Jueves 20 de noviembre de 2014
El jueves 13 de noviembre, la fuerte movilización de los trabajadores estatales de la ciudad de Buenos Aires y las organizaciones que, como CORREPI, Nora Cortiñas y Elia Espen de Madres de Plaza de Mayo, el Frente Popular Darío Santillán, el CeProDH, los acompañamos, se coronó con otro triunfo popular. Mariano “Maro” Skliar, Delegado General de la Junta Interna de ATE en Promoción Social y Humberto “Pitu” Rodríguez, Secretario Gral. Adjunto de ATE Capital, fueron absueltos en el juicio iniciado como represalia de una movilización en el marco de un plan de lucha a fines de 2012.
En una sala de audiencias rebosante de militancia, los compañeros hicieron el mejor uso de su derecho a decir algo antes de que el juez diera a conocer la sentencia. Pitu Rodríguez reseñó el conflicto y remarcó el carácter político del proceso, formalmente presentado como una interrupción del servicio de transporte del Metrobús de la Av. 9 de Julio. Reivindicó la lucha, que logró resolver parcialmente algunos de los reclamos.
El compañero Maro, a su turno, desnudó con enorme lucidez la función disciplinadora del sistema penal y su condición de garante de la legitimidad del sistema. Mostró, ejemplo tras ejemplo, cómo jueces y fiscales actúan de distinta manera, según la orientación que les provee la defensa de sus intereses de clase.
A partir de las palabras de la propia fiscal de la causa, que en su alegato sostuvo que su función era “recortar”, del conjunto de los hechos sucedidos, por legítimos que fueran, aquel tramo en que “se cometió una acción típica, antijurídica y culpable”, el compañero demostró cómo ese “recorte” expresa aquellos intereses de la manera más cruda, y se contrapone con la forma en que el mismo ministerio público, en tanto órgano estatal, selecciona unos imputados sobre otros, para sistemáticamente garantizar la impunidad de los represores y sus mandantes.
Con ejemplos concretos, desde Luciano Arruga al Triple Crimen de Rosario; o el Tano Nardulli y Diosnel Pérez, en contraposición a los policías que fusilaron en el Parque Indoamericano, el compañero desgranó un análisis del carácter de clase de la justicia y del rol del estado como órgano de opresión de la clase dominante que arrancó aplausos del público, y motivó al juez, antes de absolverlos, de tratar infructuosamente de contestarle, con generalidades propias de un profesor mediocre de instrucción cívica.
No menos significativos fueron los argumentos del magistrado para la solución liberatoria. Su exposición, después de fundar que sin dudas para él se trató de un hecho punible como contravención, fue una retahíla de disculpas y excusas hacia arriba, y de reproches para la policía y el fiscal de instrucción, a los que responsabilizó por no haberle provisto más elementos para poder afirmar la responsabilidad de los compañeros, a los que, en ese caso, hubiera querido condenar.
El juez se sintió, también, obligado a responder al planteo de que esta causa, como más de 6.000 a lo largo y ancho del país, responden a una política deliberada de criminalización de la protesta. Para retrucarlo, el decidor de la ley estrenó un extraordinario criterio: “No hay que confundir criminalización de la protesta con la contravencionalización”, largó de un saque y sin que se trabara la lengua. Practicado, por lo menos.
Las faltas y contravenciones penan como si fueran delitos, con penas de prisión, multa y trabajos de utilidad pública, conductas que no son delitos, y, por lo tanto, excluidas del código penal y de las leyes penales especiales. Son figuras descriptas de modo impreciso, tipos abiertos (“el que promoviere desorden...”), situaciones de peligrosidad sin delito, derecho penal de autor, periódicamente adecuadas a las necesidades represivas del sistema.
Por décadas hemos visto, a diario, funcionar el sistema contravencional como herramienta de control social en canchas de fútbol, en recitales de rock, en manifestaciones de protesta o respecto de quienes ganan su sustento en la vía pública, conjunta o alternativamente a la detención para averiguar antecedentes, con la que constituye el eficaz instrumento de opresión para aquellos que no pueden ser alcanzados por el sistema penal formal. Ahora, gracias a la franqueza del señor juez, lo vemos en su máximo esplendor como herramienta que busca el disciplinamiento de los trabajadores organizados.
Esta verdad tan evidente yace oculta tras el aparente debate “técnico”, que parte de la falacia de que hay alguna posibilidad de que la disciplina del derecho permita un análisis neutral, desideologizado y científicamente “puro” de las instituciones y formas jurídicas. Quienes conciben el orden jurídico normativo de un estado capitalista como la herramienta legitimadora de la supervivencia y profundización del orden social existente, están obligados a ver a través del tupido velo de las formas jurídicas para advertir que éstas sólo existen para regular las relaciones entre las clases sociales, siempre a favor de la clase dominante que las impuso.
Pero el 13 de noviembre, entre las palabras de los compañeros, y la movilización en la calle, quedó claro, una vez más, que podemos apoyarnos en nuestras propias fuerzas, y podemos defender a los compañeros represaliados adentro, pero sobre todo afuera de los tribunales, y que cada absolución es un triunfo que arrancamos a contrapelo de la voluntad de jueces y fiscales, que no garantizan otra cosa más que los privilegios de los que mandan.