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Red Internacional
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Espacio Abierto. Las huellas de Artaud

En el aniversario de la muerte de Artaud, recordamos a uno de los más originales pensadores que tuvo el teatro en el siglo XX.

Miércoles 4 de marzo de 2015

Antonin Artaud, escritor, director de teatro y actor francés, quizás haya sido la figura más arriesgada a la hora de repensar el teatro en el siglo XX. Su mayor inspiración la encontró muy lejos de los cánones del teatro occidental. Fue del teatro oriental del que extrajo sus ideas más potentes para pensar un teatro cuyo elemento central no fuera el texto. Su obra y su vida conmueven porque son el testimonio de una búsqueda radical.

En su libro más importante, “El teatro y su doble”, que compila muchos de sus ensayos, se traslucen como en ningún otro las huellas de su búsqueda de un teatro orientado hacia los sentidos que recobre una cierta función ritual que él consideraba, el teatro occidental había perdido. Artaud reivindica el derecho de la escena por sobre el del libro, el del gesto por sobre el diálogo. “¿Como es posible –se pregunta en ese libro- que para el teatro occidental no haya otro teatro que el del diálogo?”, para afirmar luego, en su primer manifiesto: “importa ante todo romper la sujeción del teatro al texto, y recobrar la noción de una especie de lenguaje único a medio camino entre el gesto y el pensamiento”.

Una afirmación como ésta permite comprender la afinidad que pensadores como Gilles Deleuze, Jacques Derrida o Michel Foucault tienen con Artaud. La sed por escapar de los grilletes del lenguaje, por explorar experiencias pre-simbólicas, por conquistar un lenguaje intensivo en oposición a uno representativo, son todas búsquedas que caracterizan a gran parte de la generación de pensadores franceses habitualmente denominados “posestructuralistas”. ¿Qué es aquello que “escapa al dominio del lenguaje hablado”? ¿Hay vehículo más preciso y adecuado que la palabra para expresar? La pantomima –respondería Deleuze años después- es uno de los lenguajes más elaborados.

Artaud y la psiquiatría

No solo en el terreno artístico encuentran éstos filósofos la resonancia del pensamiento de Artaud, también en el teórico. Es famosa la carta de éste dirigida a los médicos psiquiatras encargados de cuidarlo. Esa carta resulta más bien un verdadero manifiesto contra la psiquiatría y sus manicomios, que será referencia obligada dos décadas después para el movimiento antipsiquiátrico. Allí, Artaud dispara: “Protestamos contra toda interferencia en el libre desenvolvimiento del delirio. Es tan legítimo y tan lógico como cualquier otra sucesión de ideas y actos humanos (…) Los locos, sobre todo, son víctimas individuales de la dictadura social (…) Traten de recordar esto, mañana por la mañana, en sus rondas, cuando, sin conocer su lenguaje, intenten ustedes conversar con esos seres, sobre los cuales –reconózcanlo- no tienen ustedes más que una ventaja, a saber, la fuerza”.

La vida de Artaud, marcada por su trágica relación con la medicina, va a acabar representando un símbolo de la crudeza con la que actúa la psiquiatría sobre los enfermos mentales. Basta ver las fotografías del antes y el después de Artaud tras pasar por los manicomios para constatar cómo su belleza física había desaparecido tras sufrir varios tratamientos de electroshock.

Una década y monedas luego de su muerte (en 1948), se publica un libro que va a mover el avispero del debate psiquiátrico y psicológico. Se trata de “La edad de la locura en la época clásica”, de Michel Foucault, libro cuyo título originalmente iba a ser “Locura y Civilización”. El magnetismo que había producido Artaud en el joven filósofo francés se cuela en la tesis doctoral de éste. Cita directamente una frase del actor: “El humanismo del Renacimiento no fue una ampliación, sino más bien una disminución del hombre”.

El anti – humanismo de gran parte de la intelectualidad francesa estructuralista y posestructuralista encontró en Artaud a uno de sus más geniales precursores. Artaud desechaba la composición de piezas teatrales en torno al psicologismo de los personajes. No era el clásico drama del “hombre” (entendido en su connotación moderna) lo que le interesaba, sino la exploración de lo inhumano y lo sobrehumano.

Pero la atracción que Artaud produjo en Foucault no fue meramente a través de sus escritos. El joven Foucault, en 1947, asistió a la última presentación en público del actor. Se trataba de su primera aparición luego de haber sido dado de alta, tras permanecer casi una década internado. En el público, se encontraba buena parte de las letras francesas, ansiosa por ver la reaparición del artista.

“Me pongo en el lugar de ustedes –le dijo al público- y advierto que lo que les he dicho nada tiene de interesante. Sigue siendo teatro. ¿Qué se puede hacer para ser verdaderamente sincero?”. Con esta reflexión, Artaud concluyó casi tres horas de espectáculo. Los testigos de la que acabaría siendo su última presentación pública coinciden en recordar lo angustiante que había sido verlo al actor sólo en escena leyendo sus escritos, de a ratos balbuceante y tembloroso, de a ratos instalado en larguísimos silencios. La pregunta que a Foucault le provocó el acontecimiento resuena en el trasfondo de su primera gran obra: ¿Estaba loco Artaud o era, por el contrario, una suerte de Zaratustra moderno? Foucault acaba inclinándose por lo último. Junto con Nerval, Nietzsche, Van Gogh, Holderlin y Raymond Russell, Artaud sería, según el filósofo francés, uno de los pocos en haber podido traspasar los muros del castillo de nuestra Razón moderna y humanista, responsable de controlar y estigmatizar la experiencia de la locura. Todos éstos representarían ejemplos de que el modo trágico de experimentar la existencia aún sobrevive entre nosotros.

