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Red Internacional
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Reseña. Lucila Grossman, revolución y zozobra

Sábado 11 de diciembre de 2021 00:06

Es difícil escribir sobre Acá empieza a deshacerse el cielo porque Acá empieza a deshacerse el cielo no es un libro sino un peldaño más en la obra de Lucila Grossman, un trabajo que se inauguró en 2017 con la irrupción de la novela punk y delirada titulada Mapas terminales. Ya entonces aquella lectura suscitó algo del orden de lo mágico: intocable pero fácilmente perceptible, como algo que no se puede asir, el lector ávido podía dar con la certeza de estar ante algo más que una unidad de sentido, una historia que cierra, cohesiona y concluye. Acá empieza a deshacerse el cielo, publicada en 2021 por el sello editorial Marciana, es la confirmación de que Lucila Grossman no escribe “solamente” libros, sino que escribe y está escribiendo una obra que se organiza alrededor de preocupaciones ciertamente críticas al sistema y las imaginaciones —desesperadas y desesperantes— de futuro.

A la conocida y bendita desgracia de ser mujer, a Grossman se le suma el atributo de la juventud, razón por la que la industria editorial le adjudica, en un acto reflejo de etiquetado frontal, el sintagma “autora joven”. En reseñas y cuartillas de los suplementos culturales, aparecen simpáticas aproximaciones —gran parte de las veces al sujeto escritora y no a su trabajo, a lo que produce— para hacer digerible al mercado un tipo de literatura que a la propia Lucila Grossman no le interesa construir y para ubicarla en un lugar que a las claras no le interesa ocupar. Las razones no están ocultas sino diseminadas en su escritura, ese campo minado: discute y pelea, interroga y desafía, acepta y rechaza al aparato, todo a la vez. ¿Pero a qué se refiere “aparato”? Capitalismo en general y de ahí, para abajo, todo en particular. Grossman arremete contra él justo cuando la lucha es más desigual, en “el momento más álgido y cruel del capitalismo” cuando las personas son “robots, data blanda, compuesta de píxeles, pastilleros pornopop adictos a Internet”.

La autora de Acá empieza a deshacerse el cielo combate cuerpo a cuerpo contra la indulgencia, contra ese pan y queso permanente que se arma entre los privilegios y la culpa de clase, y contra los lugares comunes de la bienintencionada perspectiva de género. Pero Grossman también se obsesiona y beligera con la idea misma de libertad, un bien supremo ligado hoy, más que nunca, a las epopeyas del libre mercado y la retórica libertaria. “¿Ser libre al final es ser un victimario sin culpa?”, se pregunta. “La incomodidad, sobre todas las cosas, es una filosofía de vida”, sentencia al mismo tiempo. A la autora parece seducirla “el colapso de sentido” como receta para evitar caer en las adiposidades del aburrimiento, ese “estado natural” de una generación con el mundo al alcance de la mano pero sin tino o motivación para agarrarlo. Lucila Grossman hace virtud de ese cinismo sin vocación: elige ser un agente del caos, una Tarpeya del siglo XXI. Es “una niña disfrazada de princesa atándose a las vías del tren mientras se hace de noche”.

En este punto nace una pregunta fundamental: ¿qué es una generación? No viene al caso esbozar una respuesta, ni siquiera ensayar alguna acrobacia argumental, tampoco es algo que desvele a Lucila Grossman. Sin embargo, en su literatura hay un reguero de huellas unívocas de la pertenencia a un determinado tiempo, signado por el mal de internet. Grossman intenta romperlo desde adentro, en gestos alternados de sublevación y sumisión, sístole y diástole de posiciones y estados de ánimo, porque “enojarse son dos trabajos: enojarse y desenojarse”. De un modo similar al que lo hace Julia Kornberg en su primera novela Atomizado Berlín (2021, Club Hem), la autora de Mapas terminales habita y se apropia esa zona generacional para reformular el interrogante hacia uno de mayor fronda, con más potencial: “¿qué es el futuro?”. Como respuesta, Grossman no hace un trazado justamente celebratorio, sino más bien una intervention: pone sillas en ronda, convoca a los suyos y espera al invitado de lujo —el presente— para enrostrarle las verdades sobre aquel monstruo en el que indefectiblemente se convertirá. La literatura de Lucila Grossman está en pugna permanente consigo misma. Con su autoría. Con su tiempo. Con sus contemporáneos y contemporáneas. Con las condiciones materiales de producción, de juventudes precarizadas y a la búsqueda de representaciones políticas capaces de administrar el desastre.

Escritura de riña: es la propia lengua la que Grossman agarra a dentelladas y no suelta. Ariana Harwicz, orfebre de las formas y autora de novelas como Precoz y Matate, amor, se pregunta en la contratapa de Acá empieza a deshacerse el cielo si la “novela joven” implica “escribir un lunfardo millenial con texturas de un lenguaje desfigurado, depresivo e inconexo”. A ese tándem, es pertinente sumarle los ingredientes de poesía desviada, rapeada o trapeada, las incisivas y crípticas notas al pie —por completo despojadas de su carácter aclaratorio y contextualizante—, y una prosa llena de glitter incluso en los pasajes más profundos y nostálgicos. Verba cheta y renegada, plebeya y reflexiva; escenas de marginalidad y de burguesía; vidas de aventuras calculadas, accidentes y una pandemia imaginada y escrita antes del Covid-19: de esa mixtura florece un mundo abyecto.

Los textos de Lucila Grossman tienen el don de las producciones complejas que saben cautivar primero con impacto y luego a largo plazo, porque con cada lectura se descubren sentidos nuevos, detalles, recovecos, fantasmas que pasaron desapercibidos pero que toman cuerpo con solo revisitarlos. Hay superposiciones y subtextos, gritos y mensajes ocultos, historias tejidas con fibra óptica que borran los bordes de la verdad y sugieren mundos imposibles donde “internet ya se terminó”: es un desafío al verosímil lleno de angustias —entendida la angustia como el recurso más humano de todos.

Acá empieza a deshacerse el cielo es revolución sin épica, sin panfletos y sin manifiestos, motorizado por la zozobra: un “Hiroshima con paciencia” en el que uno de los personajes “haría la revolución pero le duele el cuello”. Los héroes y antihéroes de la novela son la misma persona y pueden dejar de serlo de un momento a otro. Sin previo aviso, también irrumpe Lucila Grossman, ya no como autora sino como personaje y parte de un grupo de chicas que viaja al Norte argentino. Esta es casi una maniobra de provocación al “yo” que explota el mainstream sobregirado, donde las zonas del sentir —íntimas, nunca colectivas— pretenden ser administradas como ideas. En el caso de Lucila Grossman, el artefacto literario aparece para destruir el ego de la autora y no para construirlo, siempre para contradecir y cuestionar los sobreentendidos, nunca para dar la razón o acoplarse a la marea a la que induce el mercado. Un extraño caso.