El movimiento de mujeres internacional puso en foco, bajo una nueva luz, lo que antes parecía natural: violencia, cosificación, discriminación. En Argentina, el movimiento Ni Una Menos en 2015, con un programa mínimo pero con enorme potencia –paren de matarnos–, encendió una chispa que no solo no se ha extinguido sino que sirvió de combustión para otras luchas contra la desigualdad, para pelear contra los despidos (Ni Una Menos sin trabajo), para revitalizar el movimiento por la legalización del aborto (Ni Una Menos por abortos clandestinos), entre muchas otras manifestaciones.
En los sedimentos de esas manifestaciones surgen nuevos y se recrean viejos debates. Uno con gran resonancia ha sido el de las denuncias públicas que se multiplicaron, especialmente después del alcance que tuvo el hashtag #MeToo, surgido de las acusaciones de acoso y abuso contra el productor de Hollywood Harvey Weinstein. Respondiendo a ese fenómeno, la declaración de un grupo de actrices e intelectuales francesas puso sobre la mesa la pregunta incómoda alrededor de otras consecuencias posibles de esa ola. Sus colegas de Cannes alertaron sobre el lugar donde el puritanismo pone a las mujeres, eternamente “víctimas” y las consecuencias de censura en el arte, en nombre del “bien general” y la “protección de las mujeres”, como sucedió con los desnudos de Egon Schiele, en Gran Bretaña y Alemania.
En lo que resultó un duelo entre Hollywood y Cannes –ambos demasiado lejos de las vidas reales del 99 % de las mujeres-, se puso en debate la efectividad de las denuncias y escraches públicos como expresión urgente y más visible de la lucha contra la ancestral violencia patriarcal, que la sociedad capitalista reproduce, más o menos, brutalmente.
Mientras tanto, en nuestro país, en estos años de movilizaciones bajo el lema #NiUnaMenos, los reclamos de las mujeres han ganado legitimidad, desnaturalizaron lo naturalizado y crearon nuevos sentidos. Éste ha sido sin dudas el mayor impacto del movimiento que, sin embargo, exige nuevas reflexiones y debates. En este marco, la tendencia a realizar escraches y denuncias públicas en redes sociales plantea, también en la Argentina, la pregunta incómoda.
La abogada feminista Ileana Arduino, cuando el músico Gustavo Cordera fue repudiado por sus expresiones misóginas, reflexionaba que “gran parte del feminismo lo que mejor hace es evidenciar el carácter estructural de las violencias y exigir transformaciones radicales, ¿por qué se conformaría –ante el desastre imperante– con seguir profundizando la senda punitivista?” (Cosecha Roja, 08/11/2017). Por otra parte, la escritora feminista Marina Mariasch hacía una pregunta sugerente alrededor de los nuevos sentidos comunes, “Hay algo abyecto en esta tendencia a los protocolos y la prohibición atravesada en el proceso de una historia que pretende acercarse a la liberación del sujetx. La pregunta incómoda: ¿estamos promoviendo más tabúes?” (LatFem, 31/12/2017).
Ideas de Izquierda las invitó a seguir reflexionando sobre estas incomodidades.
Materia gris
MARINA MARIASCH
Habitamos la contradicción. Como feministas, integramos un movimiento que alcanzará su objetivo cuando deje de existir. Desde la irrupción feminista en las calles estamos viviendo una renegociación en varios órdenes del intercambio social, también en el pacto sexual. Es una conversación total, donde entra todo, hasta las maneras de nombrar. Y es un cambio que está ocurriendo a máxima velocidad.
La velocidad y la fuerza vienen con el soporte de las militantes feministas históricas y con el impulso de las pibas, motor de la revolución que arrasa con el mundo tal como lo conocíamos. Las pibas están dispuestxs a cuestionarlo todo. Algo que de por sí les es propio por juventud se potencia: la búsqueda de que las desigualdades estructurales del patriarcado caigan son imperiosas, inmediatas. En los colegios, las pibas no están dispuestas a soportar nada: dejan claro que es responsabilidad de lxs adultxs ponerse al día con los usos no sexistas del lenguaje, evitar las prácticas discriminatorias, y sobre todo brindar las herramientas y los dispositivos de contención frente a las situaciones y conflictos que el machismo y su combate plantean. Frente a la falta de respuesta institucional, las pibas de los colegios secundarios se organizaron.
