Una reseña comentada del ensayo Contra la distopía. La cara B de un género de masas (2021) de Francisco Martorell Campos, con la que pensaremos el papel conservador de un género que tuvo un gran potencial crítico y que hoy, quizás, nos llama al desánimo.
La distopía está de moda, otra vez. Y no es casual que reemerja la pasión por este género en estos tiempos nuestros de decadencia de un sistema que genera pandemias y nos dirige a la catástrofe medioambiental con tal de mantener la generación de beneficios para unos pocos.
Las producciones distópicas se multiplican tanto libros, cómics, videojuegos como, sobre todo, películas. Pero también las reflexiones y ensayos que piensan el género. Hoy me gustaría detenerme en una de las que me ha parecido más sugerente, que ya desde el título deja clara sus intenciones: Contra la distopía. La cara B de un género de masas (2021). Se trata del último ensayo de Francisco Martorell, también autor de Soñar de otro modo. Cómo perdimos la utopía y de qué forma recuperarla (2019), que en esta ocasión completa el círculo deteniéndose en la distopía desde una perspectiva crítica.
Este ensayo se abre con una tesis, explícita –lo cual se agradece–, y es que, a pesar de la pátina revolucionaria de algunas distopías, o de la lectura transformadora que se suele realizar, la realidad es “que las distopías potencian más la estabilidad que el cambio, que no aportan apenas nada a la consecución de los objetivos de la izquierda […]. Antes bien, contribuyen a obstaculizarlos, distorsionarlos o desprestigiarlos”. Esto no niega la ambigüedad y la contradicción de los productos culturales, que pueden vehicular elementos críticos, progresivos o de denuncia, pero según Martorell, la tendencia mayoritaria en la fase en la que nos encontramos es la de relatos distópicos que contribuyen al miedo, el conformismo, el desánimo y la pasividad. Vamos a desgranar esto un poco.
El recorrido de la narración distópica
El ensayo se divide en tres partes centrales, todas ellas salpicadas de ejemplos en los que vamos a reencontrar o descubrir narraciones distópicas como para leer y ver durante años, así que, si eres fan del género, un motivo más para leer el libro. En la primera parte reflexiona sobre este auge actual de la distopía, la segunda se detiene en despiezar y clasificar diferentes formas de distopía y la tercera recoge 10 críticas centrales a la deriva de este género.
A la afirmación del auge de la distopía acrítica nos lleva desde un recorrido histórico que explica varios momentos de impulso de la narración distópica. Un primer momento sería el de los antimodernos del XIX, la Primera Guerra Mundial y la Gran Depresión suponen otro impulso, pero cuando la distopía adelanta a la utopía por la derecha es tras la Segunda Guerra Mundial cuando la discusión del día estaba en totalitarismos, bombas atómicas, genocidios…
Sin embargo, hay otro episodio histórico de especial interés que Martorell menciona, señalado por la caída del muro de Berlín en 1989:
… los escombros taponaron el horizonte utópico socialista que había conferido esperanza a millones de personas. Esperanza, a decir verdad, que llegaba menguada a causa de la larga secuencia de desengaños estrenada con la naturaleza totalitaria de la Unión Soviética y prorrogada por la represión de la Primavera de Praga, las matanzas de la revolución Cultural y el genocidio de Camboya.
Evidentemente la caída de la URSS y la entrada de lleno del bloque soviético en la esfera capitalista supuso el fin de un “horizonte utópico”, el cual ya venía más que desgastado bajo la bota estalinista. He aquí dos batallas a dar para recuperar nuestra capacidad de soñar y luchar por un mundo nuevo, añado, volver a hacer nuestra la perspectiva emancipatoria superadora del capitalismo y separar la tradición revolucionaria de la distorsión y traición que menciona Martorell en esta cita. Una separación y superación que es, desde luego, cada vez más cercana y factible, en la medida en que los aparatos herederos del estalinismo se han ido erosionando, devaluando y perdiendo hegemonía sobre la clase trabajadora.
