La nueva novela de Gabriela Cabezón Cámara navega la historia de la ex china de Martín Fierro. Conocer el mundo a través de ojos y lenguas nuevas mientras una carreta avanza tierra adentro.
Celeste Murillo @rompe_teclas
Domingo 5 de noviembre de 2017 00:05
Imagen: detalle de la tapa de Las aventuras de la China Iron
Las aventuras de la China Iron, escrita por Gabriela Cabezón Cámara y publicada por Random House, centra su historia en la mirada de un personaje nombrado al pasar en el Martín Fierro, la china. La ausencia de su mirada, así como la de las mujeres en general, apenas objetos en la literatura gauchesca, es una de las características subvertidas en esta road movie literaria, donde dos mujeres cruzan el desierto que la clase dominante “limpiará” para la nación Argentina.
El punto de partida de Las aventuras… es el momento en el que Martín Fierro es llevado por la leva y deja atrás a su mujer e hijos. Esa mujer sin nombre, “nacida huérfana”, según sus palabras, ganada por Fierro en partido de truco y que a los 14 años ya había parido dos hijos, se encuentra sola ante la libertad impensada. “La falta de ideas me tenía atada, la ignorancia. No sabía que podía andar suelta, no lo supe hasta que lo estuve”. En ese momento se une a Elizabeth, que busca a su esposo, un inglés de “Inca la perra”, como recitan los versos del libro canónico de José Hernández. A diferencia de Liz, ella ni sueña con ir tras su esposo.
Nuestra narradora, la china, Josephine Star Iron o Tararira (según el momento) empieza así el recorrido de mundos nuevos. El “no sabía que podía andar suelta” adquiere su expresión máxima en el hecho de que la china no tiene nombre. Su “bautismo” será a la vez fin y principio, en ese orden: ya no será más una china, ahora será Josephine Star (estrella en castellano, en honor a su cachorro Estreya) Iron, fierro en inglés y el último vestigio de su relación con Martín Fierro.
Lenguas y lenguas
La relación entre la china y Liz va a estar marcada por el conocimiento mutuo a través de las lenguas, la madre, la nueva y las que van naciendo de la mezcla de dos mundos que se encuentran. Con las palabras aprendidas surgen las ideas no pensadas, las posibilidades no imaginadas. En el interior de la carreta chocan, para después fundirse, el mundo de los “procesos sordos, ciegos (…) primordiales, invisibles, ligados a la magma de todos los principios y todos los fines” y el de la “isla de hierro y del vapor, de la inteligencia, la que construye sobre el trabajo de los hombres y no sobre la tierra y la carne”. La china y Liz son esos mundos y, a la vez, la posibilidad de uno nuevo.
En una mezcla de inglés y castellano, Liz le muestra el mundo a través de “los ojos” de la Inglaterra industrial, la de las manufacturas y la etiqueta. La china se viste por primera vez con seda y lana, descubre otra realidad en la que los cuerpos no se ajan como cuero al sol, se pregunta de dónde vienen las cosas por primera vez, piensa el mundo por primera vez. Y lo hace “bajo el imperio de Inglaterra”, a través del tea (té) y la wool (lana), preguntándose qué hay “arriba” cuando se choca con la idea de que hay un mundo que no acaba en la tapera, el caserío, o a lo sumo en la ciudad que alguna vez escuchó nombrar. África, China, los negros de Estados Unidos que recogen el algodón, los carros que mueven las ruedas con palos y ya no necesitan animales, como le explica a sus caballos Rosario (o Rosa o Rose), el gaucho medio indio-medio guaraní, que se suma a nuestro convoy.
En la libertad que no se imaginaba, la china también descubre el deseo, que acaso solo había conocido de reojo con ese enamorado -ella sospecha- arrebatado por Fierro. Los besos, el sexo y el amor -un amor que se arma sin jerarquías, a fuerza de conocer juntas- se cruzan en el mundo interno de la carreta, mientras afuera solo hay polvo. Todo es descubrimiento: desde el primer beso, ese que no estaba segura de que fuera “una costumbre inglesa o un pecado internacional”, pasando por aquella vez en la que se vistió de gringo, Liz le dijo good boy y “acercó mi cara a la suya con las manos y me besó en la boca”, hasta la primera vez que se encontró con “las ganas que goteaban, que pendieron de la punta de los pelos de mi pubis hasta que se me derramaron lentas y pesadas por los muslos”.
“Me sorprendió, no entendí, no sabía que se podía y se me había revelado como una naturaleza, ¿por qué no iba a poderse? No se hacía, nomás, allá en el caserío, las mujeres no se besaban entre ellas”, resumió la china en su cabeza. A partir de ese momento, convivirán en ella, sin tensiones, el joven muchacho inglés que se cortó el pelo y se calzó la escopeta en el desierto y la chica que se viste con enaguas y tiene sexo con la inglesa en la carreta.
Géneros y géneros
Cabezón Cámara interviene y subvierte el orden que reinaba en la llanura del Martín Fierro, texto fundacional de la literatura argentina, tan canónico como releído y reinterpretado. La gauchesca deja entrever la construcción y las transformaciones de la imagen del gaucho, que a su vez dejan ver las transformaciones de la Argentina naciente. “Hubo que conquistarle una tierra a la Patria, siguió explicando Hernández los huesos que rodeaban su estancia, no nos la cedieron gratis los salvajes”, según palabras de José Hernández, transformado él en un personaje de Las aventuras…. La Patria era ese país de los terrenos alambrados y los grandes terratenientes, lejos ya de la llanura sin fin, el de la frontera entre civilización y barbarie. “Fueron buenos soldados de la Patria, eso sí, son valientes los gauchos, pero ya no hay más guerra que la de conquistar la tierra metro a metro con las armas lentas de la industria agropecuaria”, dice el Hernández de la novela. A propósito de esa frontera civilización/barbarie, en una entrevista con Patricia Kolesnicov, Cabezón Cámara dice, “la idea en esta novela es que esa división de civilización y barbarie es mentira, la descripción cruel que Hernández hace de los indios en la segunda parte de Martín Fierro es falsa. Es una operación de propaganda”.