En agrupaciones y redes, en complicidades nuevas, anudadas en pañuelos verdes y brillantina, le ponen freno a las distintas formas que toma el machismo en las aulas: la mirada de un profe, la manera de llamarlas, un texto que les dan a leer o la canción que les pasan, la prohibición de los shorts, de un deporte, cualquier restricción que no alcance al varón. Las pibas dijeron basta. Y dijeron #NoEsNo. En Facebook, en Instagram, en un blog. Las denuncias que postean son la vía que encontraron de legitimar la voz de las que se sintieron vulneradas por la violencia machista expandida e instalada en las prácticas cotidianas. Tienen el impacto instantáneo y viral de las redes y un instinto radical. Toman el camino del escrache, un camino pavimentado en otro contexto de época, un contexto de total impunidad. Pero así las pibas lograron aliviar esa urgencia que las atraviesa y reafirmar esa palabra que durante años fue, tan como ellas, vapuleada. #YoTeCreo. Creerse es la premisa básica que impone el feminismo de estos días. La palabra de quien se percibe como víctima no está sometida a escrutinio ni a pruebas, ni siquiera le cabe el condicional o el supuesto. Lo que pasa en los colegios no es muy distinto a lo que pasa afuera, en otros ámbitos, las mismas voces. #NoNosCallamosMás.
La consigna #Contalo (o #Cuéntalo) tiene la contundencia de las anteriores y suma ese rasgo de compulsión a la que muchas veces lleva reconocerse bajo cualquiera de las formas de violencia machista. Avanza así la construcción de una narrativa de la denuncia, con sus bemoles y sus matices, que el escrache no contempla.
La cultura en la que abusos –sexuales, de poder– se sostenían con naturalidad entró en una crisis irreversible. Y en este momento de transformación a veces resulta difícil determinar, dentro del abanico de comportamientos y prácticas que constituye nuestros intercambios personales, qué es abuso y qué no lo es, y también de qué manera elegimos o podemos posicionarnos frente a ese evento.
Ante todo, está la verdad de la víctima. Una verdad incuestionable e irrefutable, cuyo derecho es terreno ganado sin vuelta atrás. Pero así como no todas las zonas grises de la tensión sexual son abuso, acoso o violación, no tienen por qué necesariamente ser percibidas por quien las vive desde el lugar de víctima. “Nos dimos pero yo después me di cuenta que mucho no quería, o no sé si no me gustó”, dijo Chali. “¿Y si tomé cerveza quién sos para meterme la mano entre las piernas?”, dijo Flo. Chali lo hablo con amigas y decidió por un tiempo poner en pausa eso que había empezado a avanzar. Lo de Flo fue distinto, ella no había querido. El consentimiento es una instancia fundamental para dirimir las aguas. Incluso cuando el consentimiento como concepto está puesto en cuestión por los nuevos feminismos: habría que ver quién consiente qué a quién. Queremos, además, revalorizar el deseo que nos mueve.
Y una posta más en el camino es encontrar la vía que nos lleve, revolucionando todo, a construir también una justicia feminista. Donde si alguien incurre en una práctica abusiva no necesariamente se convierte ontológicamente en abusadxr. Donde si se trata de un par, no corre la misma vara que cuando hay distintas posiciones de poder. Donde lo que buscamos es el fin del feminismo porque no haya machismo contra el que luchar, y esto implica educación sexual y cambio cultural, no sacar la manzana podrida, el linchamiento social, matar la rabia. En el pantano patriarcal estamos hundidxs todxs. Y más nos vale sacarnos de la mano.
No nos callamos más, ¿y después?*
ILEANA ARDUINO
(…) Escribir sobre los escraches por violencias sexistas en las redes sociales no es cómodo, pero las contradicciones no se eligen, se instalan (…).
Cuando los escrachados son protagonistas de la TV, de la escena musical o del campo de las organizaciones sociales y políticas, el impacto es mayor. Es fuerte ver cómo los mismos que construyen prestigio y empatía por sus rebeldías o sensibilidades frente a distintas formas de la desigualdad y la violencia son señalados como violentos. Acallar casos apelando a esas otras empatías no ayuda (…).
La conciencia sobre abusos, subalternizaciones o violencias urge a la acción. Es horrible darse cuenta de los niveles de agresión que sublimamos y ocultamos, de lo mucho que nos acostumbramos a tolerar y silenciar. No estallan en el vacío, están precedidos de muchas reflexiones, en muchos casos el total fracaso por otras vías de reclamo, regado de complicidades o indiferencias. Más allá de la intensidad de cada relato, todos interpelan colectivamente, renombran como violentas prácticas naturalizadas por la cultura patriarcal y alteran porque apuntan a la jerarquía de género.
Tengo dudas sobre si estas acciones nos colocan en un lugar defendible con otras luchas, si nos colocan en la lógica del linchamiento que repudiamos, etc. No se me ocurriría quitarles peso a las razones de quienes alegan personalmente haber sentido bienestar o reparación al hacerlo. Y si es rabia o furia, ¿qué tanto explicar? ¿No alcanzaría con mirar alrededor? Pero las preguntas se imponen políticamente, más allá de la experiencia individual.
