Entre la decadencia del kirchnerismo y el surgimiento de Cambiemos, surge una nueva generación de periodistas críticos. La revista Crisis es parte de esta nueva cartografía. En sus recientes Manifiestos, aparece el concepto de posdemocracia para entender la etapa. ¿Sirve para explicar lo que pasa en nuestros pagos de corridas bancarias y vueltas al Fondo, o se limita a una instrumentalización que abreva en la espera electoral y el “mal menor”?
Unos meses atrás, en una acalorada entrevista a Beatriz Sarlo, la intelectual que sueña con una socialdemocracia liberal en nuestras pampas, desafió a sus interlocutores de Crisis: “la revista tiene que hablar sobre la corrupción kirchnerista” [1]. Aceptando el brete, y para describir el momento histórico actual de debacle latinoamericanista y avanzadas amarillas, en las ediciones #30 y #32 se apela a la categoría de posdemocracia. Un intento de no recaer en la impostura del discurso republicano en manos de la ola conservadora y responder, por izquierda, a las recurrentes crisis de corrupción y fallas de la “institucionalidad democrática” de los denostados “populismos”; aunque en esta encerrona conceptual, Crisis termine aceptando la premisa republicana que divide fines y medios: “hay algo más importante que la política: la ética” [2].
El concepto de posdemocracia fue propuesto por el sociólogo británico Colin Crouch [3] a comienzos del siglo XXI, y pretendía dar cuenta de “un momento especialmente paradójico” donde, por un lado, asistimos a la extensión cuantitativa de las formas democráticas de elección, más o menos libre, como nunca antes en la historia; por el otro –y de manera simultánea– a una creciente degradación de las formas clásicas (liberales) de participación política a través de la acción electoral y el sistema de partidos, con la consecuente debilidad de la autoridad de “los políticos”.
Sus rasgos esenciales residirían en una creciente apatía y aburrimiento político de la ciudadanía, directamente proporcionales al poder de injerencia de las élites económicas y políticas; el reemplazo de los mecanismos clásicos para expresar o absorber las demandas ciudadanas por una política de los algoritmos que establece al ciudadano como un consumidor y a la política como una empresa proveedora; la individuación de la política alrededor de personas-candidatos que no transmiten un mensaje colectivo y racional, sino que utilizan los mecanismos publicitarios de la empatía emocional y la cultura del espectáculo.
Este período posdemocrático sería la fase declinante de lo que el autor británico denomina “la parábola de la democracia”, iniciada tras la crisis del petróleo en la década del ‘70 y la reconfiguración global del capitalismo que modificó la estructura de la clase trabajadora mundial en detrimento de los trabajadores manuales y potenciando el peso de nuevos sectores asalariados.
Su lectura de los movimientos emergentes en el período actual, tales como el movimiento de mujeres o el ecologista, como formas externas y a veces confrontativas con los mecanismos clásicos de la democracia liberal (elecciones y partidos), es profundamente crítica al caracterizarlos como “el activismo negativo de la culpa y la queja, en el que el objetivo principal de (…) ver a los políticos llamados a rendir cuenteas, sus cabezas puestas en la picota y su integridad tanto pública como privada sujeta a una rigurosa vigilancia” [4]. Para Crouch, son apenas movimientos de presión lobista, impotentes ante el poderío de las corporaciones. Además, no tienen un programa y vocación estatal (“racionalidad”) que sea alternativa global, sino un archipiélago de demandas (“emotividad”) sin la unidad que la socialdemocracia ofrecía en la etapa anterior. Pero a la vez es utilitaria, ya que considera que, por su vitalidad, hay que buscar las vías de su institucionalización partidaria, única posibilidad de expresión “racional” de la mera “emotividad” de las masas [5].
El explícito objetivo de Crouch es recuperar algo del período caracterizado por él como democrático que, entre las décadas de los ‘40 y ‘70, vio el desarrollo de los denominados Estados de bienestar en los países capitalistas avanzados y la revitalización de los partidos socialdemócratas europeos que actuaban como “límite” al liberalismo norteamericano y el comunismo soviético.
