El juicio por el brutal homicidio de Fernando Báez Sosa ocupa un lugar central en la agenda de los medios. El necesario reclamo de justicia que hacen sus padres y amigos es instrumentalizado por las grandes corporaciones periodísticas para alentar un sentido común punitivista.
Lunes 16 de enero de 2023 09:35
La pantalla sofoca con 24 horas de brutalidad. Ahí están las imágenes de los golpes en patota; los chats descarnados; las cámaras de un McDonald’s; los rostros inconmovibles de los asesinos de Fernando Báez Sosa, sentados en casi hermético silencio en los tribunales de Dolores.
Repasando los dramáticos hechos, el homicidio escenifica la prepotencia clasista de los rugbiers que ejecutaron la agresión. Desnuda la saña con la que decidieron actuar y la impunidad de la que creyeron merecedores. El ataque contra “el negro de mierda”; la decisión de “llevárselo de trofeo”; el festejo por “haberlos roto”; el fallido intento de celebrar un pacto de silencio.
El juicio por esa terrible muerte ha sido convertido en verdadero espectáculo; en permanente cadena nacional que atraviesa pantallas, portales y redes sociales, hasta llegar a la tapa de los diarios impresos. Un sistemático bombardeo mediático atiende a cada gesto, cada palabra, cada imagen y cada huella.
Detrás de esa espectacularización del asesinato está el reclamo de justicia de la familia. La necesidad de resarcir el dolor enorme, inconmensurable, que atraviesa a Graciela Sosa y Silvino Báez, madre y padre de Fernando; que reviven sus amigos y amigas, en la televisión o en el estrado.
Espectacularización de un crimen
Convertido en show mediático, el juicio invade pantallas y redes sociales; acompaña mañanas, tardes y noches; convoca a un ejército de especialistas en todas las áreas. Criminología para todos y todas; a toda hora y en todo el país.
Como señaló alguna vez Guy Debord “en ese movimiento esencial del espectáculo reconocemos a nuestra vieja enemiga la mercancía” [1]. Muerte y violencia se convidan como productos permanentes. Dejando a un lado su propia grieta, los grandes medios conforman una voz coral que repite testimonios, preguntas y análisis. Saturando la pantalla con las mismas imágenes, se intenta conformar un público cautivo del último detalle, la última foto, el último testimonio.
En esa vorágine noticiosa diaria aparece, imprevistamente, un video de Máximo Thomsen golpeando, furioso, una bolsa de boxeo. El archivo no forma parte de la causa. Eso no impide que ocupe, de inmediato, la portada de todos los medios. El espectáculo reclama seguir. La búsqueda de rentabilidad en esta rama de la industria no repara en detalles.
Enero, tiempo de pocas novedades, empodera la agenda mediática policial-judicial. Violencia, sangre y morbo se ofrecen como productos capaces de renovar la adhesión del público. Una suerte de tinta roja que -acrecentada en tiempos de apatía política y cansancio social- marca con constancia la línea editorial de los medios. Esa orientación supone despolitizar los acontecimientos; desgajar los hechos de explicaciones más profundas.
Punitivismo recargado
De ese repaso permanente por audios, mensajes, imágenes y palabras se alimenta la bronca masiva contra los rugbiers. De esa impunidad a la que aspiraban se nutre los sentimientos de un “castigo ejemplar” contra los asesinos.
Familiares y amigos de Fernando reclaman justicia. Esa exigencia es más que comprensible. Demandan un necesario resarcimiento por un daño irreparable.
Pero la agenda de los grupos mediáticos trabaja con otros fines; instrumentaliza políticamente esa exigencia. No se trata ya de garantizar castigo ante un crimen particular. Se apunta a la imposición de normas más duras sobre el conjunto social. El punitivismo gana voceros.
Muchos de quienes diariamente avivan los fuegos del odio de clase -con las antorchas apuntando a los pibes que se ven, sienten y viven como Fernando- buscan expiar culpas, limpiar los "excesos" intolerables para su público. Son, en muchos casos, los mismos que reiteran a gritos el reclamo contra la "inseguridad" y hacen de la estigmatización a los pobres una labor cotidiana.
