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Red Internacional
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MASACRE DE TLATELOLCO. Lecumberri, Tlatelolco y el movimiento estudiantil mexicano de 1968

Tres momentos del movimiento estudiantil mexicano, donde se retrata, de forma narrativa, el ascenso de su lucha y la represión del gobierno de Díaz Ordaz*.

Domingo 2 de octubre de 2016

Lecumberri, el carcelazo

Antes de Tlatelolco, las cárceles ya estaban atestadas de presos políticos. La mayoría de ellos, estudiantes maoístas, trotskistas, guevaristas, “peces” del Partido Comunista. Estaban distribuidos entre Lecumberri, Santa Martha de Acatitla y el Campo Militar. El ejército los secuestraba de sus domicilios o en la misma calle, los interrogaban: “¿Qué secretarios de estado financian el movimiento?” “¿Como consiguen las armas?” Luego, o antes, las torturas, la calentada. “¡Pinches estudiantes!” y picana, golpes o a culatazo limpio, firmaban declaraciones autoinculpandose y terminaban en algún rancho de alguna cárcel del Distrito Federal.

Cada día frio y dos vasos de atole. Uno a la mañana y uno a la tarde. Y las necesidades en un bote de veinte litros, que lo dejaban ahí todo el mes. Algunos se la pasaban leyendo y estudiando la mitad del día: Literatura, Historia Universal, Idiomas. Leían el periódico, especialmente El Excélsior. Otros para darse ánimos, por las noches cantaban la Internacional o la Marsellesa, acompañados por alguno que tocara guitarra. También entonaban algunos versos autóctonos como aquel que decía “En la calle de Insurgentes / que chinguen a su madre los agentes”. Generaba alguna discusión con las autoridades, así que hacían silencio y luego, al rato, volvían a cantar. Algunos detenidos, muy pocos, también cantaron, pero en el otro sentido: los traidores, como Sócrates Campos Lemus. De la mano de los soldados, mientras caminaba por los pasillos, visitó calabozos, cantó mentiras, algunas difamaciones y pocas verdades. Identificaba a sus compañeros, su participación en el Consejo Nacional de Huelga, máximo órgano del movimiento. “Celda 13, CNH” escuchó decir el estudiante preso a Sócrates, del otro lado de la celda.

Las celdas de la crujía M, N, C emanaban un olor fuertísimo. Apestaban. No eran los frijoles, ni el atole, los ranchos estaban atestados de cascaras de limón. Por cuarenta días, sesenta y cinco estudiantes estuvieron en huelga de hambre, solo a limón, azúcar y convulsiones. Pero le pusieron fin. La huelga se rompió a golpe de botellazos, varillas, tubos y cualquier objeto punzocortante. Los reos comunes, enviados por las autoridades penitenciarias, arremetieron, los atacaron ferozmente y se llevaron todo y lo que no, lo destruyeron. Colchones, catres, pocillos, ropas, radios, máquinas de escribir, sillas y también los limones.

El Palacio de Lecumberri por dentro, utilizado para torturar estudiantes

Mientras tanto, era agosto o septiembre y afuera seguía el movimiento. Las noticias se colaban por entre los zapatos o dentro de los corpiños de las visitas. Los estudiantes compañeros echaban porras frente a la cárcel “¡MUERA DIAZ ORDAZ!”, “¡LIBERTAD PRESOS POLITICOS!”, escuchaban y sentían, casi llorando, que eran uno y pronto iban a salir.

“La raza esta acelerada”: el movimiento estudiantil de 1968

Durante el transcurso del 68 el movimiento estudiantil creció a pasos agigantados. Ello se debió al enorme poder de organización que habían desarrollado los estudiantes. En la cúspide del movimiento se encontraba el Consejo Nacional de Huelga (CNH), una organización democrática que con cientos de delegados de la UNAM, el IPN (Instituto Politécnico Nacional) y otros colegios, resolvían y debatían sobre cómo seguir la pelea, pero también sobre el imperialismo, Marcuse o la pugna chino-soviética. Las sesiones se extendían mucho, tanto que hasta algunas veces se aprobaba hacer chiflidos y ruidos para despertar a la raza.

En su base se encontraban las brigadas, que como cientos de pequeños acelerados engranajes, movían la pesada maquinaria del movimiento. Brigadas como la del “Che Guevara”, pululaban por todos lados. Recolectaban dinero, hacían pintadas, volanteaban, se acercaban a dialogar con los obreros, realizaban mítines para miles de personas y casi siempre terminaban huyendo de los granaderos. En los camiones, trolebuses, mercados, en los grandes almacenes, en cualquier esquina, hacían una acción relámpago, convocando a la próxima manifestación.

