El videojuego ha conquistado un lugar hegemónico en la cultura actual y cabe preguntarse su rol ideológico en nuestra sociedad. Algo que parece valorar la extrema derecha que lleva más de una década tratando de apropiarse de la cultura del videojuego para su propio beneficio. En este artículo reflexionamos sobre ambas cuestiones.
Los videojuegos están en todos lados desde hace bastantes años, ya sea en ordenador, consola, en las tablets o en nuestros teléfonos. Si atendemos a los datos del Global Games Market Report de 2023 hecho por Newzoo (agencia de datos sobre la industria del videojuego) hay más de 3,2 mil millones de jugadores en el mundo. En la mayor parte del globo sería enormemente difícil que una persona menor de treinta y cinco años no haya tenido un mínimo contacto con los videojuegos, una industria nacida en los años 80 con un indudable impacto en la cultura popular.
El videojuego es una industria cultural que como explica la investigadora Montse Bonet [1] tiene como rasgos definitorios su internacionalización, concentración y que es un oligopolio con históricamente dos polos principales: Estados Unidos y Japón. Aunque cabe mencionar una importancia relativa de Europa y en tiempos más recientes de China. Si bien, coexisten al mismo tiempo una gran cantidad de pequeñas empresas y desarrolladoras, algunas especializadas en un circuito más nicho que sería el videojuego indie [2], la realidad es que con la digitalización del videojuego es más visible que nunca el peso de unas escasas plataformas de distribución que acumulan prácticamente la mayor parte de jugadores. Esta situación de oligopolio tendrá obviamente efectos ideológicos en cómo se desarrollaron los videojuegos, especialmente si tenemos en cuenta que surgen en los 80 en el momento de la contrarrevolución neoliberal y su cultura se consolidará en los años 90.
Una industria que, si bien ha sido estudiada y ha protagonizado ciertas polémicas a lo largo de los años, realmente el debate sobre la importancia política del videojuego solo ha llegado a la opinión pública tras su conquista definitiva del mainstream a partir de finales de la primera década del siglo XXI. Quizás el punto de inflexión en el plano político fue el movimiento dentro del mundo del videojuego conocido como GamerGate que promovió la extensión de tesis antifeministas en algunas comunidades de jugadores.
Los sucesos del GamerGate a partir de 2014 hicieron visibles el potencial político de este medio en el que millones de jóvenes, y no tan jóvenes, llevaban años socializando sin apenas reflexiones críticas sobre su contenido. El éxito político de la alt right, especialmente estadounidense, en este evento que le permitió construir figuras públicas, reclutar un número considerable de individuos, ampliar su presencia en las redes sociales e introducir ciertos elementos ideológicos en el debate público, ha hecho que algunos investigadores lo consideren un antecedente del éxito posterior del trumpismo en 2016. [3]
Aunque profundizaremos más adelante en esta cuestión, para entender mejor este fenómeno político hay que explicar el videojuego como objeto político-cultural. Que valores se han promocionado desde la propia industria y que han constituido la identidad de los llamados “gamers”, aquellos que construyen su propia identidad personal a través del consumo de videojuegos y de una serie de prácticas concretas ligado a ese consumo, tiene mucho que ver en que la extrema derecha tuviese facilidades para lanzar su discurso a estas comunidades.
El videojuego como objeto político-cultural
Definir el videojuego es una tarea tortuosa y prácticamente un debate escolástico que ha proporcionado y seguirá dando de sí diversas respuestas [4]. Si a nivel académico el debate se alarga al infinito, a nivel político resulta más interesante cómo la propia disputa por la definición en las comunidades de jugadores se entrelaza con debates políticos más amplios como la crítica a la cultura masculinista del videojuego. A continuación, citaré un par de ellas para tratar de explicar el videojuego como producto cultural y su impacto en la sociedad, así como podemos empezar a entender su uso político.
Para pensar el videojuego como un medio de representación y objeto cultural por derecho propio me gusta la siguiente definición del profesor Peréz-Latorre [5]:
“Un tipo particular de obra comunicativa, cuya significación no es (únicamente) producto de códigos creativos preexistentes, sino (fundamentalmente) producto de un nuevo lenguaje: el lenguaje videolúdico [6]”
El videojuego lejos de ser una mezcla de otros formatos anteriores produce algo propio e innovador. Pero al mismo tiempo no existen por fuera de la cultura de la sociedad donde son originados, sino que representan una serie de normas culturales, de perspectivas y relaciones de poder en las que sus creadores han socializado y que impregnan este objeto. Estas normas son representadas eso sí con un nuevo lenguaje que posee una lógica propia. Aun así, los videojuegos serían el producto de contextos culturales más amplios y su evolución debe analizarse en paralelo a las transformaciones culturales a nivel sistemático.
