El ambicioso plan de infraestructura de Biden está frenado en el Senado, desnudando la profunda crisis que divide a la clase dominante norteamericana.
Jueves 24 de junio de 2021 23:16
Mandel Ngan/AFP
Pasaron casi tres meses desde que el presidente estadounidense Joe Biden esbozó su propuesta de inversión en infraestructuras y empleo de 2 billones de dólares, y todavía no llegó al Congreso ni una ley relacionada. Mientras tanto, las negociaciones con los republicanos redujeron el presupuesto original a menos de la mitad. Esto contrasta con la rápida aprobación del Plan de Rescate Estadounidense de 1,9 billones de dólares en marzo, que parecía señalar un cambio en las prioridades políticas de Estados Unidos. Sin embargo, la incapacidad de Biden para aprobar rápidamente cualquier otro proyecto de ley de gastos -tras la mayor recesión económica desde la Gran Depresión en los 30s- revela dos puntos importantes.
En primer lugar, la clase dirigente norteamericana sigue dividida sobre cómo responder a las crisis económicas y sociales que afronta el país. En segundo lugar, los elementos de la crisis orgánica en curso no se resolvieron con la salida del presidente Trump, la recuperación económica en curso o el fuerte descenso de nuevos casos de Coronavirus desde enero. El debate sobre la infraestructura, de hecho, muestra una vez más que la clase dominante no puede resolver las contradicciones del capitalismo. Es una imposibilidad.
El Plan de Empleo Norteamericano -o el programa de infraestructuras, como suele llamarse- tiene como objetivo explícito apoyar la actual competencia económica y política de Estados Unidos con China (invirtiendo masivamente en la fabricación y la investigación de Estados Unidos), y más implícitamente, restaurar la legitimidad de Estados Unidos en su propio territorio (invirtiendo en servicios básicos, como el cuidado de los niños, la educación y la vivienda, que han sido descuidados durante décadas).
Esta inyección de dinero, en ambos casos, también está claramente orientado a señalar al mundo, particularmente a los aliados de Estados Unidos entre las naciones del G7 y la OTAN, que Trump fue una aberración, y que están de vuelta y mejor que nunca. El hecho de que el proyecto de ley se enfrente a una oposición tan dura por parte de los congresistas conservadores, que históricamente apoyaron las ayudas a las empresas y una política exterior agresiva, muestra la profundidad de la actual crisis política del país, que perdió gran parte de su prestigio mundial y su influencia económica y política desde, al menos, la crisis financiera de 2008.
Mientras que Biden y su partido parecen haber asumido el hecho de que restaurar la hegemonía y la legitimidad de Estados Unidos requiere, al menos a corto plazo, replantear la economía de la austeridad y el neoliberalismo, los republicanos siguen comprometidos con un programa de mercados no regulados, impuestos bajos y gasto limitado (con la excepción del exorbitante presupuesto militar y los salvatajes a las empresas).
La mayoría de los demócratas apoyan con entusiasmo el conjunto de inversiones y cambios propuestos en el código fiscal, incluido un aumento del 7% en el tipo máximo del impuesto de sociedades. Por su parte los republicanos -a pesar de su condición de minoría en ambas cámaras- pasaron a la ofensiva y ya consiguieron reducir a la mitad la propuesta original. De hecho, el acuerdo más reciente, alcanzado por un grupo de 21 republicanos y demócratas, propone utilizar cientos de miles de millones de ingresos no gastados de los dos últimos proyectos de ley de alivio de Covid, reduciendo así la cantidad real de nuevo gasto a sólo 579.000 millones de dólares en ocho años. Esto supondría algo más de 70.000 millones de dólares al año, una cantidad equivalente a una décima parte del presupuesto anual de defensa, que es de 714.000 millones de dólares, sin tener en cuenta, por supuesto, la inflación resultante.
En respuesta, los demócratas, liderados en parte por el presidente del Comité Presupuestario del Senado, Bernie Sanders, prometieron presentar su propio proyecto para llevar al Congreso todas las propuestas originales del plan, se llegue o no a un acuerdo de compromiso con los republicanos. Esta amenaza incluye el uso del mismo proceso de reconciliación presupuestaria que emplearon para aprobar el primer paquete de estímulo en marzo.
Esta propuesta, sin embargo, es en realidad poco más que una bravuconada. Los demócratas claramente no tienen los votos incluso dentro de su propio partido para lograrlo, y miembros clave del senado están incómodos con la forma en que el proceso de reconciliación desafiaría la "santidad" del llamado filibuster, una maniobra que permite dilatar o directamente impedir la votación de una ley dando discursos interminables.
De todos modos, una parte de los demócratas del Senado se niegan a aprobar cualquier legislación sin algún nivel de apoyo bipartidista. El filibuster se puede evitar contando con 60 votos (de 100 totales), lo que se ha convertido en el umbral para pasar cualquier nueva legislación. Esto ha hecho que los demócratas no puedan aprobar ninguna nueva ley sin al menos nueve o diez votos republicanos.
