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Red Internacional
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Opinión. L-Gante y la cumbia 420: más allá de la grieta y los usos políticos

El joven músico terminó convertido en botín de una guerra de baja intensidad. Nada resiste los embates de la Argentina polarizada.

Miércoles 7 de julio de 2021 17:04

Las calles son de tierra. Las viviendas precarias y a medio construir. La casa no tiene portón. Las imágenes quedan grabadas en la retina. Sin embargo, el fondo de General Rodríguez no se debate en los bordes de la grieta. La barriada que habita y transita Elian Valenzuela, L-Gante para millones, no entra en el radar de macristas, peronistas y kirchneristas.

Nada resiste los embates de la Argentina polarizada. El joven artista que hace cumbia 420 terminó convertido en botín de esa guerra de baja intensidad -y pobre en recursos conceptuales- que se libra entre oficialistas y opositores.

Con un ojo en las encuestas y otro en la crisis social, el kirchnerismo busca hablarle a la juventud con el lenguaje de los símbolos y de recuerdos que no son propios. Las notebooks del programa Conectar Igualdad apenas compensan los empleos precarios e inestables o la desocupación y el hambre crecientes. Para millones de jóvenes, la “década ganada” -y aún el 2015- son parte de un recuerdo lejano, del que quedan las paredes a medio levantar en muchas casas. El relato progresista, que vive en estado de persistente exasperación por la “batalla cultural”, tiene poca cabida ahí donde las condiciones sociales destacan por su dureza.

Del otro lado de la grieta, ejerciendo de vanguardia de una caotizada oposición patronal, la gran corporación mediática construye discursos y noticias al borde del delirio. Ansiosa de bloquear caminos al oficialismo, opera tiempo completo para debilitar al kirchnerismo. Intentando oponer al joven cumbiero con la vicepresidenta, desde las oficinas gerenciales llegan órdenes de crear “desmentidas” que se evaporan casi al instante. Lo importante es el golpe de efecto y el daño eventual. El periodismo de guerra no detiene su maquinaria por nimiedades como la verdad.

Sin embargo, como acaba de escribir Pablo Semán en Anfibia, algo en común existe. Para las grandes coaliciones políticas burguesas los fenómenos culturales y sociales que rodean a L-Gante son completamente opacos. En esa opacidad se delimita una mirada de clase.

De relatos y fracturas

Más allá de la grieta, se ha dicho muchas veces, está la fractura social. Esa distancia entre un abajo en permanente urgencia y un arriba que, junto a la casta política que gobierna para el gran capital, concentra a ese mismo empresariado y a fracciones de las altas clases medias.

En ese abajo, tenso y multiforme, se tejen las canciones de L-Gante. Esas que contabilizan millones de reproducciones en redes sociales y lo elevaron a mito popular entre niñes, jóvenes y adultos. Sobre esa realidad -y obturando su comprensión- se construyen los relatos y las interpretaciones.

Desde las usinas kirchneristas se construye una mitología triunfalista, con el Estado como actor estelar. Elian es L-Gante gracias la notebook del plan Conectar Igualdad. La gestión estatal emerge aquí como pretendida garante de la paridad de condiciones para enfrentar la vida. Nivelador social de las condiciones en las que la juventud enfrenta el caótico mundo actual. Allí donde había un talento en potencia, las políticas públicas colaboran ofreciendo los insumos para que el mismo se despliegue.

Pero ese relato omite las ocho horas que Elián pasaba dentro en una fábrica aspirando plástico caliente. Silencia las calles de tierra y las casas sin terminar. Excluye la pregunta por los millones de jóvenes que tuvieron acceso a una notebook y hoy pedalean horas y más horas por un salario miserable, o siguen hacinados en fábricas donde -muchas veces- se les va la vida. La interpretación anula al artista. Lo convierte casi en resultado necesario de las políticas estatales. El talento o la creatividad pasan a un lugar casi de decorado.

Al otro lado, un discurso elitista condena todo aquello que huela a intervención estatal, siempre y cuando no se trate de salvar el interés capitalista. Notebooks o tablets entran en un listado “maldito” que incluye planes, AUH y ayudas de toda índole. Anclado en las ideas clásicamente neoliberales, el relato repite el mantra gorila contra “los vagos mantenidos por el Estado”. En esa mélange, el componente racista se hace presente de inmediato: el sustantivo “negros” es sinónimo de pobreza, falta de educación, piquetes, planes y…más piquetes. Para este esquema mental, L-Gante y sus canciones son la corporización del “populismo”, de aquello que no debe ser: un joven pobre, sin secundaria completa, triunfando como fenómeno popular.

Si el primer relato construye la ilusoria imagen de un Estado que iguala posiciones sociales, el segundo extrapola al infinito el mérito individual. Ambas, construcciones discursivas e ideológicas funcionales a la continuidad del statu quo.