Sobre su potencial como objeto cultural hay que destacar como hecho innovador que no son únicamente un medio de representación, sino que como veremos a continuación son capaces de generar dentro de sus espacios digitales eventos que se materializan en el exterior.
Una de las hipótesis más interesantes sobre esto último es la que proponen Muriel y Crawford en Video games as culture: considering the role and importance of Video Games in contemporary society que nos hablan de una “video-ludificación” de las sociedades actuales. Parten de la premisa del videojuego como el producto cultural clave del neoliberalismo, moldeado ideológicamente por este último desde su nacimiento, para explicar que la lógica y mecánicas del videojuego habrían trascendido al medio para moldear el resto de aspecto de nuestras vidas. Ya sea el diseño de las redes sociales, los intentos de “gamificar” la educación o el trabajo (meter conceptos de los videojuegos para rediseñar la actividad en sí) llegarían a cada institución y lugar de nuestro sistema. Incluso la guerra habría cambiado como resultado de este proceso. Al igual que hacía Scott Pilgrim estaríamos procesando la realidad como si fuese un videojuego, la única diferencia es que este último al ser un personaje ficticio al menos tenía poderes, nosotros solo nos estaríamos comiendo una capa más sofisticada de alienación.
La segunda definición que me gustaría citar para comenzar a pensar el aspecto político del videojuego es la del investigador Alberto Venegas [7]:
“Una creación digital donde intervienen uno o más usuarios, quienes a través del control de uno o más actores virtuales participan de una narrativa a través del juego y ven limitadas sus decisiones y acciones dentro del mundo virtual por unas reglas determinadas.” [8]
Esta sencilla definición nos da tres elementos clave para entender cómo funcionan los videojuegos y como podría funcionar su uso político. Sería una mezcla de narrativa (que mensaje nos quiere contar el juego), las normas que rigen el juego y lo que Venegas llama posteriormente “playfulness” que vendría ser la libertad del jugador dentro del juego para jugarlo como le apetezca.
La narrativa es quizás lo más evidente, quien diseña el videojuego quiere contarnos una historia al igual que quien pinta un cuadro o hace una película. Y como hacemos con otros productos culturales deberíamos entender que lo que nos narra tiene consciente o inconscientemente una serie de valores de fondo que son el motor de la narrativa. Además, hay que tener en cuenta que como ocurre con otros tipos de textos, existen diferentes interpretaciones de dicha narrativa pueden ser contradictorias entre sí y alejarse de la supuesta intención original del autor.
Por ejemplo, el primer título de la saga Bioshock (2007) nos invita a explorar las ruinas de la utopía libertaria fallida de Rapture, una ciudad submarina creada en una línea temporal alternativa a la nuestra. Esta obra fue diseñada según su director creativo Ken Levine como una crítica política a la ideología objetivista de Ayn Rand, filósofa de referencia del sector libertario de la derecha estadounidense. Nuestro recorrido por Rapture y lo que aprendemos de la guerra civil que destrozó la ciudad construida por Andrew Ryan debería enseñarnos que transformar la sociedad hacia un modelo de extremo individualismo, un libre mercado sin ninguna regulación y la inexistencia de un solo derecho social acompañada de un discurso meritocrático solo lleva a la autodestrucción de dicha sociedad en el momento en que los individuos llevan hasta el final la competición por monopolizar el mercado.
Sin embargo, existe toda una lectura política alternativa construida precisamente por estos liberfachos para reivindicar este título y la visión de Andrew Ryan como un ejemplo. Además, de que podríamos discutir hasta qué punto el juego se esfuerza realmente por enseñarnos dicha crítica porque ninguna de los finales del título es mínimamente progresista, se resume en convertirse en un nuevo Ryan o en volver al status quo de la democracia liberal estadounidense.
Por tanto, no podemos asumir una unilateralidad en la dirección y el contenido del mensaje, sino que lo más interesante es que este último puede ser disputado por los propios jugadores a través de sus diferentes experiencias de juego y de las interpretaciones que generen por sí mismos.