Esa “operación” es la que lleva adelante el Hernández-personaje cuando el convoy llega a la estancia, y les habla de ese pueblo, “que pasa de amasijo de larvas a masa trabajadora, imagínese, milady, que no será sin dolor, pero, ay, hemos debido sacrificar nuestra conmiseración, todos hemos de sacrificarnos para la consolidación de la Nación Argentina”. Y resumía en una frase la relación entre los gauchos, los terratenientes y el Estado: “... atrás de nosotros está el Ejército Argentino, que también son ellos aunque menos que nosotros -acá todos somos todo pero no del mismo modo, algunos somos completamente y otros en parte...”.
A su vez, el género de nuestra narradora, el de las ausentes en la literatura gauchesca, es una “declaración de intenciones” de esta novela-intervención del Fierro. Pero no se queda ahí, la voz de la china, su visión del mundo y sus experiencias no se ajustan al modelo de la mujeres de aquella época y dan por tierra con estereotipos aún vigentes en ésta. La mujer frágil y dependiente casi no tiene lugar en las llanuras de la china Iron; sus protagonistas son fuertes, enfrentan la adversidad, la sexualdiad no aparece encorsetada en la heteronorma y las relaciones aspiran construirse sobre la igualdad.
Y de la misma forma que el Martín Fierro es intervenido y transformado, se transforman la china y el propio Fierro, cruzando las barreras de las identidades “normales” y estáticas de la “civilización”. Durante los días en la estancia de Hernández es cuando más se ve el choque entre esa pretendida civilización y la “operada” barbarie, en las diatribas sobre los gauchos, los indios y la tierra que era necesaria para la Patria. Es también en la estancia donde la china es durante los días un varón, pretendido hermano medio mudo de la inglesa, y durante las noches, una mujer y su amante.
En esa convivencia se trasluce la “fluidez” de la idea del género en la china, que se viste indistintamente de varón o mujer. Y en esos pasajes no existe una separación clara, como cuando Liz la abraza y le dice “My Josephine, my good boy” (mi Josefina, mi buen chico). Más adelante, al entrar al otro mundo veremos algo parecido, cuando Kaukalitrán la recibe con un “Bienvenida a nuestra fiesta, mi querida muchacho inglés” y algo similar pasará con Fierro, despojado de la bestialidad de su vida anterior.
Civilización y civilización
En Las aventuras…, cuando llegamos a “Tierra adentro” nos encontramos con un universo que nada tiene que ver con la barbarie narrada por el Hernández-personaje, embriagado por su amor al imperio y la construcción de la Nación argentina. Desde que parten de la estancia, y empieza la última parte del libro, ese afuera es la libertad: “Yes, freedom, is the best air” (Sí, la libertad, es el mejor aire), “otra vez respirábamos, como si hubiéramos salido de una cueva, como si el aire de la estancia hubiera sido turbio”.
El encuentro con el mundo salvaje, con los indios, le provoca ansiedad a nuestro convoy. Pero cuando se concreta nada tiene que ver con las fantasías alimentadas por los cuentos donde los indios azotaban y castigaban a las cautivas. “Habíamos llegado un día de fiesta: la plenitud del verano celebraban y la generosidad de la tierra que prodigaba sus frutos sin pedir más trabajo que extender las manos hacia los árboles o bolear a uno de los muchos bichos que andaban dando vueltas por el suelo o flechar a los peces y los pájaros”. En ese encuentro con los otros (que no son tan distintos a ellos), vuelve a descubrir la china lo voluble que puede ser el deseo, “la cantidad de apetitos que podía tener mi cuerpo: quise ser la mora y la boca que mordía la mora”.
En esa “Tierra adentro”, la barbarie según ellos (los que acusan desde la estancia y la Nación argentina), se funda un mundo verdaderamente libre, donde no hay jerarquías de ningún tipo: ni de nacionalidades, ni de etnias, ni de lenguas ni de clase, una nación donde “las mujeres tenemos el mismo poder que los hombres”. Allí es donde la china se reencuentra con el que había sido su marido, solo que ahora ella no es más esa mujer y él tampoco es aquel hombre, “parecía una china disfrazada de flamenco, se le notaba algo macho en una sombra de barba y nada más”. En este paraíso, las familias no son las de sangre, son las que se van armando y eligiendo cuando se duerme una ruka (casa), otra noche en otra, y se amanece abrazando a hijos que no eran “tuyos” e hijas que hasta ayer no conocías.
Allí donde la vida se vuelve elástica y ya no sufre las restricciones de las normas infinitas, nacen mundos nuevos, donde se mezclan las lenguas, los sexos y los géneros. Un mundo verdaderamente libre, con colores, texturas, con lagunas vivas y humanos emplumados. Un mundo nuevo que se parece muy poco a la barbarie y a la civilización.
Celeste Murillo
Columnista de cultura y géneros en el programa de radio El Círculo Rojo.