Después de casi dos meses y medio de silencio nuclear el régimen norcoreano presentó a sociedad su más reciente adquisición en misiles balísticos: se trata del llamado Hwasong-15, que puso por primera vez al territorio continental de Estados Unidos, con Washington y Nueva York incluidas, al alcance de las armas de Pyongyang.
Sábado 2 de diciembre de 2017
Fotografía: EFE-KCNA/EPA
Con el correr de los días crecen las especulaciones sobre el grado de desarrollo que ha alcanzado el programa nuclear de Corea del Norte. Algunos analistas militares sostienen que este misil aún no estaría en condiciones de portar armas nucleares, aunque todos coinciden en señalar que con este avance, esa capacidad estaría al alcance de la mano. En ese sentido Kim Jong-un puede darse por satisfecho porque ese era justamente el mensaje principal que quería dar.
Aunque no necesariamente las pruebas armamentísticas del régimen norcoreano responden de manera exclusiva a las amenazas de Donald Trump –entra en consideración también el desarrollo del programa nuclear-, su tempo tiene un claro sentido de la oportunidad política.
Tras la detonación de una bomba de hidrógeno a mediados de septiembre, los dos largos meses de abstinencia no fueron casuales: Kim permitió que tanto el Congreso del Partido Comunista Chino como la reunión de Trump con Xi Jinping de principios de noviembre transcurrieran sin incidentes. Pero nunca es aconsejable confundir táctica con estrategia. Y la del líder norcoreano pasa por aferrarse al armamento nuclear en primer lugar para garantizar su supervivencia y, quizás, para salir de paria, por más paradójico que esto parezca.
La escalada norteamericana tampoco se detuvo. En la misma semana Trump volvió a incluir a Corea del Norte en la lista negra de los estados que patrocinan el terrorismo internacional (de la que lo había sacado Bush en 2008), fustigó por tuiter al presidente chino por no hacer lo suficiente para obligar a su aliado a abandonar el programa nuclear, anunció nuevos ejercicios militares ofensivos con Corea del Sur, y de paso maltrató a Kim, esta vez lo llamó “perrito enfermo”.
Las tensiones entre Estados Unidos y Corea del Norte están alcanzando su punto más alto en las últimas décadas. Las probabilidades de que ocurra un conflicto militar se han incrementado en las pasadas semanas, aunque el altísimo costo de una guerra –nuclear o convencional- que afectaría directamente a aliados de Estados Unidos, como Corea del Sur y Japón, e involucraría inmediatamente a potencias como China y Rusia, hacen que, por ahora, esta no sea la primera elección en el menú de opciones de la Casa Blanca.
A decir verdad, Trump enfrenta una situación dilemática: o acepta que Corea del Norte se ha transformado en un estado nuclear o busca destruir o retrasar el desarrollo de armamento nuclear. Esta viene siendo la posición incómoda de Washington de los últimos años. La diferencia ahora es que empieza a cundir un sentido de la urgencia. Con la posibilidad de que Kim se haga de esta capacidad nuclear en los próximos 18 meses se abre un interregno peligroso en el que la presión de los halcones de la administración Trump, empezando quizás por el propio presidente, decidan actuar antes de aceptar el hecho consumado, lo que implicaría encontrar medios más efectivos que la combinación actual de sanciones económicas, presión sobre China y diplomacia. Según un columnista de New York Times, por estos días la estimación probabilística de guerra “oscila entre el 15 y el 50%. En la lógica de los guerreristas, es prácticamente imposible quitarle el armamento nuclear a un estado que ya lo ha desarrollado. Y consideran más manejable el riesgo de una acción militar que alentar la percepción de que Estados Unidos es un “tigre de papel” con un enorme poderío militar constreñido por límites geopolíticos.
La voz cantante de los halcones fue Nikki Haley, embajadora norteamericana ante las Naciones Unidas y estrella en ascenso de la administración Trump. En la sesión de emergencia del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas intimó a China a suspender las exportaciones de combustible a Corea del Norte (si no, Estados Unidos “tomaría la situación del combustible en sus propias manos”, dijo). Y declaró que su gobierno no busca la guerra, pero “si la guerra viene, no se equivoquen, el régimen norcoreano será destruido”.
La pregunta del millón es si esta guerra de palabras terminará en otro bluff de la errática política exterior de Trump, como sostiene gran parte de los analistas, o si,por el contrario, es el preámbulo de algún tipo de intervención militar aunque esta parezca la opción menos probable.