Los dardos se apuntan contra la juventud. Un editorialista de Clarín afirma que “no son nuevas las peleas en los boliches, adentro y afuera. Corren el alcohol y otros desinhibidores, hace calor, la gente se apretuja, el sexo ronda y despierta testosteronas. Lo terrible, justamente, es que pase el tiempo y nada cambie. O sí, pero para peor: las peleas son más violentas, en consonancia con una sociedad ídem”.
Aquí “la sociedad” es una abstracción, un ente intangible. La responsabilidad concreta por la violencia recae sobre los jóvenes, sus consumos y su corporalidad. Operando a gran escala, el bombardeo mediático empuja el sentido común hacia la regimentación de la juventud, hacia la punición. Acompañando la estigmatización, las pantallas se llenan de “otras” muchas peleas juveniles a lo largo de la geografía nacional.
En esos grandes medios, la reclusión perpetua de los rugbiers es presentada como la condena ejemplificadora; como la sanción que resarcirá todas las ofensas. No hay allí intento reparador. Solo un lenguaje de castigo que propone “limpiar la sociedad” de los elementos que la “perturban”; condenarlos a una vida de encierro en condiciones brutales. La decadencia del sistema carcelario argentino resulta manifiesta. La ficción se encargó de graficarla en series emblemáticas como Tumberos o El marginal. La realidad, construyendo su propia trama, lo recuerda con cada motín que exige condiciones de detención menos deplorables. La distancia entre los hechos y la regla constitucional que propone cárceles “sanas y limpias” no puede ser más abismal.
El discurso punitivista no es novedad: emerge ante cada hecho aberrante de la realidad, presentado por los ideólogos del orden como “garantía” de disciplina futura. La mano dura reclama “cárcel o bala”; la baja de la edad de imputabilidad a números absurdos; condenas más duras para los jóvenes. Hoy, sus destinatarios son los ocho rugbiers. Pero los garantes de que nada cambie hacen una apuesta cínica: escudarse en un reclamo genuino para alimentar un caldo de odio que mañana podrá volverse contra millones.
A nivel social, esas disertaciones punitivistas no se lanzan solo contra la juventud humilde. Tienen, también, un blanco en quienes osan tomar las calles en reclamo de sus demandas. El relato, lógicamente, tiene voceros a ambos lados de la grieta política capitalista: no hay una Patricia Bullrich sin un Sergio Berni.
La violencia de la sociedad clasista
El brutal asesinato de Fernando Báez Sosa enfocó la lente en los llamados “valores” del rugby. Pero la violencia machista, la misoginia y el racismo no son inherentes a la práctica misma. No hay relación de causalidad entre las reglas del juego y el desprecio elitista que muchos rugbiers manifiestan sin culpa. Esa realidad expresa, en todo caso, una determinada fisonomía de este deporte, enraizada socialmente en los sectores que hoy mayoritariamente lo practican.
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Esa violencia machista y racista emerge como inseparable de aquella que atraviesa al conjunto de una sociedad clasista y patriarcal. El elitismo de estos rugbiers es, en parte, el elitismo de aquellos que se sienten dueños de todo en un mundo donde millones son dueños de poco y nada. Ese desprecio es inescindible de la enorme grieta económica y social que separa -cada vez más- a la enorme mayoría de la población de los sectores privilegiados. Un abismo cuantificable en la distancia entre los miles de argentinos que invaden la lujosa Punta del Este y los millones que se privan de una comida diaria.
Esa violencia que permea a una sociedad clasista no entra en el debate mediático. Centradas las cámaras en los rostros de los ocho acusados, la agenda elegida es la del punitivismo feroz; la violencia del Estado capitalista como “solución” a la violencia de la sociedad civil. Allí anida, en parte, la despolitización antes mencionada.
El discurso punitivista encuentra caldo de cultivo en cada crisis social. Emerge atado a un espíritu de orden que -carentes de solución frente a las demandas urgentes de las mayorías- ofrecen las diversas fracciones de la clase dominante. La espectacularización mediática del juicio a los rugbiers emerge como funcional a esa agenda reaccionaria.
[1] La sociedad del espectáculo.
Eduardo Castilla
Nació en Alta Gracia, Córdoba, en 1976. Veinte años después se sumó a las filas del Partido de Trabajadores Socialistas, donde sigue acumulando millas desde ese entonces. Es periodista y desde 2015 reside en la Ciudad de Buenos Aires, donde hace las veces de editor general de La Izquierda Diario.