En cuanto a las normas, no es tan obvio, pero quizás algo más interesante para describir los valores que el videojuego indica como deseables a sus consumidores. Las reglas son los límites que los desarrolladores nos marcan a la hora de interactuar con su producto y salvo excepciones, deben cumplirse en mayor o menor medida si deseamos completar los objetivos del juego y poder completarlo. Estas normas al menos en los productos más mainstream suelen repetirse según el género del videojuego dando una familiaridad al usuario que ya sabe qué deberá hacer antes de jugar. Sobre esto a nivel ideológico cabe destacar que por un lado suelen generar contradicciones entre las narrativas más críticas y el cómo vive la experiencia el jugador. Terminan generando un “sentido común” de cómo debe ser el videojuego y aportan un contenido ideológico más profundo que genera los marcos en los que el resto de los aspectos del videojuego pueden moverse.
En el caso de Bioshock, es discutible si realmente tiene un mensaje crítico si el juego nos indica que la mejor forma de completarlo es asumir precisamente una actitud individualista, de corte meritocrático donde el héroe se automejora a sí mismo a base de conquistar violentamente el espacio y los recursos sin dar pie a otras interacciones con casi la totalidad de personajes que no sea un tiroteo.
Una lógica que se repite en multitud de juegos donde la figura del Gran Hombre, una especie de Napoleón de turno aparece como una fuerza de la naturaleza capaz de resolver complejos conflictos político-sociales por su propia fuerza individual que va más allá del desarrollo histórico y de la acción de cualquier otro agente político. La narrativa puede decirnos muchas cosas, pero las normas y las mecánicas (las acciones que podemos realizar como jugador) nos trazan un camino ideológico casi siempre en esta línea que termina por devolvernos al sendero de la ideología burguesa.
Con playfulness hablaríamos de la libertad individual de cada usuario de jugar como quiera aceptando o no las normas y seguir o no la narrativa creando cada jugador su propia experiencia de juego. Este concepto es quizás lo más llamativo a la hora de pensar políticamente el videojuego porque lleva a que el jugador se sienta al mismo tiempo partícipe, protagonista, testigo y creador de lo que va ocurriendo a medida que juega. Esta relativa agencia del jugador es lo que llevaría a una mayor identificación de usuario y producto cultural y lo que les daría un potencial distintivo frente a otras industrias culturales porque haría más fuerte su capacidad de transmitir valores, información o perspectivas frente a otros medios.
Esta identificación es quizás lo que motiva el éxito de títulos como America´s Army: Proving Grounds, el videojuego oficial del Ejército Estadounidense que funciona como herramienta explícita de propaganda militarista y para atraer posibles reclutas. Un título donde se glorifica el rol imperialista del ejército estadounidense al mismo tiempo que se deshumaniza a sus diversos enemigos. Y también, la que, según Venegas, puede explicar el potencial del videojuego a la hora de construir o influir en la memoria histórica provocando que muchos jugadores den como hechos reales representaciones ficticias de momentos históricos como ocurre con la representación de la II Guerra Mundial en la saga Call of Duty donde se vende la versión estadounidense del conflicto.
A esta característica le podemos sumar otra innovación y es que el videojuego permite que dentro de sus espacios digitales surjan eventos que se materializan posteriormente en el exterior como, por ejemplo, el que, durante las protestas contra el gobierno chino en Hong Kong, los usuarios pueden organizarse de manera virtual a través de los servidores online de Animal Crossing. El éxito de esta forma alternativa de autoorganización forzó que el popular título de Nintendo fuese censurado en China debido a que estaba funcionando como una plataforma de denuncia y organización política.
Gamers y extrema derecha
El GamerGate en 2014 hizo público hasta qué punto existían afinidades entre un sector relevante de jugadores, en especial aquellos que se consideraban “gamers”, y la extrema derecha. Podemos sintetizar este evento como una caza de brujas contra la mujer en la industria del videojuego que se originó en Estados Unidos y que se extendió de forma global, y que se transformó en el origen de muchas tácticas que posteriormente la extrema derecha actual ha adoptado como base de sus acciones.
Si bien surge con la excusa de una serie de acusaciones falsas de mala ética periodística, el movimiento del GamerGate tiene de fondo una serie de razones estructurales mucho más relevantes. En particular, como han señalado multitud de investigadoras, la cultura del videojuego a nivel histórico se ha constituido como un espacio masculinizado y sexista donde se ha relegado a la mujer, al igual que en otros espacios a dos posibles roles: la novia de o el premio a obtener. La hegemonía masculinista no tendría que ver con una esencia de los videojuegos sino en el cómo la propia industria decidió en un punto dado constituir la propia cultura del videojuego con uno ciertos perfiles en mente.
