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Red Internacional
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El Telescopio. Las manos gastadas

Encuentros en un colectivo en viaje a Mendoza. Golondrinas. Explotación y maltrato en las viñas. Y la noticia de una muerte violenta. Entre la ficción y lo posible.

Viernes 3 de febrero de 2023 10:10

El ambiente, falto de aire, estaba climatizado con el calor humano luego de horas de encierro. Se respiraba el olor a los demás y, de fondo, entonaba el ruido de la gente tomando del pico las botellas plásticas que, al apretarlas, sonaban con su típico chillido.

En una parada subió él, con el bolso negro gastado hasta el parche. Parecía que había metido toda su vida ahí adentro.

Después de ir mirando con dificultad cuál era su asiento, se frenó en un lugar vacío y dio con el suyo. El pibe del asiento contiguo, del lado de la ventana, tardó en sacar todas sus cosas del asiento que él tenía asignado. Sin hablarle, las sacó lentamente y, sin más, volteó la cabeza a la ventana ni bien terminó de sacar todo.

Su tardanza y falta de registro del otro me irritó más que la falta de aire.

Tenía la tez toda curtida por el sol, con un tatuaje en el antebrazo que no pude ver qué era. Mas bien era un manchón negro que en algún momento habría estado mejor definido.

A los minutos le sonó el teléfono. Pude ver que lo llamaba Raúl. El celular no le funcionaba bien, tenía una cinta como de haber sido arreglado hace poco pero para atender debía ponerlo en altavoz.

Raúl sabía que estaba en viaje. Le pedía sus coordenadas.

Ramón respondía de forma circular y con pocas palabras, como si quisiera decir más pero de su boca salía siempre lo mismo. Su voz era suave, finita y con la entonación del fondo de la provincia. Sus dedos eran duros y rajados. Cada tanto veía el teléfono haciendo malabares para prenderlo y tardaba en entrar a las aplicaciones por la lentitud del móvil y de sus dedos. Marcaba el teléfono como apretando uvas.

Raúl era el regente del ’empresario exitoso’. Había salido del mismo lugar que él, pero se hizo un huequito al lado del patrón al son del látigo y las agachadas constantes. Era más brutal que el dueño. Éste tenía un nombre más sofisticado y elegante. Don Felipe o algo así. Sus directivas eran seguras de sí mismas, de falsa cordialidad y sonrisa apretada. No les decía “colaboradores”, porque eso es de las empresas de la ciudad.
Acá es laburo, el milenario, el de tripalium.

El círculo de extorsión ya había sido rodado. Estaba marcado bajo sangre y lodo. La distribución de clase había dictado sentencia y se reproducía de modo natural a punta de hambre y bayoneta.

Él no había terminado la secundaria. Sí, quizá, unos años de primaria que le alcanzaron para saber leer y escribir. ¿Para qué más?

Desde chico, sabía cuándo abrir el paraguas o saltar si había charco. Lo olía desde lejos. Sus viejos lo cargaron en sus espaldas apenas nació y con él salían de la casilla hacia la hectárea. Ahí se hizo ese corte en la cabeza con una rama. Aquel día no pudieron contenerle la sangre y a sus padres les costó el día de trabajo. Todavía se percibe el tajo. Ahora está rodeado de su pelo negro sin canas, a prueba de 14 horas de rayos de sol.

El oficio lo tenía marcado en la piel. Nació con olor a vino, madera y tierra mojada.
Su padre y madre fallecieron cuando Ramón entraba en la adolescencia. Aun así, era un excluido de la herencia que, por derecho de trabajarla, le correspondía.

Era claro, por la conversación que pude escuchar, que no sabía a dónde estaba yendo ni dónde tenía que bajar. Una mujer del asiento del costado, cruzando el pasillo que dividía las butacas, que estaba tan atenta como yo de la situación, lo ayudaba dándole algunas indicaciones, aunque su ayuda lo confundía más.

Un chico había vomitado en una bolsa y el hermano le secaba el jugo gástrico. Una mujer adulta se abanicaba con un folio que contenía los papeles de viaje. Era más espamento que otra cosa. Sus movimientos le devolvían un aire caliente con el olor al sanguche del tipo de al lado.

Me acerqué a la cabina. Le supliqué al chofer que subiera el aire acondicionado y me respondió amablemente que “no tiraba”.

Al rato paramos en no sé dónde. Bajé a armarme un cigarro, cagado de calor y transpirando desgano. Puteé a la empresa y dije en voz alta que iniciaría el reclamo. “Hay que sacarles guita”, acordamos con mi compañera.

Volvimos a arrancar y el aire nunca enfrió lo suficiente como para cagarse de frío, como en cualquier bondi de larga distancia en el que tenés que pedir una frazada. Qué mundo manejado por imbéciles, pensé.

Él también había bajado a fumar y comprarse más cigarros. Oí que hablaba con la mujer que seguí dándole indicaciones de que luego de bajarse debía tomar otro colectivo que iba a donde tenía que llegar.

A Ramón lo metieron en el larga distancia y lo controlaban vía telefónica.

Otra vez paramos. La Gendarmería subió con un perro a joder. Hicieron todo el acting. Primero fueron hasta el final del pasillo, mirando a todos con cara de circunstancia mientras el perro movía la cola. El gendarme volvió sobre sus pasos y hacia el medio del pasillo eligió arbitrariamente al joven de barba, morral de llamas y un tatuaje en el cuello que parecía ser la silueta de América dada vuelta. Tenía comprado todos los números pero, sin embargo, el adoctrinamiento falló. El pibe no tenía nada o lo tenía bien escondido. Tuvo que volver a guardar todo después de mirar al milico con cara de orto.

Mientras tanto, Ramón, estaba ahí, siendo llamado por Raúl.

Anunciaron la llegada y, como era de esperarse, todos salieron al mismo momento. Siempre está el que obtura el pasillo sacando su bolso del maletero. Esperamos sentados a que se liberara el pasillo y salimos. No lo ví más y por un tiempo no supe más de él.

A los días, a la orilla del río, escuché a unos viejos hablar de una noticia salida de un medio local. Hablaban de un golondrina que había asesinado a facazos a su patrón. Decían que el empresario tenía cortes en todo el cuerpo y que, según peritos, había muerto luego de varios días de agonía. Pero, además de los cortes, extrañamente le encontraron un racimo de uvas en la garganta.

Presuntamente el asesino había sido un señor que trabajaba para él.

Los vi agarrar unos vasos, hielos y una damajuana para toda una familia que esperaba ser abierta. Comenzaron el ritual, llenaron los vasos uno por uno, chocaron sus tragos volcando el tinto y, sin murmurar, dijeron: ¡por los golondrinas!