La crisis capitalista de 2008 y la consecuente hecatombe política de la Unión Europea, la explosión de lo que Tariq Alí denominó “el extremo centro”, del cual la socialdemocracia es la principal víctima, la emergencia de nuevas formaciones políticas en ambos extremos y la potenciación o el surgimiento de enormes movimientos de participación alternativa a las formaciones partidarias, convirtieron al concepto de posdemocracia en foco de atención de intelectuales y periodistas que, a partir de él, trataron de dar cuenta de esta nueva situación global. Muchos hicieron de este precario concepto una categoría instrumental para fortalecer cualquier alternativa reformista; una manera cool de defender todo “mal menor”, y por ello tan seductora para los neo-reformismos como Podemos.
Desde los Manifiestos de Crisis se utiliza el mismo concepto para señalar la “novedad” del peso de las corporaciones económicas, mediáticas y las llamadas “cloacas de la democracia”, es decir, los servicios de inteligencia y otras runflas en la Argentina macrista. Sin embargo, no son pocas las notas de la propia revista que señalan el carácter estructural de estos elementos “corporativos” en nuestro país, desde la histórica complicidad de la “burguesía (ponéle) nacional” o la “cesión de soberanía” que se expresa una y otra vez en el loop infinito del FMI, santo y seña de lo que hemos llamado“democracias degradadas”, más aún en los países periféricos. Sin por ello negar la especificidad de “la Argentina gobernada por sus propios dueños, Durán Barba y la alegría”. ¿Entonces?
Posdemocracia instrumental
El peligro es sucumbir ante la tentación de componer la realidad como una sumatoria de coyunturas, necesariamente contradictorias entre sí, sin lograr percibir la dinámica de los procesos.
En el Manifiesto #30 (julio-agosto 2017) vemos la construcción de un enemigo sumamente poderoso: “Cambiemos es la vanguardia de la lucha contra los populismos latinoamericanos. Y ha logrado ser convincente entre los sectores populares”, y balancea que “la matriz económica que estrangula a los países del continente permanece en su esencia inmaculada”. Es decir, que el ciclo de gobiernos latinoamericanos posneoliberales es responsable de sus propios límites, y estos, la puerta a la avanzada neoconservadora sobre derechos conquistados, todos muy por debajo de los relatos latinoamericanistas.
Pero apenas unas líneas más abajo, se sostiene que “seguiremos conteniendo la respiración a la espera de los comicios de octubre, que sellarán la suerte de Cristina Kirchner”. El ballotage cortó de cuajo toda respiración y en plena asfixia, muchos cayeron en la tentadora “tesis Natanson” de una nueva hegemonía macrista con la inestimable “colaboración de vastos sectores del justicialismo, siempre tan leales”, y se afirma en el Manifiesto #31 (noviembre-diciembre 2017) que “La transición del kirchnerismo al nuevo orden macrista se ha cumplimentado antes de lo previsto. Y con más contundencia de lo esperado”. Mientras leía estas líneas recién salidas de imprenta, el 14 de diciembre último, las imágenes transmitían en vivo y en directo el principio del fin de una hegemonía que nunca existió.
La luz de diciembre iluminó con nuevo optimismo el Manifiesto virtual de ese mes [6]. Allí se sentenció que “Cambiemos perdió, en la batalla del Congreso, la posibilidad de desplegar un horizonte hegemónico de inédito signo. Cruzó un umbral, en un sentido irreversible”. Pero en el siguiente número, “la calle” dejó de ser protagonista, las urnas pasaron al centro de la escena, aceptando los límites de una “democracia [que] se parece cada vez más a una pesadilla” [7], porque al menos es “el menos malo de los sistemas políticos” [8]. El 14 y 18D, el 8M, los reclamos salariales, contra los tarifazos, todos deben esperar. “¿Esperar qué? Esperar a las próximas elecciones” [9].
Así, la envoltura del cada vez más precario celofán republicano, la crujiente economía de la dependencia nacional y junto al salto de la conflictividad, se ahogan en la perspectiva meramente electoral.
Pesimismo de la desobediencia y optimismo de la nostalgia
Vemos entonces que el uso acrítico del concepto de posdemocracia recae en una utilización instrumental que propone una vuelta a un estadio democrático supuestamente más transparente, o cuanto menos más permeable a las necesidades sociales. Se termina así en una combinación de impotencia para definir qué hay de viejo y qué de nuevo (y, por lo tanto, también de alternativas), operación ideológica donde la conclusión necesaria es la pospolítica del consenso Estatal (y capitalista) y finalmente, resignación ante lo real irreversible, la realpolitik.
