Había muchas escaleras, tanques enormes, de acero, de lata, cañerías interminables, laberínticas.
Jueves 9 de julio de 2020 17:39
Visto desde arriba, parecía un juego donde los participantes van sorteando obstáculos. Grandes reflectores se encendían por donde aparecía uno de nosotros. Íbamos por pasarelas muy angostas, tomándonos de las barandas, nos perdíamos. De los equipos de aire salía un humo enceguecedor y nosotros andábamos a tientas. Nos buscaban, nosotros seguíamos deambulando en el laberinto llamándonos por nuestros nombres y apodos. Nuestras voces resonaban huecas, como en un espacio vacío. Me dije: “No es nada, así suenan las voces en los sueños”.
Bajábamos por escalerillas pequeñas, de tramos cortos y aparecíamos en pasillos amarillos, abriendo y cerrando escotillas. “¿Esto es la fábrica?”, decíamos. Todo era tan distinto. No podíamos mirarnos a los ojos cuando nos cruzábamos porque con las máscaras de plástico nuestras caras eran reflejos de las máquinas, de los bronces de las cañerías. Nuestros ojos de espanto estaban eclipsados.
“¿Esto es la fábrica?”. Seguíamos repitiendo, con la voz hueca. Yo que sabía, quería decirles que no, que estábamos dentro de un sueño. No estaba segura si era mío, o de algún desgraciado que nos soñaba así, diezmados, con miedo, buscándonos entre reflectores amarillentos, respirando el olor fuerte a chocolate.
Quizás sí lo estaba soñando, no como una desgraciada, quizás estoy viendo cómo nos ven los de arriba, desgraciada no pero sí desgraciado el sueño.
Entré a un sanatorio totalmente aséptico, un pasillo aséptico, una mujer iba delante de mí, dos metros adelante, yo iba vestida de negro, contrastaba con tanta salubridad. “Va a pasar la paciente”, iba diciendo la chica que me precedía, como una anunciadora de la peste. Y pasaba yo, alrededor los médicos y otros trabajadores se iban corriendo. Hasta que entré a un consultorio. Un teléfono y mi soledad. Este es otro sueño. Ya no están los que bajaban escaleras, pero igual oigo sus nombres, quiero despertarme, quiero que me digan que estoy en mi casa durmiendo con Fermín, pero es largo el sueño. Estoy en un lugar donde mi ventana da a un pulmón de manzana. Un hombre hamaca a un niño en un balcón. Después de un rato de mirar, me di cuenta de que el balcón tenía una red de contención.
También yo la tenía, la puerta cerrada, sólo me hablaban por teléfono, preguntándome si estaba bien. Me dejaban la comida en la puerta. Pensaba en mi balcón, en el sol, en mi gatito durmiendo en mi sillón. El hombre y el niño en la hamaca ya no estaban, iba bajando el sol y comenzaba a sentirme sola. Quizás debía despertarme, pero no. No despertaba. No andaba por pasarelas ni cerrando escotillas, pero no despertaba.
Me senté cerca de la ventana y al rato el teléfono sonó, me dijeron una frase que indicaba el final del sueño, la frase que te acaricia el pelo y te dice “estás bien”. “Carina tu resultado es negativo”. Después vinieron las instrucciones para terminar de despertar.
Al rato salí a la calle, el frío me cortó la cara, los que andaban por los pasillos angostos en el laberinto, me hablaban, yo reconocía cada una de sus voces. Las luces de las máquinas se encendían, el trac trac trac de las líneas de producción comenzaba a invadir todo el espacio de la pesadilla. Me desperté.
No estoy segura si todo fue parte de un mismo sueño o uno era parte de la injusticia a la que nos exponen los que miran sólo sus bolsillos, los que no andan deambulando por los hospitales, ni sanatorios. Y el otro, de alguna manera, también.