Identidad 420

Ser pobre y ser joven equivale a “ser negro”, a “portar rostro”, causa permanente de detención o demora por las fuerzas policiales. Objetivo siempre posible de las balas del gatillo fácil, que salen de las armas de todas las fuerzas, más allá de quien las capitanee políticamente. Ese listado de asesinatos es demasiado extenso para citarlo aquí.

El arte de Elian, nacido de su indudable talento, se crea en esas condiciones. Nace de la viva interacción entre sus experiencias personales y ese mundo de calles sin asfalto, notebooks compradas, trabajo precario o desocupación.

El recelo impostado de un Eduardo Feinmann ante las letras de las canciones expresa la tirantez cultural entre dos mundos. Allí donde el periodismo derechista se horroriza, millones de jóvenes escuchan las tensiones que cruzan sus vidas. Reconocen sus calles, sus vecinos, su infancia, sus tristezas, sus fracasos y las contadas alegrías. La masividad de L-Gante es producto de un cruce fenomenal entre ese efecto de reconocimiento y el mundo de la hiperconectividad y las redes sociales, amplificado al infinito en tiempos de pandemia y encierro.

Ejerce el efecto de potenciar un “nosotros” frente a una cultura dominante que los condena al lugar de parias, que los construye y estigmatiza como algo externo a aquello presentado como “la sociedad”. Funciona, con sus propios códigos y términos, como una frontera social, como un horizonte de autovaloración frente a una mirada profundamente clasista. "Cumbia 420 pa’ lo’ negro", repite Elian para quien quiera escuchar y sentirse incluido.

Es, también un “nosotros” impotente que, al naturalizar la explotación y opresión cotidianas, eleva a un lugar celebratorio cuestiones como el machismo, la misoginia y el consumo problemático de drogas. Ajeno a una perspectiva crítica, funciona como catalizador de un malestar persistente, sin más horizonte que vivir intensamente el día a día.

No es, vale señalarlo, la única expresión de ese malestar que recorre a la juventud plebeya. En estas tierras y más allá, hip-hop, rap y trap funcionan como vehículos de una bronca que muchas veces apunta -con justeza- a los dueños del poder político-económico y cultural.

Toda letra es política

La pregunta por el contenido de las letras de L-Gante resulta obligada. Si no la formula el autor, el lector o la lectora se sentirá obligade a hacerlo. Sin embargo, la pregunta exige ser problematizada. ¿Desde dónde se ejerce el derecho a la crítica? ¿Desde qué mirada político-ideológica? La respuesta (o las respuestas) tiene un indudable tinte político y de clase.

Desde su púlpito, la derecha -liberal o conservadora- se lanza al cuello de la cumbia o el reggaetón bajo la sagrada defensa del “orden”. “Descontrol” y “caos” se presentan como sinónimos y se asocian, casi sin esfuerzo imaginativo, a esa juventud plebeya a la que, al mismo tiempo, se exige cumplir sin quejarse los mandatos empresarios en cada lugar de trabajo.

Anclado en el relato populista, el peronismo naturaliza concepciones e ideas. Bajo una aparente defensa de la cultura popular, el progresismo suma banderas, pero objetando machismo y misoginia. Esa mirada se abstiene de preguntarse críticamente por las condiciones sociales que terminan plasmadas en las letras de las canciones. Menos aún propone transformarlas. El malmenorismo oficialista funciona como límite a cualquier imaginario de cambio social, aunque este opere en el terreno de la reforma.

Comprender las raíces sociales profundas en las que emergen determinadas expresiones artísticas no significa leerlas acríticamente. La misoginia, el machismo, la xenofobia o el racismo son tan parte de la letra de las canciones como de la existencia misma. Se ejercen desde el poder estatal, los grandes medios y figuras representativas del poder político y económico. Se institucionalizan y se reglan legalmente. Acompañan a cada quien casi desde la cuna. Imposible excluirlas de la cultura, el arte y la música sin dejarlas atrás en la vida. Imposible hacer esto en un sistema que se asienta, por definición, en la explotación y la opresión.

El arte, por sí solo, no puede cambiar el mundo: las “batallas culturales” son inseparables de combates materiales -políticos, sociales y de clase- para trastocar las bases de un orden social que condena a una vida miserable a inmensos contingentes humanos. Solo una política revolucionaria que se proponga cambiar de raíz esas condiciones de opresión y explotación puede abrir el camino a un arte y una cultura más libres y más plenos. No solo en sus contenidos sino, también, en el de su amplitud y alcance. Para que el arte o la posibilidad de componer y crear no sean un privilegio o estén atados al talento individual. Para que estén al alcance de la mano de todes.


Eduardo Castilla

Nació en Alta Gracia, Córdoba, en 1976. Veinte años después se sumó a las filas del Partido de Trabajadores Socialistas, donde sigue acumulando millas desde ese entonces. Es periodista y desde 2015 reside en la Ciudad de Buenos Aires, donde hace las veces de editor general de La Izquierda Diario.

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