Pintora y escritora surrealista, rechazó los privilegios de la clase en la que nació y vivió audazmente en una Europa cruzada por guerras y revoluciones. En lo peor del avance del nazismo, tuvo su pasaje por la locura, de la que salió fortalecida. Terminó sus días en México. Su obra demuestra que los seres humanos podríamos vivir con más libertad e imaginación de la que suponemos.
Cecilia Rodríguez @cecilia.laura.r
Miércoles 20 de octubre de 2021 09:15
Como si fuera un presagio de lo que sería su vida, Leonora Carrington nació el día en que Estados Unidos entró a la Primera guerra mundial y unos días antes de que en Petrogrado estallara la crisis de abril de 1917: clara señal de que la revolución apenas había comenzado.
El enorme jardín inglés que abrigó su infancia en Lancashire no fue suficiente para contener sus aspiraciones. El padre, un hombre violento y riguroso, era uno de los principales accionistas de la Imperial Chemical Industries (ICI) y fue capaz de lanzar a sus hombres por toda Europa en busca de subordinar a Leonora a su mandato de clase. La madre, Maurie Moorehead, había heredado algo de la magia y los relatos de la abuela irlandesa y ayudó a Leonora a estudiar arte, pero nunca abandonó el objetivo de que su hija se casara “bien” e hiciera las paces con los privilegios. Todos fracasaron. Ya desde adolescente Leonora mostró interés únicamente por una cosa: ser libre, dueña de sí misma, cueste lo que cueste.
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“Esta muchacha no colabora ni en el trabajo ni en los juegos”, refirió una vez una monja de uno de los internados a los que vanamente la destinaron. Es que ya sabía Leonora que la libertad que buscaba era incompatible con la vida que ofrecía su familia. Quizá la brutalidad del padre colaboró en la realización. Así se veía ella en los jardines de Lancashire: amortajada, vacuna, preocupantemente parecida a los muertos.
Apenas trabó relación con el surrealismo, huyó de su hogar y se radicó en Francia. El arte fue el modo que encontró para vivir en sus propios términos. Fue una surrealista silvestre, nunca tuvo que esforzarse mucho, le salía natural. Lo que no era natural (y así lo demostró ella) era el lugar que la mayoría de los varones surrealistas les asignaban a las mujeres: la de ser musa, mujer-niña, hipersexualizada. Ninguna de las tres fue Leonora. No quería ser objeto del arte de los demás sino sujeto del propio. De la niñez preservó la imaginación pero no la sumisión a los “mayores”. Y en cuanto la sexualidad, si bien no se detuvo ante el tabú y proclamó una identidad andrógina y salvaje, prefirió el desenfreno mental al carnal: era celosa de su pensamiento, de su mundo interior y de su producción artística, no quería verse condicionada de ningún modo.
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Los caballos y las hienas son de sus animales preferidos. Si en Té verde vemos a un caballo y a un animal símil hiena presos de sí mismos (los árboles a los que están atados son sus propias colas) en su autorretrato vemos al caballo libre y a la hiena posando, orgullosa de sí misma:
Hay todavía otro caballo: el de madera, colgado en la pared. En uno de sus cuentos, “La dama oval”, una niña juega con un caballo así y más bien se convierte en el caballo, solo para ser reprimida y castigada por el padre.
La hiena, cuyas tres tetas contrastan con la Leonora de pecho plano y postura masculina, aparece en otro relato, “La debutante”, que fue elegido por Bretón para integrar su antología del humor negro y trata de un hecho autobiográfico. Entre 1934 y 1935 Leonora fue presentada en una serie de galas ante la corte de Jorge V. Allí conoció a la reina actual antes de que fuera ungida. Pero no quedó muy contenta. “Llevaba una tiara y se me clavaba en el cráneo”, contaría décadas después a su prima y biógrafa, enfatizando las palabras clavaba y cráneo. Quizá por eso en “La debutante” la narradora le pide a una hiena que tome su lugar en la gala y la hiena lo hace, provocando un escándalo.
Ambos relatos salieron publicados en su primer libro La dama oval, seis relatos surrealistas, de 1938.
El pintor Max Ernst fue uno de sus maestros (el más importante) y su primer gran amor. Junto con él militó en el Freier Künstlerbund (movimiento subterráneo de intelectuales antifascistas) y pasó algunos de los años más felices de su vida. Pero aún a ese amor llegó a renunciar para no verse condicionada, atrapada, detenida. Pintó este retrato de su amado, donde el caballo aparece congelado, encapsulado, mucho antes de que se separara de él, presintiendo el fin de la historia:
Sin embargo, entre el presentimiento y el fin empezó la Segunda guerra. Ernst era alemán. Vivía en Francia porque lo perseguían los nazis. Pero cuando empezó la guerra fue declarado enemigo por el gobierno francés y enviado a un campo de concentración (si, la Europa “democrática” también los tenía).