Los republicanos, por su parte, parecen unificados en sus ambiciones de despojar al plan de la mayoría o de todas sus propuestas más progresistas, incluyendo el ya limitado gasto en educación y vivienda. Mientras tanto, los senadores demócratas Joe Manchin y Kyrsten Sinema expresaron fuertes dudas sobre el alcance de las propuestas, así como su falta de voluntad para poner fin al altamente antidemocrático filibuster. Esto los pone efectivamente del lado republicano ya que son los que impiden que las propuestas de ley avancen, y le dan a los demócratas un chivo expiatorio para explicar el fracaso de sus políticas.
Aunque está claro que tanto Sinema como Manchin han adoptado el papel de “villano” -es decir, el o los miembros del Partido Demócrata con los que se puede contar para acabar con cualquier propuesta demasiado progresista que parezca estar cerca de ser aprobada -, no tiene mucho sentido culparles sólo a ellos de la incapacidad de su partido para hacer lo que dice querer hacer. Mientras que hay muchos en el Partido Demócrata, incluyendo quizás al propio Biden, que piensan que pueden y deben gastar más para salir de la crisis, hay, sin duda, muchos otros que están contentos de ver el proyecto de ley reducido a la mitad y estancado.
El Partido Demócrata, después de todo, siempre ha sido el segundo partido, y en muchos sentidos el más competente, del capital y del imperialismo estadounidense. Aunque el plan de empleo de Biden, tal como se propuso originalmente, ofrecería alguna ayuda limitada a los trabajadores, su objetivo principal sigue siendo abordar el declive de la hegemonía estadounidense y la creciente guerra fría con China. Como Biden dejó claro cuando presentó originalmente la propuesta en marzo, el Plan de Empleo Norteamericano es principalmente un intento de "posicionar a Estados Unidos para superar a China". Este descarado ruido de sables sugiere que la guerra económica con China va mucho más allá de quién puede fabricar más semiconductores, sino que es, en muchos sentidos, una competición por el dominio mundial. En este sentido, no es descartable que el gobierno de Biden considere la nueva guerra fría con China como una oportunidad para una política imperial más robusta, como forma de terminar con el bajo crecimiento económico de Estados Unidos desde 2008.
Sin embargo, incluso si todas las propuestas originales de Biden se aprobaran sin cambios, el limitado gasto social del plan no alcanza siquiera para empezar a abordar las necesidades reales de los trabajadores después de la pandemia y de tantas décadas de abandono. Por ejemplo, el gasto propuesto en vivienda pública, que los republicanos dicen que no está relacionado con la infraestructura, no es -como explicó la demócrata progresista Alexandria Ocasio-Cortez- ni siquiera suficiente para adecuar las viviendas actuales de la ciudad de Nueva York, y mucho menos para crear nuevas en cualquier lugar de Estados Unidos. El gasto en educación es igualmente insuficiente para abordar el estado de ruina de la mayoría de las escuelas públicas.
Y aunque algunos expertos han afirmado que el plan de empleo es también un plan climático, en realidad hace muy poco para abordar la catástrofe climática de una manera remotamente significativa, confiando en gran medida en los mecanismos de mercado como los subsidios para los vehículos eléctricos y las empresas privadas de energía, mientras que no ofrece casi nada para reducir el uso individual del automóvil o aumentar el transporte público. Además, la propuesta incluye enormes subsidios a empresas que los trabajadores deberían rechazar abiertamente. Entre ellas se incluyen transferencias a gigantes de los vehículos eléctricos altamente rentables como Tesla, y cientos de miles de millones de inversión directa en la fabricación e investigación de semiconductores, financiación que esencialmente subvencionaría los costes de inversión de empresas que ganaron miles de millones sólo el año pasado.
Aunque está claro que el plan de recuperación económica de la administración Biden, incluido el plan de empleo, implica una alejamiento de las políticas del neoliberalismo, sus propuestas de gasto -destinadas en gran parte a evitar los disturbios masivos y a restaurar la legitimidad de Estados Unidos- son en realidad poco más que un intento de ganar tiempo para encontrar un nuevo equilibrio. Pero ese nuevo equilibrio está resultando cada vez más difícil de alcanzar. El hecho de que incluso estas propuestas relativamente modestas para salvar al capitalismo de sí mismo se hayan encontrado con la obstrucción y la abierta hostilidad de sectores de la clase dominante, que se aferra a sus beneficios a corto plazo, es otro ejemplo de la profundidad de la larga crisis que ha engullido a la economía estadounidense desde al menos 2008.
Como siempre, es el pueblo trabajador el que deberá soportar el peso de cualquier recuperación a corto plazo, y es el pueblo trabajador el que debe organizarse para poner fin a la locura de un sistema construido sobre la explotación y la anarquía económica.
James Dennis Hoff
Escritor, educador y activista, Universidad de Nueva York.