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Red Internacional
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LATIDOS PORTEÑOS 10. Las callecitas de Buenos Aires

Sábado 11 de octubre de 2014

La ciudad parece masoquista en el nombre de algunas de sus calles. Llamar Rivadavia a su orgullosa avenida más larga, es un autoflagelo si se tiene en cuenta que Bernardino fue el que dio el puntapié para nuestra inmortal deuda externa. Y pobres los vecinos de Caballito, Flores, Floresta, Liniers y Villa Luro que tienen que circular, como le gustaba decir, por Ramón L. Falcón, aquel jefe policial genocida que mandó a masacrar una de las primeras grandes manifestaciones obreras ocurridas el 1° de Mayo de 1909 en el barrio de Monserrat. Ocho fueron los muertos, decenas fueron los heridos, centenares los detenidos. Pero el célebre anarquista Simón Radowitzky esperó hasta el 14 de noviembre, y al paso del pomposo carruaje que trasladaba al comisario Falcón le tiró encima el artefacto explosivo casero que había preparado en su mísera pensión de la Boca. Falcón murió y fue calle, no lo fueron los trabajadores que cayeron bajo sus balas y menos que menos el romántico Simón.

Otra mala costumbre que nos costó mucho quitarnos de encima a los porteños, fue llamar Puente Uriburu al emblemático Puente Alsina. ¡Uriburu, nada menos! La calle con ese nombre que da escalofríos, sigue igual serpenteando por el Once y Barrio Norte, pero al menos en 2002, una ordenanza acabó con Uriburu en el puente de Pompeya. No es que Adolfo Alsina haya sido una pinturita, pero al lado de Uriburu… Con ese general, se inauguraron en 1930 las dictaduras en el país, y también el fascismo, cuya consecuencia más palpable fue la aplicación de la tortura a los militantes y dirigentes opositores, que tuvieron el horrendo privilegio de estrenar la picana eléctrica bajo la batuta de Polo Lugones, su inventor, jefe de policía de Uriburu e hijo del escritor Leopoldo. Inolvidable y macabro fue lo que ocurrió con Pirí Lugones, escritora, traductora y militante social, que en 1978 fue desaparecida por la dictadura, y dicen, picaneada con el artefacto ideado por su progenitor. Pirí se presentaba como “nieta de un poeta, hija de un torturador”. No hay calle para Pirí…

Menos mal que uno a veces se arrima a caminar por Versalles y se cruza con calles como Víctor Hugo, Moliere, Virgilio, Paul Groussac, Cervantes, Verdi , contenidas por avenidas del tamaño de Lope de Vega y Calderón de la Barca. Así da gusto andar sin que agredan los carteles en cada esquina. Pero donde se encuentra la mayor agresión y ni siquiera es un esquina sino en medio del cruce de cuatro arterias céntricas, es con el grosero monumento al general Julio Argentino Roca en la Diagonal homónima, que fuera fundado en 1941 y levantado por el escultor José Zorrilla, pariente de la querida China, que ni quería sentir hablar del asunto. Lo único que parece coherente de la estatua, es que monta a un brioso corcel que luce enojado mirando las oficinas del INDEC y sus raros símbolos de inflación de fantasía.

Parece mentira que un país siga rindiendo homenaje durante 73 años, en plena cercanía de su plaza mayor y de su casa de gobierno, a un militar feroz que basó su fama en su infame campaña del desierto del siglo XIX, asesinando a más de doce mil miembros de nuestros pueblo originarios, y esclavizando también, a la sangre que pertenece a casi el sesenta por ciento de la población argentina. El gran Osvaldo Bayer, en su inclaudicable perseverancia, tiene el proyecto y lista la obra, para que desde donde nos mira Roca, nos sonrían nuestras madres, las Mujeres Originarias. Los beneficiarios de tanta riqueza saqueada por Roca, resisten desde el Gobierno de la Ciudad. Pero con Bayer no podrán.