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Red Internacional
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Educación. La desmotivación escolar no existe: lo que ocurre en las salas de clases es alienación

Como profesor, constantemente escucho a mis colegas quejarse de la falta de motivación escolar. Hablan de cómo los estudiantes parecen no entusiasmarse con nada, y las clases se convierten en un festival de displicencia y hastío. "Los niños ya no son como antes", repiten profesores agobiados, cumpliendo las mismas metas de siempre, sin tiempo para enfrentar los problemas de hoy. En este punto, los jefes nos hablan de didácticas modernas o, quizás, una empresa contratada nos presenta alguna idea innovadora para motivar a los estudiantes. Pero, a pesar de todo, la realidad en el aula no cambia: el sistema culpa a los profesores, y los profesores culpan a los estudiantes y sus familias. Pero, ¿Dónde radica realmente el problema?

Lunes 14 de octubre

Desde una perspectiva crítica, se ha señalado que la arquitectura de la educación poco ha cambiado desde la era industrial. Emilia Ferreiro decía que “el único avance en la educación ha sido la erradicación del castigo físico”. Y es cierto: la disposición de la sala, la ubicación del profesor, las asignaturas, las pruebas, todo se mantiene igual. Para colmo, la jornada escolar completa implementada por Frei transformó a la escuela en una guardería sobredimensionada, que retiene a los estudiantes mientras sus padres trabajan.

Hace nueve años que salí de la universidad y aún espero poner en práctica los cambios que ingenuamente imaginaba. Hoy, llegan colegas jóvenes, y es común verlos motivados, con energía y haciendo cosas. Ante esto, la reacción general es decirles “ya se te va a pasar”, como si existiera una sola realidad posible: "terminar siendo alienados por el mismo sistema que ayudamos a imponer a los estudiantes". Frente a esto, es importante nadar contra la corriente, aunque parezca que la escuela nos consume el alma. No es más que nuestra propia condición de trabajadores explotados dentro de instituciones que son una mezcla de viejas convenciones sociales, falsos progresismos y un régimen industrial que destruye la salud mental de sus trabajadores. Pero la pedagogía es mucho más que eso: no podemos resignarnos ni incitar a la juventud a que se resigne a aceptar las cosas como están.

En los peores momentos de la jornada laboral, me recargan la alegría de los niños y la posibilidad de presenciar sus logros, de ver la felicidad ante un nuevo descubrimiento. Sobre todo en los recreos, donde se permite a los estudiantes cierta libertad, aunque limitada.
Las escuelas preparan a los estudiantes para su vida laboral. En Chile, la herencia de la dictadura ha perpetuado un apartheid educativo, donde el mercado ofrece realidades distintas según el tamaño de tu billetera. Para las familias de la clase trabajadora, las experiencias significativas de aprendizaje quedan relegadas al cumplimiento de horarios, reglas de conducta y tareas repetitivas. La innovación, cuando la hay, es solo para las fotos de las autoridades.

Al igual que sus familias trabajadoras, que son condenadas a vender su tiempo de trabajo y no disfrutan del fruto de su esfuerzo, los estudiantes tampoco se ven reflejados en el producto de su trabajo. El conocimiento no les pertenece. Uno ve en el patio a estudiantes llegar con hermosas maquetas o los famosos lapbooks, y les preguntas: "Qué bonito, ¿de qué se trata?" y te responden: "¡No lo sé, el de historia me lo pidió!". El conocimiento que los estudiantes acumulan está destinado a metas que solo importan dentro del sistema educativo, sin relación con su experiencia, deseos o intereses. Así, el estudiante se convierte en un receptor pasivo, sin control ni pertenencia sobre su propio proceso educativo.
El currículum nacional es ajeno a los estudiantes porque el producto esperado no les pertenece; obedece a los intereses y decisiones arbitrarias de tecnócratas del ministerio. En la universidad te enseñan a diseñar una clase y construir un puente entre los objetivos de aprendizaje y los de la clase. Durante la vida laboral te lo evalúan en la evaluación docente y nos entregan hasta fórmulas para el diseño. Al final, el docente es responsable de que el estudiante cumpla con los estándares del currículum.

Organizamos a los estudiantes como si fueran productos en una línea de ensamblaje, pasando de curso en curso para convertirse en la futura fuerza laboral, lo que genera una desconexión con el aprendizaje real.
El contraste se hace evidente cuando un estudiante encuentra una pasión, como el deporte o el arte. Ahí, el aprender ya no es ajeno, porque disfruta directamente del fruto de su esfuerzo. Nadie impone el amor por el dibujo o la danza. Existe una elección libre que conlleva un compromiso auténtico con el desarrollo de esas habilidades. En estos espacios se forman grupos de diversas edades y experiencias en torno a un interés común.

Por eso podemos afirmar que el sistema educativo aliena tanto a estudiantes como a profesores, en un terreno inerte de aprendizaje, tan cuadrado como las salas de clases y tan impersonal como las sillas donde se sientan en silencio durante 90 minutos, de lunes a viernes, de 8 a.m. a 3 p.m. Alejados de cualquier experiencia auténtica, los estudiantes se preparan para responder entre las opciones A, B, C o D, solo para volver a casa y descubrir que lo aprendido no les es útil para la vida real.
No es extraño que los estudiantes estén pendientes de sus celulares o dibujando en sus cuadernos durante clases, intentando matar el tiempo hasta que puedan salir de la sala. Esta alienación es útil para el sistema, que busca deshumanizarnos para mantener el status quo. Pero tanto estudiantes como profesores deberían empezar a cuestionar la estructura educativa. Debemos desarrollar una pedagogía crítica, que desvele al enemigo real junto a los estudiantes y sus familias. Necesitamos empezar a hacer el ejercicio de escuchar a los estudiantes, lo que dicen y lo que hacen. Pensar su conducta más allá de si se están portando "bien". Durante años se ha apostado por la innovación didáctica, convenientemente apolítica, culpando a docentes, estudiantes y apoderados. Sin embargo, la crisis de la educación es producto del fracaso del proyecto neoliberal y la barbarie inherente al capitalismo.

Como profesor, me preocupa que los estudiantes no sean curiosos, que lean poco y comprendan menos. Me angustian las consecuencias del bullying y las peleas que se convierten en espectáculos. Sin embargo, no los culpo, porque entiendo que no hay solución sin una lucha conjunta por la educación que los movimientos estudiantiles han anhelado. Debemos combatir los elementos de anestesia social y luchar por el acceso y disfrute de la cultura, el arte y la ciencia. Es crucial terminar con el autoritarismo en las escuelas y fomentar la participación activa de docentes, estudiantes y apoderados en la decisión de qué y cómo queremos aprender. Solo así podremos recuperar la curiosidad, el interés y la creatividad que el sistema educativo intenta arrebatarnos. Debemos avanzar hacia formas de organización triestamentales que busquen gestionar las instituciones educativas de manera democrática.

La desmotivación desaparecerá cuando quienes convivimos en las aulas empecemos a escuchar el ruido de nuestras cadenas. Debemos avanzar contra la clase dominante, que, además de ser dueña de los medios de producción con los que explotan a los padres y apoderados, controla los medios de producción intelectual, reproduciendo su cultura a través de escuelas, liceos y universidades.