En cualquier caso, esta falta de alternativa que aparentemente certificaba la caída de la URSS inaugura toda una época de “fin de la historia”, como afirmaba Fukuyama, un “No hay alternativa al capitalismo” que permeó y continúa en parte permeando las producciones culturales, capaces de imaginar las más variadas catástrofes, apocalipsis y distopías, pero no el fin del capitalismo, como explican Mark Fisher (“Realismo capitalista”) o Fredric Jameson en varios textos. Una falta de alternativa que el neoliberalismo vino a hacer doctrina a partir de los años 70 del pasado siglo XX.
El miedo como impulso desmovilizador: no hay alternativa
Así llegamos a la actualidad, donde la distopía no es ya solo una moda, sino un espíritu de época, ya que se habría dado lo que Martorell llama una “distopización de nuestra cultura”. El miedo, que siempre fue una herramienta de control, hoy se estaría diversificando en peligros reales e imaginarios que permean todo. Aquí menciona la imposición de una agenda durante la pandemia de la COVID, que abre la puerta a una doctrina del Shock permanente desde la que limitar las libertades en nombre de la seguridad, en este caso sanitaria. Así, “la distopía no surgirá del coronavirus, sino de las ordenanzas gubernamentales que aseguran combatirlo en aras de la salud pública y la seguridad nacional”, y añade el ejemplo de la película V de Vendetta (2005) o la serie La valla (2020).
Este miedo que ha ido poblando nuestras vidas, que también es exacerbado por las narraciones distópicas, podría provocar no obstante una respuesta en clave de lucha o al menos resistencia. Sin embargo, como explica Martorell, la despolitización del miedo “comporta que los conflictos y sinsabores sean vividos como contrariedades privadas que requieren soluciones privadas”.
Creo que esta es una de las claves para pensar las películas o novelas distópicas actuales. Por una parte, suelen desarrollarse en términos de individuos, elegidos, héroes que luchan contra la adversidad, casi siempre movidos por cuestiones personales –sino directamente por el amor de ESA persona–, que dependen de sus propias capacidades personales y expresan una salida, a su vez, individual. Es decir, se refuerza profundamente el discurso del esfuerzo individual e incluso se sitúa la amenaza en los otros, en lugar de plantearse en ellos una salida común. Pero además, añadiré una segunda cuestión: hay toda una serie de distopías que no explican el origen de la decadencia o catástrofe, no hay causa, no hay culpable –en todo caso la humanidad o la sociedad de conjunto, que ha perdido capacidad de empatía o solidaridad, dominada por el egoísmo o en el mejor de los casos una casta política sin ética, como en No mires arriba (2021), que no sabe responder a lo que es una crisis sin culpables, la llegada del meteorito–, la catástrofe es sobrevenida, natural y, desde luego, inevitable. Esto, que nos puede recordar al relato durante el estallido de la pandemia en el que se trataba (y se trata) como un fenómeno natural y se omite el detalle de la producción y distribución capitalista que lo generó, nos lleva a no ver solución posible. Si no hay causa ni principio, no hay salida. Terrorífico.
Desde esta perspectiva, sin salida, sin alternativa, en clave individual de supervivencia, la distopía, más mainstream que nunca –y aquí regresamos a Martorell– habría perdido su elemento crítico, para quedarse en un reforzamiento del conformismo o el conservadurismo: “virgencita, que me quede como estoy”.