Más allá de las especulaciones lo cierto es que hoy la península coreana es el emergente de una situación geopolítica pos crisis de 2008 que empieza a tender hacia los extremos.
De la “paciencia estratégica” al “fuego y la furia”
Desde que se inauguró la presidencia Trump el conflicto entre Estados Unidos y la República Democrática Popular de Corea ha ido increscendo. Algunos analistas definen la situación como una “crisis de los misiles con Cuba en cámara lenta”, una analogía discutible sobre todo porque visto retrospectivamente, la Unión Soviética fue un factor de estabilidad del orden de la posguerra, mientras que China hoy no puede garantizar ese grado de control sobre el régimen norcoreano.
En los últimos meses Kim Jong-un aceleró la agenda de pruebas misilísticas y nucleares. Desde que sucedió a su padre en 2011, un supervisó cuatro de las seis pruebas nucleares exitosas y decenas de lanzamientos de misiles, el de más alto impacto fue Hwasong-15. Además de sus cargas letales, estas bombas son portadoras de mensajes políticos que tienen como destinatarios a Estados Unidos y los vecinos ricos y poderosos de Corea del Norte: Corea del Sur, Japón y sobre todo China.
El gobierno de Trump viene respondiendo con un aumento de la presión y el aislamiento internacional del régimen norcoreano. Impulsó un endurecimiento de las sanciones económicas en las Naciones Unidas yha impuesto otras de forma unilateral. Además, reforzó los ejercicios militares conjuntos con Corea del Sur, que como se sabe, son una exhibición anual de la capacidad de destrucción (¿disuasión?) con un ojo puesto en “Rocket man”, como apodó Kim, y otro en China. Pero como se sabe, la táctica del aislamiento no tiene mayor impacto en la economía norcoreana, que en un 90% depende de China. Por eso, para Estados Unidos Corea del Norte es un medio mientras que el fin es arrancarle concesiones al gobierno chino, amenazando a sus bancos y empresas con represalias si Beijing no pone en caja a su aliado díscolo.
En última instancia, la crisis en el noreste asiático no es de factura de la administración Trump, aunque es indudable que el magnate ha acelerado los ritmos de su desarrollo. El antecedente más inmediato es el “pivote hacia el Asia” de Obama, una política de militarización y presión de largo plazo bajo la etiqueta naïf de “paciencia estratégica”. Pero en realidad es uno de los conflictos geopolíticos más antiguos, por el que Estados Unidos fue a una guerra entre 1950 y 1953, su primera aventura militar costosa y fallida en Asia. La segunda, como se sabe, fue la guerra de Vietnam. Solo que este conflicto se ha resignificado tras el fin de la guerra fría, el ascenso de China a segunda economía mundial y la decadencia hegemónica norteamericana que la crisis actual deja en evidencia, ya que una de las lecciones de las guerras de Irak y Afganistán es que no hay posibilidades de que Estados Unidos dé una muestra categórica de fortaleza sin que queden expuestos, a la vez, los límites de esa fortaleza.
Escenarios malos y peores
Según algunos analistas, la política exterior de Trump es una reedición de la llamada “Madman theory” empleada por Richard Nixon a comienzos de la década de 1970 para forzar una negociación y poner fin a la guerra de Vietnam. Esta seudo doctrina se basa en la idea poco sofisticada de “hacerse el loco”, es decir, mostrarse como un líder absolutamente impredecible y capaz de todo para disuadir a los enemigos de pasar al acto contra los intereses de Estados Unidos y sus aliados.
El problema es que esta estrategia no funcionó para Nixon, y tampoco está funcionando para Trump. Lo que deja a la presidencia norteamericana ante una serie de malas opciones que están profundizando las divisiones en la Casa Blanca y en el propio partido republicano. Mientras que ciertos sectores del gobierno y del aparato militar hablan nuevamente el lenguaje de la “guerra preventiva” y se hacen eco del guerrerismo de presidente, otros como el –por ahora- Secretario de Estado R. Tillerson o el secretario de Defensa Jim Mattis, parecen adherir a la política tradicional de diplomacia coercitiva.
Es indudable que en la ecuación de poder de Washington la palabra de orden la tienen los militares, que son la base de apoyo fundamental para un gobierno bonapartista débil, que ha emergido como producto de las tendencias a la “crisis orgánica” expresadas en una fuerte polarización social y política y una fractura profunda del aparato estatal y la clase dominante.
