Un día como hoy pero de 1937 moría en Providence, Estados Unidos, el escritor H. P. Lovecraft. Revitalizador del cuento fantástico, en su conservadurismo aristocrático encontraron casa los nuevos terrores del siglo XX.
Viernes 15 de marzo de 2019
Hay un modelo de biografía sobre Lovecraft. Leeremos que nació a finales del siglo XIX en el seno de una familia burguesa del norte de los Estados Unidos; que la muerte de su padre a causa de la sífilis, la crianza excéntrica de su madre y la bancarrota familiar dejaron una huella en su personalidad. También que se trató de un precoz y antisocial lector y que logró convertir su propio infierno personal en la proyección de inquietudes más profundas, latentes en la sociedad de los años 20. Al hacerlo, fue el creador de una narrativa original que colaboró al surgimiento de un tipo de literatura fantástica que sigue existiendo.
Esta explicación adolece de varios problemas que no le impiden ser reivindicada por un arco de escritores que van desde Neil Gaiman (Buenos Presagios) hasta Michel Houellebecq (Sumisión, pero también biógrafo de Lovecraft). El último agrega al cuadro descriptivo de las motivaciones psicológicas del inventor del horror cósmico su deseo de una literatura desmercantilizada, dedicada al deleite del círculo íntimo, a la usanza de los gentlemen poetas del siglo XVIII por los que Lovecraft expresaba una decidida admiración.
Como veremos en esta nota, a la par que los continuadores del género de la literatura fantástica enriquecieron a los mitos de Cthulhu tomando sus elementos constitutivos de su forma, se vieron obligados a diluir su contenido racista y de clase construyendo un mito sobre el propio Lovecraft, tan artificial como el Necronomicon o la Universidad de Miskatonic.
La bancarrota como purgatorio
“La más alarmante tendencia observable de nuestra era es el creciente desprecio por las fuerzas de la ley y el orden. Estimuladas o no por el nocivo ejemplo de la subhumana chusma rusa, el menos inteligente de los grupos humanos parece animado por una singular brutalidad”. Estas palabras son de una editorial de la revista The Conservative de 1919. Lovecraft tenía 29 años cuando escribió estas líneas y su carrera comenzaba a despegar. No serán las primeras ni las últimas con ese tono.
No pretendemos haber descubierto la pólvora al señalar el racismo de Lovecraft. Prolífico cultivador de la literatura epistolar, muchas de sus cartas dan testimonio sobre su opinión sobre la supremacía racial aria, la inferioridad de los negros, los judíos y de las personas de Asia o el sur de Europa, su repulsión hacia la Revolución Rusa y a los obreros que él asociaba a la figura del inmigrante.
Esta concepción aristocrática del mundo está marcada a fuego en su narrativa. Su clasismo es fundamental para comprender lo que él entiende por horror y también para poder admirar genuinamente la originalidad de su sublimación.
Sea en los detalles, como el nombre del gato negro de Las ratas de las paredes (1923), o de concepciones más desarrolladas como en la descripción de la bacanal depravada de mestizos grotescos en La llamada de Cthulhu (1926), toda su carrera literaria hace del racismo un sentido común.
Frente a este “problema”, la crítica especializada se ha encargado de trazar una expiación: La bancarrota de su familia, que lo llevó de una casona patricia a una pensión compartida con sus tías en Providence alimentó su resentimiento social. Pero también ese descenso le abrió las puertas a un intercambio de cartas con decenas de escritores y admiradores en las que iría, dicen, matizando su racismo.
Basta traer a colación un texto tardío de Lovecraft como La sombra sobre Innsmouth(1936) para observar el mismo tratamiento a sus degenerados habitantes. Los híbridos humanoides que poblaban Innsmouth fueron sometidos a la “contaminación” gradual de la cultura anfibia que manaba desde el mar. Una fuerza penetrante los transformaba a los largo de décadas, las mutaciones biológicas son, así, una metáfora para la adopción de los valores de los Antiguos por parte de los hombres. Una derrota cultural.
Horror cósmico y lucha de clases
Para Lovecraft, no se trató solamente de llenar de monstruos los vacíos interestelares o el fondo de los océanos. Adquiere otro sentido la famosa metáfora lovecraftiana que dice que nuestra ignorancia es una isla en medio de un mar de oscuridad si pensamos que el mapa topográfico que hace emerger a esa isla del agua tiene una forma muy parecida a una pirámide social.
Esa otredad amenazadora, adoradora de dioses que no están muertos porque pueden soñar, subliman la pesadilla burguesa frente al derecho a la resurrección de los vencidos. Y por eso, con racismo y machismo incluído, lo que ha logrado Lovecraft es una genialidad. Otra muestra fantástica de esto la vemos en la obra En las montañas de la locura(1936) donde descubrimos (spoiler alert) que los Antiguos fueron derrotados por sus esclavos, los shoggoths, en algo que puede entenderse como una revolución precámbrica.
Se puede interpretar que el miedo que nos genera un ser como Cthulhu parte de nuestra insignificancia en la escala estelar, de la total intrascendencia de nuestras pasiones y anhelos frente a fuerzas que nos preceden y a las que inevitablemente seremos sometidas. Que esto sea así no quita que aquella experiencia puede vivirse sin irnos a la Antártida u observando los sospechosos movimientos de Plutón. Una huelga general también es indiferente al carnero que quiere llegar a su trabajo en colectivo. Tal vez no se horrorice, pero experimentará una impotencia similar a la de los personajes lovecraftianos cuando su individualidad intente torcer la fuerza social que anida en un metrobús desierto.
Cuidado con los burgueses cuando se asustan (pero qué bien escriben)
La novela gótica que anticipaba el género del terror contemporáneo surgió como una crítica romántica al racionalismo. Aquellas almas sensibles descubrieron que al pasar las páginas de la Enciclopedia de Diderot, sus hojas cortaban con el filo de la guillotina de Robespierre. Cuando sus temores se volvieron inofensivos hubo que describir otros. Lovecraft actualizó el arsenal de horrores con una maestría insuperable y destinada a sobrevivirlo.
Llevándonos a los rincones alejados del espacio, amasó la suma de los miedos de una nueva crisis civilizatoria atestiguada por las guerras mundiales, la Revolución Rusa y la Gran Depresión. La indescripción da testimonio de la incapacidad de describir lo que vendrá por nosotros, a golpearnos la puerta de nuestro frágil mundo interior.
El mérito del imaginario lovecraftiano es doble, por lo bueno y por lo inofensivo. Pensemos, sino, que del otro lado del Atlántico otros burgueses igual de asustados y resentidos que él no sublimaron sus temores en criaturas omnipotentes e imaginarias sino que encontraron tranquilidad en los muy reales campos de exterminio del fascismo.