Según los investigadores, a partir de los años 90 la industria del videojuego buscó diseñar un perfil de jugador, una serie de normas culturales para su producto y una base social determinada que consolidase su posición. Esto conllevó una construcción cultural concreta en la que el núcleo de lo que posteriormente se ha denominado “gamer” han sido jóvenes blancos heterosexuales de clase media, una base social que según la investigadora Carolyn Jong comparte con la alt right, que buscaba crecer en una juventud que a partir de 2008 afrontaba la crisis capitalista y en cierta forma, una crisis de su identidad masculina como resultado de su empobrecimiento relativo.
El GamerGate surgiría entonces a partir de estos gamers, que tras haber hegemonizado durante décadas las comunidades de jugadores, descubren que la llegada al mainstream del videojuego pone en peligro su posición. La ampliación de mercados de la industria implica buscar nuevas fórmulas para seguir atrayendo a una mayor audiencia al mismo tiempo que de forma contradictoria se mantiene la ilusión de que el “gamer” seguía siendo el mismo perfil que veinte años antes. Un sector que se percibe amenazado intenta construir una identidad cerrada de lo que es ser jugador, basándose precisamente en el aspecto más rancio de la cultura masculinista del videojuego con el único objetivo de expulsar a ese nuevo público, o a esa audiencia que ahora podía intentar tener voz, con tal de mantener vigente su hegemonía.
A partir de aquí, podemos resumir el GamerGate como una reacción masculinista de un sector de jugadores que ve amenazada su identidad personal y un cierto capital cultural y social por la posibilidad de que otros actores, especialmente las mujeres, asuman un papel más protagonista dentro del mundo del videojuego y puedan plantear caminos alternativos para el medio cultural. El punto clave de esta postura reaccionaria es que visualizaban el avance de otros colectivos como un ataque a los pilares de su identidad masculina, que respondería al modelo de la masculinidad geek. Si bien, esto no fue específico del videojuego, sino que afectó al conjunto de la subcultura geek que en aquel momento se hacía mainstream como explica Kathryn Lane en su análisis del fenómeno.
La respuesta a la crítica que el feminismo hacía de las narrativas clásicas del videojuego fue plantear al movimiento feminista como enemigo de lo gamer y como una fuerza totalitaria y censuradora que politizaba lo que hasta entonces había sido un espacio neutral de entretenimiento.
La identidad de los gamers, una identidad que al igual que el videojuego no posee una definición cerrada, sigue en disputa desde aquellos años como una oposición entre quienes reivindican la vieja cultura masculinista, basada en los principios meritocráticos y neoliberales que mencionábamos en el apartado anterior, y quienes planteasen la mínima crítica social a dicha cultura. Una disputa que probablemente la mayor parte de usuarios desconocía pero que enfrentó a los sectores más activistas al mismo tiempo que corrientes de extrema derecha intervinieron para aprovechar una oportunidad de conectar con sectores de masas.
Este evento que siguiendo el balance de Andrew Anglin, editor del blog neonazi estadounidense Stormfront, podríamos calificar de escuela de guerra para la alt right estadounidense visibilizó el potencial político de los videojuegos siendo uno de los campos clave de la batalla cultural que estas corrientes querían promover. Anglin en su repaso de lo sucedido analiza que intervenir en el GamerGate les enseñó como introducir elementos ideológicos en la cultura popular a través del uso de memes, de aprovechar el algoritmo de las redes sociales y también como conectar con ciertos sectores de la juventud. Si bien, en ningún momento podemos afirmar que esto fue el evento que propició la victoria de Trump en 2016, se puede destacar como incluso dentro de la alt right se visualizaba como un salto cualitativo haber intervenido en un movimiento de estas características.