En su última presentación, Artaud había intentado borrar la frontera entre ser y actuar. Había querido transgredir el carácter representativo de toda obra, exponiendo lo real. A André Gidé le había parecido “más admirable que nunca”, quizás porque en ese momento había podido vislumbrarse algo de ese “teatro de la crueldad” que Artaud había proyectado y que su enfermedad le había impedido desarrollar.

El teatro de la crueldad

Artaud se cuida, en una carta a un amigo, de precisar que al usar el término crueldad no está pensando en “sadismo ni sangre”. Y, en la misma carta, se interroga: “Filosóficamente hablando, ¿qué es por otra parte la crueldad? Desde el punto de vista del espíritu crueldad significa rigor, aplicación y decisión implacable, determinación irreversible, absoluta”.

La crueldad en la que piensa Artaud se vincula con la Necesidad, con la determinación para realizar un destino que sentimos ineluctable. Se ve: su concepción es trágica, en el sentido más vital de la palabra. El teatro que proyecta Artaud, inspirado en gran medida en ideas orientales –sobre todo extraídas del teatro balinés-, busca recobrar una concepción metafísica del teatro, recuperando su función ritual, con el objeto de que logre trastornar “todos nuestros preconceptos, que nos inspire con el magnetismo ardiente de sus imágenes, y que actúe en nosotros como una terapéutica espiritual de imborrable efecto”. Para ello, debe apelarse a un lenguaje “objetivo y concreto”. Ese lenguaje “penetra la sensibilidad. Abandonando los usos occidentales de la palabra, transforma los vocablos en encantamientos. Da extensión a la voz (…) Libera el sentido de un nuevo lirismo del gesto que (…) concluye por sobrepasar el lirismo de las palabras”.

En una Europa atravesada por las dos guerras mundiales, enmudecida por ellas, acaso el absurdo de Beckett o la estrambótica propuesta del teatro de la crueldad de Artaud resultaban vías de expresión acordes a la realidad de un mundo herido y de cuerpos fragmentados, testigos de un horror difícil de simbolizar.

Buena parte de la intelectualidad francesa emergente, que había vivido la segunda guerra durante su juventud, no tardó en retomar esta herencia a la hora de proponerse pensar más allá de los límites de la Razón. Es el caso, sobre todo, de Deleuze, Foucault y Derrida. Será esa generación la que gradualmente irá desplazando al existencialismo sartreano de su lugar privilegiado en el campo filosófico francés. En esa configuración de posguerra, empezaba a parecer que la responsabilidad que Sartre depositaba en el sujeto y en sus decisiones “existenciales” era excesiva, poco adecuada a una realidad que mostraba el enorme peso que la historia hacía caer sobre los hombres. Los pensadores franceses comenzaban la aventura estructuralista, que luego, para algunos de ellos, derivaría en el posestructuralismo. Sobre todo esta última corriente estaría signada por una búsqueda muy ligada a los intereses de Artaud, aproximados por una cierta concepción del lenguaje y de la experiencia.

Artaud y El Flaco

Y aunque todo esto parezca algo lejano, vale la pena recordar que la influencia de Artaud cruzó el charco y llegó a América. No solamente a México, en donde el actor pasó una larga temporada para convivir con tribus indígenas, sino también a Argentina. Nos llegó a nosotros de un modo sorpresivo. Fue de la mano de otro poeta, cuando El Flaco Spinetta, en 1973, escogió su nombre como título para su mejor álbum.

El influjo que le causó a Spinetta leer las obras de Artaud se plasmó con contundencia no sólo en el disco, sino en el Manifiesto “Rock: música dura, la suicidada por la sociedad”, emulando el título artaudiano “Van Gogh, el suicidado por la sociedad”. El escrito fue repartido entre los espectadores que habían asistido al Teatro Astral para presenciar el lanzamiento del disco. Allí, el Flaco denunciaba a “los representantes y productores en general, y los merodeadores de éstos sin excepción, por indefinición ideológica y especulación comercial”.

La lectura de ese texto de Artaud, junto con la de “Heliogábalo, el anarquista coronado”, habían sido las que más habían marcado al Flaco. El texto del francés sobre Van Gogh lo había conducido a leer las cartas de éste a su hermano Theo, y es “Cantata de puentes amarillos” la canción del disco que recoge con mayor nitidez la cosecha de imágenes que extrajo de la lectura de esa correspondencia.

Sin embargo, El flaco aclara que “yo le dediqué el disco a Artaud, pero en ningún momento tomé sus obras como punto de partida. El disco fue una respuesta al sufrimiento que acarrea leer sus obras (…) la idea del álbum era exponer un antídoto contra lo que opinó Artaud” (“Spinetta. Crónicas e iluminaciones”, E.Berti) Un Spinetta retrospectivo (las entrevistas compiladas en ese libro datan de 1988, quince años después de “Artaud”) contrapone dos actitudes: la de Lennon y la de Artaud.

Para éste último, “la respuesta del hombre es la locura; para Lennon es el amor”.

Esta oposición no habría existido para Spinetta en el momento de ser compuesto “Artaud”, según queda registrado en una entrevista que le hiciera Miguel Grinberg en 1973, en donde El flaco emparenta la poesía de Los Beatles y la de Artaud”.

Como sea, acaso ésta huella de Artaud sobre Spinetta haya sido una de las más fecundas y originales, y sin duda uno de los homenajes más apasionados al rabioso Artaud, que ha marcado con su nombre al que, por muchos, es considerado el mejor disco del rock argentino.