio, a favor del amor libre, del divorcio y del derecho de toda mujer a tener uno o varios hijos cuando le plazca.
Como ella misma relata en su autobiografía, su vida habría sido otra si no hubiera vivido determinados acontecimientos que la marcaron profundamente.
Uno de esos hechos sucedió en 1905, en uno de sus primeros viajes a Rusia. En esa ocasión, el tren en el que viajaba había llegado a San Petersburgo con doce horas de retraso por causa de una tormenta de nieve. Y cuando se dirigía al hotel en el que se iba a hospedar, presenció un terrible espectáculo: “una larga procesión que avanzaba a gran distancia, trajes negros, de luto, hombres inclinados y abrumados, uno tras otro, por pesados fardos, que eran cajones de muerto”. Eran obreros que habían sido fusilados la víspera, el 5 de enero de 1905, en el Palacio de Invierno, cuando se presentaron ante el zar para pedir un auxilio a su miseria y un poco de pan.
La bailarina recordaba así ese momento: “Yo contemplaba todo aquello a la hora incierta del alba, y me sentía llena de horror. […]Las lágrimas corrían por mi cara y se helaban en mis mejillas, en tanto que el triste e interminable cortejo desfilaba ante mí. […] Las lágrimas se ahogaban en mi garganta. Y contemplaba con una indignación infinita a aquellos trabajadores infortunados que llevaban en hombros a los mártires muertos”. […]
Y concluye: “Si no hubiera presenciado aquello, mi vida habría sido otra diferente. Allí, junto a aquel cortejo, que parecía interminable; frente a aquella tragedia, me hice a mí misma el voto de consagrar mis fuerzas al servicio del pueblo y de los oprimidos”[…] “ ¡Cuán vano me parecía mi arte mismo, si no podía combatir aquello!”
En esa estadía en Rusia, Isadora reafirmó lo disruptivo de su estilo de danza frente al ballet clásico, expresando que aquel era la expresión intrínseca de la etiqueta zarista, y que la única esperanza que tenía para establecer en Rusia su escuela de danza (como expresión humana más grande y libre) hubiera venido por ese entonces, de la mano de Stanislavsky.
Isadora siguió entonces, con su gira por los Estados Unidos y Europa, buscando donde poder establecer su escuela, como solía llamar de “Danza Futura”. En 1916 vino a Buenos Aires donde bailó el himno envuelta sólo con la bandera intentando simbolizar los sufrimientos de la colonia y el júbilo de la libertad de desprenderse del tirano.
Ya en 1917, de vuelta en los Estados Unidos, volvió a presentarse en la Metropolitan Opera House. Por ese entonces, tuvo lugar otro de los acontecimientos que marcaron su vida y tiñeron su danza: la Revolución Rusa. Isadora recordaba en sus memorias: “El día en que se anunció la revolución rusa, todos los amantes de la libertad experimentaron un júbilo de esperanza. Aquella noche bailé La Marsellesa con el verdadero espíritu revolucionario que la inspiró. Luego interpreté la Marcha eslava, en la cual figura el Himno al zar, y reflejé la humillación de los siervos bajo los chasquidos del látigo. Esta antítesis, esta disonancia entre mis gestos y la música, provocaron una verdadera tormenta en el público. Es raro que en toda mi carrera artística me hayan atraído más que ningún otro los movimientos de desesperación y de rebeldía. Con mi túnica roja he bailado constantemente la revolución y he llamado a las armas a los oprimidos.
La noche aquella de la revolución rusa bailé con júbilo feroz. Mi corazón estallaba dentro de mi pecho al sentir la liberación de todos aquellos que habían muerto por la causa de la Humanidad”.
Isadora Duncan, vio en esa revolución y en el germen del gobierno de aquellos primero años, la realización del sueño de una humanidad nueva, de una danza nueva, sin las limitaciones que imponía el orden burgués. En el momento de su partida a la URSS en 1921, y con estas palabras, Isadora concluye su autobiografía:
“En el camino hacia Rusia experimenté la sensación que mi alma se despegaba de mi cuerpo, como después de la muerte; sensación que estaba justificada por la índole del viaje. Iba hacia otra esfera. Detrás de mí dejaba para siempre todas las formas de la vida europea. Creía yo, efectivamente, que el Estado ideal, soñado por Platón, Carlos Marx y Lenin, había sido, por milagro, implantado en la tierra. Con toda la energía de mi ser, decepcionado en sus tentativas de realizar sus visiones artísticas en Europa, me hallaba dispuesta a ingresar en el demonio ideal del comunismo. No llevaba ropa.
Me figuraba que iba a pasar el resto de mi vida con una blusa de franela roja, entre camaradas igualmente vestidos con sencillez y llenos de amor fraternal.
A medida que el navío avanzaba, miraba hacia atrás con desprecio y piedad, recordando las viejas instituciones y costumbres de los burgueses europeos. En adelante sería yo una camarada entre los camaradas y desenvolvería un vasto plan de trabajo para la regeneración de la Humanidad. ¡Adiós, pues, la desigualdad, la injusticia y la brutalidad del Viejo Mundo, que había hecho imposible mi escuela!
Cuando, por último, llegó el barco, mi corazón dio un salto de júbilo. ¡He aquí el bello Nuevo Mundo que acababa de ser creado! […] Y yo entraba ahora en este sueño, del que mi obra y mi vida participarían con su gloriosa promesa.
¡Adiós, Viejo Mundo! ¡Salud para el Mundo Nuevo!”
Isadora Duncan, bailarina de un futuro a seguir construyendo.
Isadora Duncan, nació el 26 de mayo de 1877 en San Francisco, California, (Estados Unidos) y falleció en Niza en 14 de septiembre de 1927. Su debut profesional fue en 1899 en Chicago. Algunos años después comenzó a realizar giras por Europa y Estados Unidos dando recitales de danza y estableciendo escuelas cerca de Berlín en 1904, en París en 1914 y en Moscú en 1921.
Sus memorias terminan con la partida a la URSS de Isadora Duncan en 1921. En Moscú conoció al poeta Serguei Esenin, con quién después de recorrer Europa y los Estados Unidos volvió a Rusia. Al poco tiempo se separaron. Isadora Volvió a Francia para residir en Niza. Essenin se suicida en diciembre de 1925. Isadora muere en un accidente en 1927.