Esta machacona repetición de la inexistencia de alternativa, o al menos alternativa deseable si tenemos en cuenta que las pocas distopías que recogen algo parecido a una sustitución del capitalismo suelen representar sociedades bastante poco apetecibles, nos construye como sujetos pasivos, derrotados. Martorell llega a afirmar que “los jóvenes no perciben nada inquietante en la falta de alternativas políticas al régimen reinante”. No voy a negar que el horizonte de lo imaginable está muy limitado para las nuevas generaciones que no han vivido más que capitalismo, en cuyos temarios educativos desaparecen o se tergiversan las revoluciones triunfantes, de la misma manera que en los productos culturales que consumen, además plagados de distopías pesimistas. Pero llevaré un poco la contraria a Martorell para romper una lanza en favor de las nuevas generaciones, que también han vivido en un capitalismo en crisis toda su vida, que se han organizado y han salido a cuestionar el sistema cada 8M, en el movimiento climático, que han protagonizado rebeliones como la chilena y que aún, afortunadamente, tienen mucho por cuestionar y por luchar. A pesar de las distopías que les ofrecemos.
Distopías desfasadas, contrarrevolucionarias, tecnodistopías y de la realidad virtual
Vamos con otra de las críticas que realiza Martorell a ciertas distopías que merece la pena destacar. Se trata de los relatos distópicos que sufren lo que denomina el “desfase temporal orwelliano” y ponen hoy en el centro el peligro de los Estados totalitarios olvidándose del peligro del neoliberalismo de las democracias capitalistas, que queda como el ideal implícito. El mecanismo sería “teatralizar las bajezas de Estados totalitarios de ascendencia socialista con la intención de emitir encendidas apologías del individualismo irreflexivo, nutriente ideológico del capitalismo, doctrina incuestionada y transversal”. Pensamos en la última entrega de Los juegos del hambre (2015). Se machaca un mensaje de que no se puede tener igualdad sin totalitarismo ni colectividad sin estandarización y que cualquier superación del sistema actual acabaría en un ataque intolerable a nuestra individualidad (como si tuviéramos libertad individual ni de ningún otro tipo cuando no llegamos a final de mes… la libertad de morirnos de hambre si no queremos trabajar tenemos en este capitalismo nuestro).
Desde mi punto de vista, relatos distópicos como los que realiza Orwell en 1984 o desde una alegoría en Rebelión en la granja jugaron y juegan un papel más que necesario políticamente al denunciar el totalitarismo de la burocracia estalinista que se apoderó de la URSS y no tienen nada que ver con las distopías totalitarias desfasadas de las que habla el autor. Sin embargo, poner hoy en el acento en ese totalitarismo ligado a un imaginario “comunista” no puede ser más pernicioso. Encierra una doble operación ideológica, por una parte, como indica Martorell, la democracia capitalista neoliberal queda fuera de toda crítica y además se lee como la alternativa que nos salva de ese totalitarismo. Pero por otra parte ese totalitarismo queda habitualmente unido a cualquier alternativa al capitalismo y especialmente al comunismo. Así, se trata de construir un apego al sistema capitalista y un temor ante lo que no es sino una caricatura del comunismo, que poco tiene que ver con esa uniformidad, miseria y control que, si me lo permitís, a mí me recuerda más a la de una fábrica capitalista o un barrio pobre cuyos habitantes no pueden pagar para elegir.
Fredric Jameson también se refería a esta operación cuando hablaba del uso que le da la derecha a lo que llaman utopía, pero para darle un carácter de imposibilidad y que en realidad plantean en términos distópicos, relacionándolo con su concepción del comunismo, es decir el estalinismo totalitario. Un uso del término que en realidad parte de la concepción de que “el sistema (ahora entendido como el libre mercado) forma parte de la naturaleza humana” de manera que cualquier intento de cambio sería una imposición violenta –tendríamos que hablar de imposición a qué sector, claro– “y que los esfuerzos por mantener los cambios (contra la naturaleza humana) necesitarán de una dictadura” [1].
Hay otra categoría de distopías que, por el contrario, no nos pone de parte de los insurgentes frente a un Estado totalitario al que queremos evitar llegar, sino que nos sitúa juzgando a los insurgentes que quieren destruir el sistema con el que hemos decidido conformarnos. Martorell habla de las distopías contrarrevolucionarias que comparan a los insurgentes con “parias sin ideales movidos por el goce sádico”. El ejemplo de Nuevo orden (2021) es claro en este sentido, aunque pueda contener otros elementos de critica muy interesantes es innegable que presenta el despertar del pueblo como una violencia temible y sin objetivo constructor. Se ve este mecanismo incluso en otras películas que se alejan del concepto clásico de distopía, pero en los que me atrevo a encontrar elementos distópicos, como Parásitos (2019) o Joker (2019).