Es diverso el universo de relatos. Algunos podrían ser delitos, muy graves por cierto. Otros revelan manipulaciones o abusos de posiciones y, aunque no sean delitos, son reconocibles como violencia. Tras la resignificación y reconocimiento de esas violencias, ¿es inexorable asumirse víctima? ¿Es lo mismo una denuncia pública que llega luego del desgaste que produce la indiferencia o el encubrimiento del espacio colectivo en que las cosas ocurrieron que una que habla repentinamente de hechos muy remotos? ¿Es lo mismo denunciar vínculos entre pares que denunciar a figuras mediáticas o jefes?
¿Es la denuncia masiva en redes el mismo método que no dudaríamos en condenar en otros casos porque consolida estigmas y prejuicios, por ejemplo las que cimentan estereotipos como el uso de perfiles de Facebook para perseguir pobres bajo el mote de “pibes chorros”? ¿O estos escraches en nombre del feminismo se parecen a la genealogía de los escraches que se dirigieron a los genocidas cuando el Estado decidió no juzgarlos, o ahora, cuando relaja los controles? ¿Cómo y quién construye, cómo leerlos, dónde se inscriben? ¿Es lo mismo que usemos este recurso aisladamente o en relación con otras acciones feministas? ¿Chocan o se articulan?
Discutamos la cuestión para no ceder irreflexivamente al papel de víctimas que tarde o temprano nos exige ajustarnos a guiones muy conservadores, despolitizando nuestras acciones. Hay que pensar si más allá del tiempo del hartazgo y el estallido no habría que pesar el riesgo de que nuestros gritos terminen funcionando para expandir persecuciones que no alteran el orden de las cosas. ¿Llegarán la distribución igualitaria de recursos, la desmercantilización de los afectos, la horizontalidad en las relaciones por esta vía?
¿Alcanza con la condición de víctimas de violencias sexistas para defender el mecanismo y el anonimato en algunas denuncias? ¿Y si esa reivindicación fuera tomada por el Estado y nos utilizaran para perseguir, lo que sea y a quien sea, invocando nuestras luchas? ¿Lo pensamos ya? (…).
¿Y después del escrache qué? ¿Pensamos estrategias frente a las contraofensivas conservadoras que llegan bajo la invocación de la injuria y la calumnia en cartas documento? (…) ¿Cómo resistiremos la escena judicial patriarcal si terminamos siendo denunciadas?
Por otro lado, reducir todo a la emocionalidad y condenar solo el método sin comprender la escena de violencias que las precede es subestimar los reclamos de fondo. Vemos una velocidad inusitada para señalar el carácter infamante del fenómeno, sensibilidad de la que ni señales suele haber –o al menos ha sido así mucho tiempo–, cuando con risas, burlas o indiferencias asistimos pasivamente a que las mujeres sean tratadas como putas (no en un sentido reivindicativo), fáciles, regaladas, cuando no dañadas, violentadas sus intimidades con videos robados, burladas con comentarios peyorativos, tratadas de mil formas distintas como cosas. Allí el estigma ni se advierte porque esas prácticas responden al orden patriarcalmente naturalizado de las cosas. No quisiera alentar la idea de que este fenómeno se reduce a pura devolución de violencias cosificantes. Nada parecido.
Hay una densidad mucho más compleja que la pura venganza, y si vamos a hablar de daños, hablemos de todos (…).
Lo que está ocurriendo dice algo sobre los denunciados y sobre quiénes denuncian, pero habla también de las solidaridades misóginas que exceden a los involucrados directamente. Circulan cosas difíciles de escuchar y discutir: el escrache en sí mismo puede parecer irritante, pero no revisar esa táctica tampoco nos mantiene a resguardo de los costos: el backlash de las mitómanas, de la desacreditación, de la banalización de nuestros reclamos, la reedición de moralinas conservadoras sobre nuestras libertades, la devolución en forma de denuncias contra quienes denuncian o la captura instrumental punitiva y el fomento de la delación como modo de relación son ejemplos de ello.
(…) Las preguntas que nos podamos hacer no están centradas en la comodidad o incomodidad que les produzca a lxs otrxs la experiencia del escrache o la denuncia popular –vaya si sabemos de “incomodidades” en primera persona–, más bien creo que deben ir por el lado de las implicancias que tengan las distintas intervenciones, en términos de vidas sostenidamente más libres de violencias, en cuánto y de qué nos libera.
* Esta es una versión abreviada del artículo publicado el 24/04/2018 en Inrockuptibles
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