La alt right estadounidense sacó una serie de lecciones que después trasladarían al escenario internacional sobre el potencial de los videojuegos y de las redes sociales, así como de la construcción de identidades a la hora de ampliar su base social. El movimiento del GamerGate les permitió conectar con un movimiento de masas en el que el discurso neomasculinista conectó con las incertidumbres de varones que o eran los “hombres blancos cabreados de clase media” que describía Kimmel en su análisis de la extrema derecha tras la crisis de 2008 o eran sus hijos que percibían en el videojuego el último pilar de su identidad. A ambos, el discurso en el que el feminismo aparece como una amenaza existencial y como el responsable de que sus vidas no vayan como “deberían” según las normas del régimen de género tradicional era enormemente atractivo. La extrema derecha planteó la defensa de los videojuegos frente a las críticas feministas como un primer paso en combatir lo que se intentó vender como una guerra por la libertad de expresión y que justificaba para estos varones el que la violencia escalase como forma de expulsar a la mujer del mundo del videojuego.
La intervención en el movimiento GamerGate dio a diferentes figuras públicas como el ahora caído en desgracia Milo Yiannopoulos un capital político con el que ganar una base considerable de seguidores. Steve Bannon, exasesor de Trump, fue una de estas primeras figuras en valorar el potencial que podía tener cultivar una base de seguidores online a partir de polémicas de este tipo que podían impulsar la agenda de la extrema derecha en el mundo digital colando determinadas ideas en el debate público. El troleo, el doxxing, saber jugar con el algoritmo y comprender hasta qué punto no existe la frontera entre el mundo online y el exterior como algunos todavía mantenían hace diez años, fueron algunas de las tácticas y lecciones que la extrema derecha aprendió a raíz de su crecimiento en algunas de estas comunidades, entre las que se puede citar 4chan o Reddit.
La frase de que “las feministas quieren politizar X” o la apelación al “realismo histórico” como forma de defensa de ciertas ideas, narrativas o discursos políticos dentro de los productos culturales mainstream frente a las críticas progresistas que ahora vemos con cada estreno en Netflix, se lleva viendo más de una década en el mundo del videojuego. Con ello, la extrema derecha ha cultivado a un sector de los jugadores en la idea de que la defensa del capitalismo, del régimen tradicional de género y del racismo sistemático es un hecho totalmente apolítico y “natural” que justificaría no transformar una pizca la realidad.
Otras formas de intervención de la extrema derecha en el mundo del videojuego ha sido intentar crear sus productos propios no suelen tener mucho éxito, más por ser aburridos que porque los jugadores rechacen su contenido, siendo el último ejemplo el juego de Javier Milei. En este último el candidato de la ultraderecha argentina debe derrotar a sus rivales políticos que se acercan en oleadas para acabar con él en un gameplay que recuerda a una copia cutre de títulos como The Binding of Issac y que tiene como objetivo reforzar la identidad de sus seguidores más que incitar a nuevos sectores.
Un formato más exitoso a la hora de aprovechar los videojuegos como plataforma de reclutamiento y de propaganda política es el uso de modificaciones (mods). Los mods consisten en rediseñar un juego ya publicado para transformar algunos de sus aspectos a gusto de quien realiza la modificación. Según el juego y la capacidad técnica del usuario, los mods pueden hacer variar en mayor o menor medida la obra original hasta adaptarla a lo que desea el usuario. Los mods históricamente han sido una parte fundamental de la cultura gamer, llegando incluso a generar nuevos géneros del videojuego como los MOBAs (League of Legends, Dota…) gracias a la creatividad de los jugadores y su utilización suele dar una mayor vida a los productos e incluso hacerlo más relevantes de lo que podrían haber sido originalmente.
La extrema derecha utiliza este aspecto de la cultura gamer como una forma más de propaganda política. Por ejemplo, como se describe en el libro de Protestas Interactivas usuarios de ultraderecha han hecho mods para el videojuego ARMA III, título de simulación militar, con el que los jugadores pueden recrear la Segunda Guerra Mundial jugando como los nazis. O también, pueden modificar el juego para que el enemigo sean personas racializadas, feministas u cualquier otro colectivo que la extrema derecha considere enemigo aparte de llenar los escenarios de simbología y carteles afines a sus ideas. Algo similar ocurre en los títulos de la compañía Paradox Interactive, especializada en juegos de estrategia históricos que buscan también ser simuladores, donde una gran cantidad de mods suelen partir de perspectivas o ficciones reaccionarias hasta el punto de que el subreddit humorístico de la comunidad tiene como meme este hecho.
Además de esto, también es conocido el uso de plataformas dedicadas al gaming como Steam y Discord para generar comunidades afines entre las que reclutar jóvenes, quienes, tras ganarse su confianza, van introduciendo discursos políticos entre memes, bromas y discusiones que no se presentan como políticas en sí. Algunas de estas comunidades sí son abiertamente reaccionarias mientras que otras más dirigidas a un público juvenil en títulos como Minecraft o Fornite suelen ser más sutiles a la hora de instigar el reclutamiento.