Las tecnodistopías también tienen su espacio en este texto, cuyo ejemplo más conocido hoy en día tal vez sea la serie Black Mirror (2011-2019). Y resulta interesante subrayar los peligros de determinados usos de la tecnología pero, como advierte Martorell: “el auténtico riesgo no procede de los aparatitos, sino del capitalismo neoliberal que programa sus usos y orientaciones”. Tal vez sería más interesante empezar a oponer a estos paisajes tecnoutopías en las que las máquinas trabajan por nosotros y por el bien común preservando el planeta y dándonos tiempo para los placeres, como sucedería en una economía organizada de forma racional y colectiva y no con esta enloquecida dirección que sufrimos bajo el capitalismo.
También se refiere a las distopías de la realidad virtual, en las que la sed política de justicia queda borrada bajo la prioridad de saber qué es la realidad, una cierta nostalgia de realidad que por ejemplo podemos ver en la saga de Matrix, que tan revolucionaria les pareció a muchos y hoy nos ¿sorprende? con una nueva entrega.
Son muchas las categorías y ejemplos incluidos en el texto que ofrecen una herramienta crítica de lectura y que no vamos a desarrollar aquí por cuestión de espacio. Sin embargo, hay una última cuestión que no podemos dejar de mencionar.
Asaltar la utopía como bandera
Nos referimos a la extensión de este espíritu distópico pesimista a otras áreas. El autor habla de los filósofos distópicos, los cuales “reproducen el gesto arquetípico de la distopía: deparar meticulosos diagnósticos de las patologías civilizatorias exentos de propuestas de mejora o superación”. Una dolencia que extiende a críticos culturales y pensadores sociales, que “han perdido la facultad dialéctica de captar los progresos y las regresiones a la vez, de atisbar en la explotación reinante los resortes de la emancipación futura y en el presenta un mar bullicioso de luces y sombras”.
Muchas de las producciones distópicas que hemos mencionado tienen su potencial crítico en la representación y denuncia de la desigualdad y las problemáticas que genera este sistema, de la misma manera que muchos textos de filósofos, politólogos, críticos culturales o incluso activistas y militantes de “izquierdas”. Pero casi sin excepción el problema viene a la hora de plantear una alternativa. O bien no aparece y se debe buscar en una aceptación implícita de que la tarea es conservar lo que tenemos –“lo teníamos todo” dice el personaje de Leonardo Di Caprio al final de No mires arriba– y resistir los ataques por venir, o bien la derrota se hace estrategia y no hay lucha posible fuera de los marcos de lo establecido. Esta segunda vía es nada más y nada menos que la triste historia del reformismo o las distintas adaptaciones al reformismo que disfrazan de alternativa lo que no es más que un raquítico mal menor.
Pero, como dice Martorell, “después de desgranar los problemas y denunciar las injusticias que nos incumben, sería interesante buscar soluciones”. Necesitamos recuperar la capacidad de pensar más allá de una derrota anunciada que no tiene por qué ser tal, necesitamos recuperar las distopías críticas que abran la puerta a nuestras utopías. Es decir, retomemos el debate estratégico desde las fuerzas revolucionarias y construyamos alternativas políticas. Asaltemos también el debate y la imaginación con nuestras utopías para construir alternativas reales aquí y ahora, con los pies en la tierra, pero lejos de todo conformismo. Porque somos más que ellos, porque somos las que movemos el mundo, porque merecemos un futuro que merezca la pena ser vivido. Yo a eso lo llamo comunismo.
Este artículo fue originalmente publicado en el suplemento Contrapunto del Estado Español.
COMENTARIOS