Llegó el 13 de agosto y el movimiento dio un gran paso: la movilización a la imponente plaza del Zócalo. Trescientas mil personas en una columna que serpenteaba entre las calles de la ciudad, repleta de mantas y pancartas, con la adrenalina de estar peleando, fueron entrando a ese enorme espacio. En ella, a los estudiantes, se le sumaron los maestros, los ferrocarrileros y grupos de electricistas. Al llegar, todos juntos le gritaron al presidente priista Díaz Ordaz: “sal al balcón hocicón, sal al balcón, hocicón”. El hocicón nunca salió. Un grupo de manifestantes se desprendió y se fue a realizar un mitin frente al Lecumberri, donde se encontraban sus compañeros, encarcelados. El CNH después de semejante demostración de fuerza cerró la manifestación advirtiendo: “Volveremos al Zócalo y vendremos el doble que ahora”.

Cumpliendo con su palabra, el 27 de agosto el movimiento estaba nuevamente en la plaza mayor. Durante aproximadamente cuatro horas no dejó de entrar gente al Zócalo. En la esquina de San Juan de Letrán, por donde pasaba la columna, un grupo de mujeres, quizás maestras, al ver al lado de la bandera tricolor, una masa compacta de banderas rojas, se pusieron de pie y emocionadas, llorando, los aplaudieron, mientras escuchaban a los estudiantes gritar a coro: “¡el pueblo al poder!, ¡el pueblo al poder!”. Al llegar, la multitud tuvo su bienvenida: las luces de la catedral habían sido prendidas y sus campanas, “echadas a vuelo” por los estudiantes, sonaban estruendosamente. En el asta central flameaba una pequeña bandera rojinegra.

2 de octubre: la masacre de Tlatelolco

Eran las cinco y media de la tarde. En La Plaza de las Tres Culturas se encontraban aproximadamente diez mil personas, en su mayoría estudiantes. También grupos de trabajadores, como los del ferrocarril, amas de casa, incluso vecinos del conjunto habitacional que rodeaba la plaza. Del otro lado un gigantesco operativo policiaco-militar. El mitin ya estaba casi terminando. Los oradores del CNH se encontraban en el tercer piso del edificio Chihuahua. Desde allí, un estudiante anunciaba que se suspendía la manifestación prevista al casco de Santo Tomás cuando sobre el cielo cayeron unas bengalas. Era la señal.

No se habían apagado las bengalas, que Tlatelolco se convirtió en la masacre del movimiento. Francotiradores, identificados con un pañuelo o guante blanco, desde las azoteas y departamentos de los edificios comenzaron a disparar sobre la multitud, induciendo la respuesta del ejército. El ejército cerró las salidas de Tlatelolco y respondió disparando sobre la manifestación. Todo organizado por el gobierno de Díaz Ordaz.

Disparaban los soldados y la policía, desde los helicópteros y los tanques. El Chihuahua se prendió fuego. Los manifestantes corrían de un lado a otro. Los vidrios de las tiendas y departamentos estallaban. Los estudiantes se caían al piso, algunos se levantaban y volvían a correr, otros ya no. La gente corría, otros gritaban “¡no corran!” y soltaban las pancartas. La sangre de las víctimas se iba en la suela de los zapatos. Un muchacho sin una oreja. Otro sin la mitad de su cara. Utilizaron balas expansivas. Estudiantes, con las manos levantadas, escucharon el tableteo de las ametralladoras montadas en los jeeps antes de caer fusilados. Según el informe forense la gran mayoría murió por heridas de bayoneta. En el cráneo, por la espalda, de la axila saliendo por la cadera.

Algunos lograron refugiarse, la mayoría en los departamentos del conjunto habitacional. Algún vecino se animó a abrir la puerta. Sesenta y cinco manifestantes en un departamento, tirados boca abajo. Lo primero: comerse la credencial de estudiante. Otros vecinos no abrieron la puerta, ni respondieron al pedido desesperado que les llegó a través de un papel por debajo de la puerta. El estudiante que quedó en el pasillo, escuchó a los soldados subir por las escaleras. Detrás de un edificio cuatrocientos jóvenes en cuclillas, apuntados por los fusiles del ejército. Los estudiantes bajan temblando por las escaleras de los edificios, con las manos en la nuca. No dejaron entrar a la Cruz Roja hasta bien tarde, cuando ya la lluvia había hinchado los cadáveres. Al otro día, en las instituciones, en los canales de la televisión, en las radios, en las avenidas céntricas, una insultante normalidad, como si nada.

*El presente artículo fue elaborado a partir de los testimonios orales de los participantes y de las diversas fuentes que recopiló Elena Poniatowska y que posteriormente publicó en el libro La noche de Tlatelolco, de reciente edición en Argentina.