La situación es tan crítica que el senador republicano Bob Corker que preside la Comisión de Política Exterior del Senado, acusó a Trump poner al país “en la senda de la Tercera Guerra Mundial” y puso en duda sus funciones mentales.
Estas divisiones en el establishment político surgen de un dilema aparentemente irresoluble, ya que Estados Unidos, por ahora, no está dispuesto a admitir a Corea del Norte al club selecto de países con armamento nuclear y tampoco a arriesgarse a una guerra para evitarlo.
La encerrona del gobierno de Trump es que actuar aparece tan peligroso como no hacerlo y deberá elegir no la opción mejor sino la menos peor.
El riesgo de una aventura militar es virtualmente incalculable. Una guerra con Corea del Norte dejaría expuestos a unos 10 millones de habitantes de Seúl y sus alrededores, 38 millones en Japón y varios miles de soldados y personal norteamericano desplegado en esos países a los ataques inmediatos del Norte, ya sean convencionales o nucleares. Según los modelos desarrollados por el Pentágono y algunos think tanks militares, que la cuenta burocrática de muertos podría ascender a 20.000 por día en una guerra convencional, y a cientos de miles (algunos se estiran hasta 2 millones) en caso de que se usaran armas nucleares.
La segunda variante del uso de la fuerza son los llamados ataques quirúrgicos, es decir, bombardeos limitados que tendrían como blanco las facilidades nucleares, con el objetivo ideal de destruir el arsenal nuclear y las capacidades de recrearlo, aunque la realidad plantee como buena la opción de retrasar o dificultar el desarrollo de este tipo de armamento. La mayoría de los analistas consideran que esta no es una opción buena, porque eventualmente el régimen de Kim Jong un podría sobrevivir y la dinámica lógica en un conflicto como el de Corea del Norte es el transcrecimiento del ataque limitado a la guerra abierta.
La tercera variante de intervención es la llamada “decapitación”, es decir, una acción militar de fuerzas especiales para liquidar a Kim Jong un y el liderazgo norcoreano. Tanto los ataques quirúrgicos como la “decapitación” forman parte del llamado OPLAN 5015, un diseño militar conjunto de Estados Unidos y Corea del Sur aprobado en 2015 bajo la presidencia de Obama, revelado parcialmente por algunos medios de prensa japoneses y surcoreanos a principios de este año.
Esta variante del “cambio de régimen exprés” tiene la mala prensa de las experiencias de Irak y Libia, ya que el colapso del régimen podría desencadenar una crisis humanitaria y de refugiados e incluso, aunque esto no sucediera, nada aseguraría que quien suceda a Kim sea más confiable para los intereses norteamericanos.
Ante los riesgos de que una acción militar desencadene un conflicto de envergadura “transregional”, es decir, que involucre a China y a Rusia, incluso si sus objetivos iniciales fueran de alcance limitado, la mayoría de los analistas consideran que el momento del ataque preventivo ya quedó atrás y que el escenario menos malo es insistir en la vía de la diplomacia.
La primera opción de la salida diplomática es comprometer a China a que asuma el rol de “patrón” del régimen norcoreano, por la vía de las sanciones económicas y otras medidas coercitivas.
La otra es que finalmente Estados Unidos asuma la realidad de que Corea del Norte ya se ha transformado en un país nuclear, es decir, abandone la meta irreal de conseguir la desnuclearización, y concentre sus recursos diplomáticos y militares en la contención y en evitar que siga desarrollando armamento nuclear.
En un sentido es una política similar a la que condujo al acuerdo firmado con Irán, con la diferencia de que el régimen iraní aún no ha desarrollado armas nucleares y Corea del Norte sí.
El problema que plantea esta salida que parece la más coherente es que pone en cuestión el monopolio nuclear, que tiene un valor estratégico para el poderío global de Estados Unidos. Si uno de los países más aislados y estigmatizados del mundo por parte de la principal potencia imperialista logra legitimidad para su arsenal nuclear, sin dudas alentaría a otros a seguir ese camino, perforando el paraguas del Tratado de No Proliferación Nuclear que busca preservar ese monopolio para un selecto grupo de potencias.
Las razones de los locos
La acumulación de recursos bélicos y contradicciones geopolíticas en la península coreana y el noreste de Asia crean las condiciones como para disparar un conflicto de envergadura, aunque fuera de modo accidental.