Decimos impotencia porque no se llega a explicar cómo “el menos malo de los sistemas políticos” nos llevó a esta pesadilla donde, por primera vez en los últimos 50 años, nadie cree que el futuro de sus hijos sea mejor que el suyo gracias al gobierno del 1 %, las corporaciones económicas, mediáticas, judiciales y por supuesto, “el sótano de la democracia” de los servicios de inteligencia y las fuerzas represivas.
Decimos operación ideológica y resignación, porque el prefijo impone pensar que hubo una democracia inmediatamente mejor. ¿Cuál? No se dice, pero por omisión, la añoranza por ese período perdido permitiría fácilmente aceptar el mito constitutivo del kirchnerismo, que tras la hipertrofia de la belicosidad verbal y escénica de “la grieta”, del conflicto permanente que restituía a “la política” su dignidad también expropiada por “las corporaciones”, escondía el estratégico consenso de la Argentina capitalista, dependiente, corporativa, castrense, corrupta y servil a las potencias extranjeras.
Y es que, ante la avanzada macrista, las respuestas del kirchnerismo progre a lo sumo profesan una redistribución de ínfimas porciones de la riqueza social siempre apropiadas de manera violenta por la clase dominante. La mayor aspiración sería la de constituirse en portadores del derecho a consumir en 12 cuotas. Desde la vereda socialdemócrata liberal se apela al contrato ético aunque no se coma, ni se cure, ni se eduque. Ambos se encuentran ocultando la imposibilidad de una democracia real bajo un sistema social basado en la expropiación masiva de unos pocos. El “derecho a la insurrección” es limitado a las formas dictatoriales, nunca a sus contenidos materiales, económicos. La democracia formal, con sus evidentes y crecientes rasgos plutocráticos, aristocráticos, es la nueva “sagrada familia” a la que no se está dispuesto revolucionar materialmente.
Así, a medida que la crisis política, económica y social se agudiza, los Manifiestos de la revista parecen entrar en uno de los laberintos de Escher e invierten la poética (y moderada) proclama de Monedero [10], dando lugar a un pesimismo de la desobediencia y un optimismo de la nostalgia, ya que la posdemocracia resulta una mera categoría instrumental para oponer el macrismo a lo único imaginable como posible: alguna versión peronista progre.
De paso, expresa otra instrumentalización subsidiaria: la licuación de las acciones de masas más o menos independientes. Primero todo enemigo es Goliat, y cuando se lo muestra débil, se menosprecia al verdadero David, el de las calles. Se dibuja un presente donde el conflicto social y toda su “emotividad” tienen que encontrar su “racionalidad” en el Palacio, en los intersticios de la institucionalidad electoral, con el consecuente peligro de confundir los movimientos emergentes desde abajo y en las calles, con sus expresiones lobistas y superestructurales, o incluso a aquellos que desde los márgenes de la exclusión capitalista son conducidos por el Vaticano. Por una u otra vía, se recaería en la utilización de los movimientos con el fin de suministrar su “vitalidad democrática” a las viejas estructuras decadentes del país burgués, o en su expresión coloquial, “el partido del mal menor”.
Pero los movimientos no son solo fuerza emotiva, sino organismos vivos donde se enfrentan diversos programas y estrategias de la más absoluta racionalidad. El retorno del FMI no se combate con el archipiélago de demandas, pero menos aún con el retorno a los “pagadores seriales”. Se nos presenta el desafío de superar sus lógicas de presión lobista, lo que efectivamente exige que la clase trabajadora vuelva al centro político ya que es la única con potencial hegemónico. Pero a diferencia de la esperanza de Crouch, esto implica una lucha de programas y estrategias para desarrollar sus aspectos más subversivos, combatiendo la idea de que su única posibilidad es la de dar un volumen social y vital a la misma fuerza política que sumió al país en la decadencia y postración al capital internacional y local. Evitar ese derrotero de institucionalización vasalla es parte indisoluble de la pelea porque coagule una alianza social y política con una estrategia anticapitalista.
La obertura de diciembre, y más aún la amenaza fondomonetarista de la “esclavitud por deuda”, deja en claro que ese es el verdadero teatro donde cada actor representará su papel. Las coyunturas serán muchas, pero la dinámica que preanuncia (siempre con final abierto) es la de la emergencia de formas de lucha y organización que cuestionen, y en perspectiva sobrepasen, la limitada institucionalidad de la democracia capitalista. Es en la capacidad de construir hegemonía al calor de cada combate que la clase trabajadora se juega su lucha por una democracia real de los explotados y oprimidos y, en términos de Marx, “constituirse en partido”.
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