Por último, aunque no pertenezca únicamente al mundo de los videojuegos, los creadores de contenido en redes sociales también son una herramienta para este tipo de propaganda política. La inmensa influencia que estas figuras ejercen en la juventud, en muchos casos instruyéndola en valores neoliberales, aunque no necesariamente de extrema derecha, tiene un peso importante en que un sector de la audiencia gire a ciertas posiciones. Sin contar con que existen creadores de contenido abiertamente de extrema derecha que utilizan los videojuegos como una excusa más para vender sus discursos.
En el caso español, un ejemplo sencillo fue el caso de la serie de Minecraft “FachaLand” donde un grupo de creadores de contenido de derecha querían generar contenido del videojuego Minecraft al mismo tiempo que exponer su ideología a la audiencia. Si bien, la serie acabó de manera involuntariamente cómica, puesto que se pelearon entre sí tras empezar a robarse la propiedad uno a otros lo que llevó a unos a reclamar la intervención de los administradores del servidor (que en la práctica ejercen el rol del Estado) mientras que otros les acusaban de hipócritas porque el objetivo de la serie era demostrar su discurso de que el capitalismo no necesita Estado. El punto central es que los creadores de contenido de derecha son conscientes de que ocultar su discurso tras el uso de contenido de videojuegos o intercalándolo con este es una forma efectiva de conectar con una parte de la juventud.
Entonces… ¿El videojuego es de derechas?
Radicalmente no, o al menos lo es tanto como lo puedan ser el resto de las industrias culturales en la sociedad actual. El videojuego, al igual que otros medios culturales presenta en sus obras visibles y en algunos casos potentes contradicciones ideológicas propias de cualquier producto cultural cuya crítica se mueve dentro de unos marcos determinados en el capitalismo actual.
¿Puede haber videojuegos de izquierda? Existen y han existido títulos que apuestan por la crítica social, en diferentes grados y profundidad, aunque muchos de ellos plantean el problema de su alcance. Quizás, el problema fundamental como explica Carolyn Jong en su análisis de la industria actual es que los grandes títulos comerciales están en manos de una minoría oligopólica de empresas y distribuidoras que no van a apostar por el desarrollo o publicación de según que ideas más críticas. Relegados a lo indie y teniendo que lidiar con el “sentido común” de los videojuegos, esa mentalidad en la que hemos sido educados por los juegos mainstream, que puede dificultar el acceso al jugador medio que busca una forma concreta de diversión, es un reto político profundo porque debe combatir un contenido político y también el cómo entendemos que debe ser un videojuego, que no deja en el fondo de ser también algo ideológico.
Por ello, Jong apostaba a que lejos de esperar a si un producto indie salva al mundo, era más provechoso apostar por la autoorganización de los trabajadores de la industria en alianza con el resto del movimiento obrero. En su tesis doctoral, la investigadora señalaba que no era una cuestión únicamente de organización corporativista dentro del sector, sino que apelaba a una unidad internacional del movimiento obrero como condición para poder imaginar, desarrollar y publicar nuevas formas de entender el videojuego que desterrasen la vieja cultura masculinista del medio.
Lo que queda claro, es que el videojuego si bien no va a salvar ni a condenar al mundo, al igual que tampoco lo ha hecho el cine o la literatura, sí se ha convertido al igual que estos otros medios en un campo más de batalla ideológico donde quizás la propia estructura de industria y mercado favorece por derecha la disputa. Lo cual no debe hacernos creer que tienen una esencia inmutable, sino más bien que la propia disputa política-cultural puede ir provocando una evolución en un sentido u otro.
Por último, con respecto a la influencia de la extrema derecha en un sector de jugadores y a través de ello en sectores de la juventud, cabe resaltar que el videojuego es un medio más en lo que de fondo es un combate por construir identidades reaccionarias hacia las que atraer a dichos sectores. El que puedan haber sido el más relevante o de los más potentes, tiene más que ver con el lugar hegemónico que ocupan en la cultural actual y en parte con la propia cultura masculinista del videojuego, una cultura que recordamos que fue producto de una serie de decisiones por parte de la propia industria y que pueden ser reconfigurada en otro sentido, porque nada está cerrado en este sentido.
COMENTARIOS