La segunda vez que se lo llevaron, Leonora quebró. El episodio comenzó con ella induciéndose vómitos y estando sin comer por varios días: “mi estómago era el lugar donde se asentaba la sociedad (…) Tenía que eliminar de ese espejo las espesas capas de suciedad (…) a fin de que reflejase clara y fielmente la tierra”. Rápidamente empezó la ocupación alemana de Francia. Leonora es arrancada de su casa y viaja hacia España a través de rutas cercadas por ataúdes y plagadas de camiones que trasladan cuerpos: los brazos y las piernas desbordaban por los costados. Habla bien de ella que se haya vuelto loca durante ese viaje. La locura era Europa y a su cuerpo arribaban los espasmos de la guerra.
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En el libro Memorias desde abajo (en inglés, Down Below, mismo título que un cuadro), Leonora relata este episodio y su posterior internación en un manicomio de la ciudad de Santander, en la España franquista. Este libro excepcional, escrito originalmente apenas dos años después de la internación, relata un evento traumático reciente con un tono calmo y objetivo, sincero en cuanto a la angustia pero de una entereza y un nivel de autoanálisis que en principio no parece posible. Nada es posible y todo es real en la obra de Leonora Carrington.
La salida del manicomio se la debe más a ella misma que a la psiquiatría. El doctor Morales y su abusivo hijo experimentaban con un tratamiento a base de Cardiazol, que producía ataques epilépticos y en muchos casos llevaba a la muerte o empeoramiento del paciente. Pero Leonora no empeoró. En uno de los pasajes del libro da un ejemplo muy ilustrativo de su autotratamiento: cuenta que era habitada por muchos personajes y el que más le desagradaba era la reina Elizabeth I (la de la época de Shakespeare), de quien se consideraba una reencarnación. Para sacársela de encima, construyo una efigie con una mesa, una silla y una licorera como cabeza. La vistió con sus ropas y encima de todo, dalias amarillas y rosas rojas representaban la conciencia monárquica. Así, objetivándola, volviéndola arte, se libró de ella.
Sus manos invariablemente frías la rescataron en dos oportunidades. La primera fue cuando la drástica enfermera Frau Asegurado le provocó un absceso en la pierna para que el dolor la postrara. Como no fue suficiente para detenerla, también la ataron desnuda a la cama. Por la noche, la inflamación le impedía dormir. Leonora se dijo a sí misma: si logro apoyar mi mano fría en el absceso, la inflamación cederá. Logró desatarse y lo hizo. Tenía razón.
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El segundo rescate fue cuando, ya fuera del manicomio, los padres la mandaron bajo tutela de Frau Asegurado y algún hombre de la ICI a Lisboa, con intención de embarcarla hacia otra institución en Sudáfrica. Ella adujo que sus manos frías sufrirían mucho en aquel clima y pidió salir para comprar unos guantes. Dejó a Frau Asegurado en un café y huyó por la puerta de atrás. Con el dinero de los guantes se tomó un taxi a la embajada de México. Así se libró de su padre y la guerra. Apenas tenía 25 años y ya había vivido varias vidas. Se exilió primero en Nueva York y luego en México, país que adoptó y que la adoptó. Allí, procurándose la última rebeldía de luchar contra la vejez (batalla que anticipa y prepara en la excepcional novela, La trompetilla acústica) terminó sus días en 2011.
Siempre se rodeó de inconformistas y revolucionarios. Sus amores después de Ernst fueron el poeta mexicano Renato Leduc, que había luchado en las filas de Pancho Villa, y el fotógrafo húgaro Chiki Weisz, que registró la guerra y revolución española con Robert Capa, pero nunca reclamó autoría por sus fotos (quizá en agradecimiento a Capa, que lo ayudó a huir a México). Conoció a la mayoría de los y las surrealistas, trabó amistad con Bretón, Jodorowsky, Octavio Paz, Remedios Varo y otres de la calaña, inventó la performance ante un atónito Luis Buñuel (en la cena en la que lo conoció, se levantó de su asiento y se metió a la ducha vestida, luego volvió al sillón chorreando agua y le dijo: “es usted muy guapo”) y, sobre todo, nunca dejó de pintar y de escribir.
Al decir de su biógrafa, Joana Moorehead, la vida y la obra de Leonora demuestra que “los seres humanos podemos vivir con más imaginación y libertad de la que suponemos”. Y aunque ejercer esta libertad tiene su costo, la recompensa no se puede valorizar en números ni dinero. “Leonora vivió de forma intrépida. Tuvo miedo, pero le plantó cara, una y otra vez. Y así su vida no estuvo limitada como suelen estarlo las vidas de las personas”.
Para iniciar un viaje extraordinario a las tierras de Leonora, se consiguen algunos de sus libros en español. Los Cuentos Completos fueron publicados por Fondo de Cultura Económica, (Buenos Aires, 2021) y allí se incluyen los dos relatos mencionados. La misma editorial publicó en México La trompetilla acústica y Leche de Sueño, una serie de relatos breves e ilustrados, para niños-adultos y adultos-niños. Memorias desde abajo está editado en Barcelona por Alpha Decay.
Cecilia Rodríguez
Militante del PTS-Frente de Izquierda. Escritora y parte del staff de La Izquierda Diario desde su fundación. Es autora de la novela "El triángulo" (El salmón, 2018) y de Los cuentos de la abuela loba (Hexágono, 2020)