No es ningún secreto que Japón ha dejado atrás la postura pacifista impuesta tras su derrota ena Segunda Guerra Mundial y que el clima de tensión favorece al ala militarista del establishment que busca, en principio, incrementar la capacidad defensiva del país para luego avanzar en planes de expansión más ofensivos.
Moon Jae-in, el presidente liberal de Corea del Sur ganó las elecciones en mayo prometiendo retornar a alguna política de negociación con su vecino del norte. Además, uno de los ejes de su campaña fue oponerse a la instalación de la batería antimisiles norteamericana (Thaad por sus siglas en inglés) que con un objetivo defensivo de interceptar misiles disparados desde el norte del paralelo 38 apenas disimula el propósito inconfesable de tener a China dentro de su alcance.
Sin embargo, Moon abandonó lo esencial de estas promesas políticas que antagonizaban en parte con las pretensiones norteamericanas. Una vez más asumió el “realismo” de subordinarse a su aliado mayor. Su único límite parece ser evitar acciones unilaterales de Estados Unidos.
China está tratando de hacer malabarismos. Su política es desescalar, es decir, que todos retrocedan como por arte de magia. Lo que menos le conviene es que Kim le dé excusas a sus enemigos para incrementar su presencia militar. Pero el líder norcoreano ha demostrado ser un aliado incómodo dispuesto a morder la mano de quien le da de comer. Y no hay nada que Beijing pueda hacer para disciplinarlo más de lo que ya ha hecho, sin arriesgar con desatar una crisis de dimensiones en su propia frontera. Además, por supuesto, que tiene un interés especial en preservar a Corea del Norte que con sus contradicciones sigue actuando de tapón frente a políticas agresivas de Estados Unidos y sus aliados.
Este complejo juego de intereses configura un tablero geopolítico y militar inestable. Y hacen muy difícil sostener la tesis de que la única motivación de Corea del Norte es el deseo de provocar, surgido de un líder que ha perdido la razón.
Kim Jong-un encabeza un régimen dictatorial despiadado y opresor, que mantiene el delicado equilibrio arbitrando mediante premios y castigos entre diversas fracciones de los centros de poder: el ejército (de 1,2 millones de miembros sobre una población de apenas 25 millones) y la burocracia estatal que tiene como escalera de ascenso el Partido de Trabajadores. Surgido como una variante de los diversos estalinismos nacionales, ha degenerado en un régimen dinástico, justificado con una ideología nacionalista. Pero sin dudas ha conservado los métodos de las purgas de la burocracia estalinista. Según algunos informes, se calcula que ha ejecutado a 140 militares, entre ellos a su tío, además de haber ordenado el asesinato en Malasia de su medio hermano, Kim Jong-am, que mantenía muy buenas relaciones con China. La combinación de desarrollo de armamento nuclear más reformas económicas, anunciadas por Kim en el congreso del Partido de Trabajadores del año pasado (dicho sea de paso fue el primero en 30 años) le ha permitido desarrollar una base en la incipiente clase media formada fundamentalmente por los funcionarios del régimen.
Por lo tanto, el programa nuclear forma parte esencial de la ecuación de poder y de los recursos de Corea del Norte para sobrevivir. Eso lo transforma en un aspecto prácticamente innegociable –solo estuvo aparentemente en discusión durante un breve interregno, entre 1994 y 2000, coincidiendo con una política dialoguista de la administración Clinton y la peor hambruna que pasó el país.
La política de Estados Unidos ha sido históricamente de agresión. Incluso desplegó armas nucleares en Corea del Sur en 1958, violando los términos del armisticio. Esas armas tácticas luego fueron retiradas pero penden como una amenaza mucho antes de que al primer Kim se le hubiera ocurrido desarrollar armamento nuclear.
Esta agresión imperial, que sobre el hombro de Corea del Norte apunta contra China, es cuantificable en las decenas de miles de soldados y el armamento que Estados Unidos ha instalado en la región. El pivote hacia el Asia Pacífico empezó bajo la presidencia de Obama. La diferencia es que con Trump en la Casa Blanca se ha incrementado el militarismo como estrategia para contrarrestar la decadencia hegemónica de Estados Unidos y con él el riesgo de una guerra catastrófica que en principio nadie quiere.
Claudia Cinatti
Staff de la revista Estrategia Internacional, escribe en la sección Internacional de La Izquierda Diario.